R: Ese fue Deron.
P: (Riendo) ¿Deron, eh? Debía ser un buen chico judío.
Seguí oyendo durante las siguientes cuatro horas mientras el autobús daba vueltas por mi ciudad natal. Bajando la calle Chestnut hasta la Seis, luego subiendo por Chestnut hasta el oeste de Filadelfia y otra vez para atrás. El hincha de los Raiders hizo dos trayectos completos, y no era la única persona que viajaba sin rumbo, quizá porque el vehículo tenía aire acondicionado. Durante todo ese tiempo, la última fila se llenó y vació varias veces. Los pasajeros iban y venían. Nadie me dirigió la palabra, ni tan siquiera una mirada.
El día se convirtió en una tarde nublada; las cintas se agotaron y no encontré ninguna pista más en las estúpidas entrevistas con Eileen. Eh todo caso, las cintas eran más importantes por lo que no decían. Eileen apenas mencionó a Bill Kleeb; solo era una nota a pie de página de su fascinante biografía y no hubo la menor mención a drogas y tampoco a Sam. En la última entrevista mantenida en una celda de la prisión, contaba la historia inventada de la muerte del presidente de Furstmann como si yo la hubiera engañado: la pobre criatura en manos de una abogada fanática. Solo podía menear la cabeza. Solíamos darles una buena dosis de litio a mentirosas como Eileen; ahora les ofrecíamos contratos literarios.
Rebobiné la cinta y volví a escuchar la parte dedicada a Renee Butler, pero no me enteré de nada que ya no supiera. Escuché la cinta una y otra vez mientras los pasajeros entraban y salían del autobús al final de un día de trabajo, llevando portafolios y bolsas de compra a sus casas.
No me había conducido a ninguna parte, pero algo había conseguido. Estrechaba el cerco a Renee y planteaba nuevos interrogantes. ¿En qué centro jurídico había trabajado? Conocía todos los centros de asistencia jurídica de la costa este y no recordaba que hubiera mencionado ninguno en su currículo. Lo habíamos recibido directamente de la facultad de Pennsylvania, de modo que podría haber sido un centro universitario a cargo de estudiantes.
Era posible. Renee podría haber conocido a Eileen allí. Pero ¿realmente había asesinado a Mark y planeado todo para que me incriminaran a mí? Recordé nuestra conversación en su despacho. Tal vez su furia conmigo aquel día fuera parte de una actuación teatral. La mejor defensa es un buen ataque. Tendría sentido; luego declararía en mi contra para darme la puñalada trapera definitiva.
De repente, una sirena sonó a mi derecha. Dos coches patrulla llegaron hasta el autobús, que frenó chirriando Me hundí en el asiento conteniendo la respiración. Un hombre con aspecto de empleado administrativo me escrutaba detenidamente. Los coches pasaron de largo giraron en la esquina. Por un pelo. Empecé a sudar. El pulso se negó a retomar su ritmo habitual. El empleado se bajó en la siguiente parada con una expresión de duda en la mirada. ¿Llamaría a la policía? No podía correr ese riesgo. Aún me faltaban tres paradas para bajar, pero en cuanto el empleado salió de mi vista, me levanté y bajé del autobús.
No tenía tiempo que perder. Con la mirada baja, caminé rápidamente las manzanas que quedaban hasta mi edificio y traspasé la puerta hacia mi escondite en el sótano actuando como si el lugar fuera de mi propiedad. La goma de mascar Trident que había pegado a la cerradura de la puerta había funcionado como un ungüento mágico. Una vez adentro, busqué la pequeña linterna que había comprado en vez del lápiz de labios rojo en la tienda de la esquina.
Atravesé con la mayor rapidez posible el pasillo dejando atrás el débil punto de luz. Empezaron a hinchárseme los pies y se me empaparon las ropas a medida que aumentaba el calor por el pasillo. Me quité los zapatos y dejé atrás la sala del transformador; avanzaba de puntillas para evitar que cualquier miembro del equipo de mantenimiento que pudiera quedar por allí, quizá del turno de la tarde, me oyera.
Entré en mi pequeño cubículo, cerré la puerta y encendí la luz. Al parecer, nadie había estado allí y el olor a marihuana casi había desaparecido. Quien fuera el dueño de este escondite estaba trabajando duro últimamente, lo que a mí me venía de perlas. Estoy totalmente a favor de la productividad norteamericana.
