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¡Corre! ¡Dispara! ¡Vete! Corrí hacia la salida.
– -¡Quieta, Rosato! --gritó Azzic--. ¡Está arrestada!
Traspasé las primeras puertas giratorias al final del corredor, luego las segundas. Me latía el corazón a toda marcha. Crucé corriendo a la desesperada el patio de la facultad y atravesé las puertas de hierro forjado de la entrada. Cogí más velocidad cuando llegué a la calle Sansom. Mi única esperanza era dejarlos atrás. Siempre había sido la más rápida del equipo.
– ¡Deténgase, Rosato! -gritó Azzic no lejos de mí, pero me lancé a toda velocidad por la calle.
Resonó una sirena detrás de mí y de inmediato se oyeron otras. Mierda. Ni siquiera yo podía ir más rápido que un buen motor de ocho cilindros. Era preciso que fuera por donde los policías no podían pasar. Mis piernas parecían volar. Me latía con más fuerza el corazón. La adrenalina recorrió mi circuito sanguíneo como gasolina de avión.
– -¡Rosato! ¡Deténgase! ¡Ahora mismo!
Giré en la esquina y me lancé por la calle Walnut esquivando taxis y un Ford Explorer que hizo sonar su bocina enfurecidamente. Tenía a los uniformados a pocos pasos. Podía oírlos gritándose órdenes mientras yo cruzaba el campus. Los estudiantes que andaban por allí se quedaban con la boca abierta cuando yo pasaba a su lado.
Las sirenas seguían aullando cuando hice un brusco giro a la derecha en la calle Locust. Los coches no podían entrar, ya que estaba bloqueada con montones de cemento para unas obras. Allí estaría a salvo de los policías.
– ¡Rosato! ¡Entréguese!
Miré hacia atrás. Nada de coches, pero las sirenas se guían sonando en las inmediaciones. Estarían yendo en paralelo por la calle Walnut. Los uniformados se estaban quedando atrás, pero Azzic persistía. Se metió una mano en la chaqueta y sacó una pistola en plena carrera.
Me sobrevino un ataque de pánico. Por favor, no dispare, que yo no lo hice. Miré hacia delante y recurrí todas las reservas de energía que me quedaban.
– -¡Deténgase o disparo! --ordenó Azzic.
Un paseante pegó un grito. Me imaginé a Azzic arrodillándose y apuntando con las dos manos, de modo que zigzagueé unos cuantos pasos y luego corrí al máximo de mis fuerzas. Pasé el Walk y cogí el puente de cemento que pasaba por la calle Treinta y ocho subiendo la empinada cuesta.
Subí la colina con poderío, buenos músculos y un miedo abrumador. Fue casi tan fácil como con los peldaños del estadio. No hice caso del dolor en los muslos y en los pulmones. Hasta el calzado me ayudaba, pues rebotaba tanto como mis zapatillas de correr.
«Uno, dos, tres, respira. Uno, dos, tres, respira. Levanta las rodillas. Aterriza sobre las plantas de los pies.»
Llegué a la cima de la colina y empecé a bajar por el otro lado. El mero derroche de fuerzas experimentado me: llevó cuesta abajo. Aceleré, segura de la capacidad de mis pies. Respiraba con facilidad. Pronto dejé de oír la voz de Azzic. No sentía el esfuerzo. No podía sentir nada. Corría. Avanzaba. Me había escapado. Deslizándome por la oscuridad como en una canoa. Como si estuviera remando y remando afanosamente.
Nadie me ganaba. Nadie remaba mejor. Sentí el frescor de la noche. El viento detrás de mí. Las luces de la ciudad, los focos de los coches, eran puntos en la oscuridad, en la orilla del río. Todo quedaba distante. Solo seguía yo, el corazón latiendo explosivamente, haciendo aquello para lo que me había entrenado. El sudor me cubría el cuerpo. Otras diez zancadas aún con energía de sobra.
«Un, dos tres», como haciendo avanzar la canoa. Era una regata y yo remaba al máximo de mis fuerzas, sintiendo solo la velocidad y el rocío del agua. Solo oyendo el chapoteo de las paladas que entraban en el agua agitada, una palada tras otra. Nada de descansos ni de echarse atrás, nada más que la mejor regata posible empujando el remo con más fuerza cada vez. «Cuatro, cinco, seis.» Remando lo más rápido posible.
