– Linda -dijo sorprendido desde detrás de su mesa-. ¿Ya se va?
– Tengo que irme. -Caminé lo más rápidamente posible hacia la salida.
– Pero el señor Celeste debe estar a punto de llegar --dijo levantándose lentamente.
– -Tengo que irme. Tengo prisa. Vuelvo dentro de un momento. Me he olvidado… los alicates. --Y traspasé las sucias puertas de vidrio sin volver la mirada.
Caminé por la acera con mis tacones afilados y parpadeando ante la luz brillante de la mañana. La ciudad despertaba lentamente, pero caminé a la sombra de los edificios en prevención de que hubiera policías por los alrededores. Estaba vestida de punta en blanco sin saber adonde ir. Necesitaba un sitio donde leer los documentos de Eileen, pero no podía regresar a mi apartamento subterráneo hasta la noche porque durante el día estaría lleno de empleados. Entonces tuve una idea.
Avancé rápidamente por las manzanas pobres de la calle Locust y entré en el primer restaurante griego que pude encontrar, fui al lavabo a ponerme la falda más larga y quitarme la pintura de los labios. Me coloqué de nuevo las gafas y abandoné el lavabo para encaminarme a donde va todo el que quiere leer en paz. La policía jamás me buscaría allí; era un lugar demasiado público. Llegué justo cuando abrían.
La biblioteca jurídica Jenkins Memorial sólo es frecuentada por dos clases de abogados: los parias que no pueden permitirse una biblioteca propia y los privilegiados que la usan para consultar libros sobre casos de otros estados. Esa mañana, en la Jenkins había abogados de los dos grupos, y todos, sin distinción, miraban con suspicacia entre los bustos de mármol. Los evité y crucé la gran alfombra hasta los estantes metálicos del fondo, donde encontré un lugar solitario y vacío. Me instalé allí, me quité los zapatos, que me estaban matando, y empecé a leer.
El expediente era un lío de hojas amarillas garabateadas con una letra grande e infantil. Al parecer, Celeste solo había mantenido unas pocas entrevistas con Eileen y sus notas estaban llenas de oraciones incompletas: «Grad. Esc. sec», «Animad.», «Alcohol.», «Padre ejército». Por todas partes, incluso en medio de las notas, se podía leer:
manzanas 35
naranjas 30
pan 100
galletas pequeñas 150
huevos batidos 150??? (verificar)
tostadas, margarina 80
filete grande (pero solo la mitad)?????
Los cálculos de calorías de Celeste eran mucho más meticulosos que la documentación jurídica. Tardé dos horas en reconstruir la entrevista con Eileen, la cual, de cualquier modo, no me aportó ninguna pista. El resto de las notas eran números telefónicos de Los Angeles o Nueva York, con nombres como William Morris escritos a un lado. Evidentemente, no se trataba de testigos, sino de agentes literarios y cinematográficos. Eran los intentos de Celeste de vender la historia de la corta y miserable vida de Eileen Jennings. Puse el expediente a un lado y saqué lo que esperaba que fuera una mina de oro.
Las cintas grabadas. Cuatro casetes de plástico que supuse que eran de Eileen. No tenían ni número ni título. Les di vueltas en mi mano. Había corrido un gran riesgo al llevármelas, y necesitaba saber lo que contenían.
Recogí la cartera y los documentos de la mesa y anduve hasta encontrar la cabina para escuchar grabaciones. Tenía un grueso cristal en la puerta y un aparato encajado en la mesa. Me senté, me coloqué los auriculares y puse una de las cintas.
Eileen se reía de algo que había dicho Celeste. Solo el sonido ya me enfureció. Esa voz chillona, descarada, coqueta. Y peligrosa, calculadora; Eileen había matado a un hombre y me había puesto la soga al cuello como presunta culpable. Subí el volumen. La entrevista consistía en una serie de preguntas y respuestas:
P: Habiente de sus relaciones, de las relaciones que han marcado su vida.