De hecho, yo también tenía un trabajo por hacer. Busqué debajo del catre mis ropas y me puse el vestido con los botones anticuados; era lo más parecido a un vestido que tenía a mano. Me cambié los finos zapatos por un par de pesadas zapatillas de trabajo. ¿En qué estaría pensando el dependiente que me las había enviado? Tendrían que pagarme para que las usase a la luz del día. Me até los cordones, cogí la linterna y salí a la inmensidad de la noche.
Chapoteando con aquellas zapatillas rumbo a un allanamiento de morada.
36
La casa de Renee Butler era la típica «trinidad» de Filadelfia, así llamadas porque tienen tres pisos con una sola habitación en cada piso. Era una diminuta caja de ladrillos con pálidas persianas blancas, decorada con flores en cada ventana Las ventanas estaban llenas de pensamientos púrpuras cuyo follaje rebosaba las macetas. Esa noche parecía como si su: ocupantes, Renee y Eve, estuvieran celebrando una fiesta
Me oculté en un oscuro callejón frente a la casa observé el espectáculo, desilusionada. Ni siquiera yo podía tener el coraje de entrar subrepticiamente en medie de un festejo semejante. Pero ¿qué tipo de fiesta era esa Se oía un ritmo sincopado de jazz. Nadie bailaba. Por las ventanas pude ver a la gente charlando con copas en las manos. También vi a un camarero en el primer piso sirviendo canapés a los invitados encorbatados. ¿Una reunión de adultos? ¿Y con camarero? ¿De qué se trataba? Esa no era la clase de fiesta que daban normalmente los letrados de R amp; B. Además, R amp; B ya no existía.
De repente apareció una cabeza en la planta baja. Era Renee. Tenía el negro pelo estirado hacia atrás y unos inmensos aretes plateados colgaban de sus orejas. Tenía puesto un dashiki largo y parecía haber perdido peso. Caminó hasta la ventana y se acomodó el echarpe.
Me refugié en el callejón y esperé mi oportunidad. Aparte de la fiesta, la calle estaba tranquila y en silencie era una de esas callejuelas adoquinadas de Filadelfia, tan estrechas que no puede pasar ni un coche. Volví a asomarme. Quería ver lo que hacía Renee.
Charlaba con un hombre alto, apuesto y bien trajeado. ¿Quién era? ¿Quién era esa gente? Oí voces provenientes de la calle y me pegué a la pared espiando lo que sucedía a la vuelta de la esquina.
Un hombre se acercaba con una mujer cogida del brazo y ella se reía mientras avanzaba por el empedrado. Cuando estuvieron más cerca, vi que se trataba de Wingate, con corbata, y de Jennifer Rowlands. Miré hacia la oscuridad para evitar que me vieran.
De modo que la gente de R amp; B estaba invitada a esa reunión. ¿Sabían algo del arresto de Grady? Esperé hasta que oí que se cerraba la puerta de entrada y la voz de Wingate desapareció en el interior del edificio. Luego volví a espiar.
En el primer piso, logré ver a Eve con un ajustado vestido de color dorado al lado de un hombre alto. No pude saber quién era porque estaba de espaldas a la ventana, pero cuando ella se le acercó para susurrarle algo al oído, vi su anguloso perfil con gafas. Era el doctor Haupt, de Wellroth. A su lado apareció Kurt William-son, el director general, con una vaca enfundada en un vestido de encaje, que supuse que era su mujer. A su alrededor había un círculo de aduladores empresariales, como si fuera un nido de gusanos.
Por supuesto, esa no era la típica fiesta de abogados normales. Los rostros eran de más edad, los cabellos, plateados y las parejas estaban casadas. Esa gente eran clientes de la empresa. Con razón nadie se divertía.
– -¡Por favor, silencio! --gritó alguien. La música cesó bruscamente y con ello el volumen de la conversación. Las cabezas giraron en dirección al doctor Haupt y él levantó su copa haciendo un brindis que no pude escuchar. La compañía en participación debía ser una realidad. Todos aplaudieron y Eve hizo una reverencia. Únicamente Renee, que miraba a su amiga, apenas sonrió.