Huyendo. El crujido del asiento. El olor del río. La humedad del rocío. Los policías habían desaparecido. Azzic había desaparecido. «Siete, ocho, nueve, diez.» Finalmente había hallado mi ritmo y no podía equivocarme.
«En medio del río, en medio de la noche.»
Me arrojé al suelo, desnuda y agotada, tras las puertas cerradas con llave de mi habitación en el sótano. Me había quitado la ropa empapada, pero aún sudaba por el calor, el esfuerzo y el pavor. La estancia no invitaba a la distracción y yo tenía los pulmones a punto de estallar. Me sentía mareada, con náuseas. No podía pensar con claridad; tenía la cabeza envuelta en brumas. Me quité el sudor de los ojos y traté de no mojar el expediente del centro de asistencia a medida que pasaba las páginas.
Era una carpeta típica, salvo que estaba mucho más ordenada que la mayoría. La correspondencia, en su propio sobre, solo contenía cartas de Renee y ninguna respuesta de Eileen. Tiré el sobre a un lado sin importarme dónde caía.
El índice del sumario contenía órdenes de prohibiciones contra el marido de Eileen. Quince órdenes en total con citas de contumacia cuando la orden anterior había sido desobedecida. Había multas impuestas al marido, pero este debía haber sido a prueba de jueces. Había órdenes de prisión, pero había desaparecido. El expediente contaba una historia, si uno era capaz de leerla entre citaciones y órdenes. La justicia no podía lograr que el marido dejara de golpear a Eileen. Jamás se lo quitaría de encima, por más que cambiara de domicilio o de forma de vida.
Hasta que murió.
¿Se había tomado Eileen la justicia por su mano? ¿La había encubierto Renee o lo había hecho ella misma? ¿Era posible? Recordé el drama de la infancia de Renee y las palizas que había sufrido. Había cosas peores que podían hacer los padres a sus hijas que abandonarlas. Renee había dicho que conocía la profundidad de mi rabia, quizá porque ella conocía muy bien la propia. Y tal vez la ira de Eileen había puesto el dedo en la llaga. Me dolía la cabeza. Me dolía hasta pensar. Necesitaba dormir, descansar y comer, pero ahora no podía hacerlo.
Dejé el índice del sumario y busqué las notas de Renee. Arriba estarían sonando las sirenas en mi búsqueda. Azzic y sus policías estarían barriendo la ciudad. Creía que nadie me había visto entrar en el edificio, pero acaso estuviera equivocada. Quizá ya estaban en la puerta, entrando en el edificio y a punto de encontrar la escalera del sótano. O ya habrían dado con la puerta.
Todavía no. Ahora no. Me faltaba un último paso.
Renee estaba relacionada con el asesinato del marido de Eileen y yo no sabía cuál era la conexión con la muerte de Mark. ¿Había descubierto Mark la verdad y por eso Renee lo había matado? Ambos hombres habían sido apuñalados.
Encontré unas notas con mis dedos húmedos. Entrecerré los ojos para poder leerlas, pero no podía enfocar bien. Me sentí desorientada, débil. Las notas estaban escritas con bolígrafo sobre papel oficial; al parecer eran notas sobre una entrevista con Eileen. Estaba tan cerca que podía olerías, pero no las podía leer. El dolor de cabeza me estaba matando y la letra era ilegible. Alcé el papel. Renee no tenía tan mala letra. Traté de recordar, pero mi cerebro se negaba a funcionar.
Arrojé el papel a un lado y pasé rápidamente las páginas. Me sentí enferma, demente, desconcertada. ¿Dónde estaba? ¿Qué era lo que buscaba? Tenía que haber una respuesta. Mark estaba muerto. Bill estaba muerto. Tenía que hallar la respuesta. Tenía que estar ahí. La primera denuncia estaba delante de mis ojos. Arranqué página tras página, haciéndolas volar. Hasta que llegué a la última. Las firmas.
Atención. La firma de Renee Butler. Se movía y me desafiaba como un pez en el agua. Puse la página con la firma al lado de la página con las notas. Eran totalmente diferentes. Renee tenía una buena caligrafía, pero las notas eran horrendas. ¿Quién había tomado esas notas? ¿Quién más había trabajado en el caso de Eileen? ¿Otro abogado del centro? ¿Quién?