R: Solo las cosas calientes, ¿verdad? (Risitas)
P: Verdad.
R: Bueno, Bill, por supuesto, no fue el primero.
P: Se refiere a Kleeb. ¿Quién fue el primero?
R: Un chico de mi pueblo. Cuando yo tenía… ¿catorce?
P: Era muy joven.
R: No, no para mí. Estaba preparada.
P: ¿Quién fue?
R: Otro chico del pueblo. Me gustaban los granjeros, supongo.
P: ¿Por qué piensa que es así?
R: Buenos músculos. Tatuajes. Nada de sesos. (Risitas) Incluso llegué a casarme.
P: Oh, no lo sabía.
R: Nadie lo sabe.
P: ¿Cuándo sucedió?
Traté de concentrarme, pero no me resultaba nada fácil. Intentaba escuchar a esa tipeja petulante, pero no había dormido en toda la noche. Y no había tomado café. Trabajaba en pésimas condiciones criminales: ni alicates ni cafeína.
R: A los dieciocho. Él tenía veinte. Un viejo.
P: ¿Veinte? Un auténtico Matusalén.
R: ¿Un qué?
P: Olvídelo. Prosiga con su boda. Es una buena información para el personaje.
R: ¿Cree realmente que será la película de la semana?
P: No estaría aquí de no ser así. Por tanto, prosiga, acuerdo? Quiero enviarle las cintas al agente lo antes posible
R: ¿Me hará una copia?
P: (Suspirando) Le haré una. Ahora cuénteme la historia, por favor.
R: Bueno, mi marido era (ininteligible)
P: ¿Era qué?
R: Era un… canalla. Solía pegarme cuando bebía.
P: ¿De verdad?
R: Pues sí. Un mierda.
P: ¿Alguna vez tuvo que ir al hospital?
R: No.
P: (Desilusionado) ¿Con qué frecuencia le pegaba?
R: Una vez por semana, o dos veces, durante mucho tiempo.
P: Entonces, se divorció. Se cansó y luego se divorció, ¿verdad?
R: No, simplemente un buen día lo dejé. Los abogados no me prestaron ninguna ayuda. Luego recibí las citaciones, una tras otra, pero él siempre volvía. Y me pegaba. No había nada que pudieran hacer los jueces. La mitad de las veces la policía ni siquiera venía.
Me empezaba a doler la cabeza. Me froté los ojos para permanecer despierta. No me conmovía la sordidez de la historia. Era una víctima: por tanto, victimizaba a los demás. Pero yo no aceptaba excusas para un asesinato. Tenía sobre sus espaldas un muerto inocente y posiblemente también a Bill.
Me moví en la silla y mi mirada se detuvo en un dibujo de Daumier en la pared. Un abogado que metía mano en el bolsillo de su cliente, o todo lo contrario, pero el cristal reflejaba algo más. Una silueta. Un hombre entre las estanterías de la biblioteca, de traje oscuro, agachado y leyendo un libro. No le podía ver la cabeza ni el rostro, pero su espalda me resultaba familiar. Agaché la cabeza para evitar que me reconociera.
P: Por tanto, ¿nunca se divorció?
R: No.
P: Entonces, ¿aún está casada con él?
R: No, me enteré de que había muerto. De un tiro.
P: (Impresionado) No me diga. ¿En un bar? ¿O por una banda o algo así?
R: No, no. Un accidente de caza. Siempre se emborrachaba cuando salía a cazar. Lo mismo que sus amigos. Todos unos mierdas.
De caza. Recordé la cabaña en el bosque, el cadáver frío de Bill. ¿Existía una conexión? Mientras le daba vueltas, la figura encogida dobló una página del libro. ¿Quién era? ¿Me espiaba? ¿Me seguía? Me cubrí la cara con una mano como si me doliera la cabeza, lo cual era verdad.