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Repasé otra vez el expediente, y finalmente lo tiré al sucio suelo de cemento. Pasó una cucaracha por las inmediaciones, pero no le presté atención mientras volvía a pasar las páginas que volaban en todas direcciones. Estaba perdiendo el juicio. Encontré el recorte y volví a leerlo, luego lo arrojé al otro extremo del cuarto.

Piensa. Piensa, piensa. Supongamos que Renee mató al marido de Eileen, ¿qué tenía que ver eso con la muerte de Mark? ¿Dónde estaba Renee la noche de la muerte de Mark? ¿Qué había dicho la mujer de la limpieza justo antes de que llegaran los policías? ¿Y qué había dicho Hattie sobre que Renee había llevado a casa una caja con cosas mías?

Apenas podía respirar. Me zumbaba la cabeza. Había jugado todas mis cartas y ahora no tenía más. Me eché hacia adelante y caí al suelo desnuda como una loca en régimen de aislamiento. Cerré los ojos con fuerza y gemí en silencio con cada músculo al límite del miedo y del cansancio. Era el grito silencioso de una mujer desnuda sobre el suelo. Un aullido secreto de angustia pura.

Y entonces todo se aclaró. Abrí los ojos y me senté.

Había estado delante de mí y yo no lo había visto. Escondido ante mi vista.

Ahora lo único que debía hacer era probarlo y evitar que me asesinasen en el proceso.

39

– Buenos días -dije por mi teléfono móvil-. ¿Es Leo, el León?

– ¡Rosato! -gritó, atónito, Azzic-. ¿Qué mierda…?

– -Estoy en el juzgado federal. Décimo piso. Es mejor que se presente lo antes posible.--Colgué, guardé el teléfono y salí del taxi. Todo estaba dispuesto y a punto de ponerse en movimiento.

Traspasé las puertas del juzgado. La comisaría central estaba a pocas manzanas y el tráfico no sería problema. Azzic vendría volando. Verifiqué la hora. Las nueve y media. Pensé que tenía unos diez minutos como máximo para hacerlo. Crucé la recepción.

Había empleados empujando carritos sobre el suelo lustrado. Los abogados conspiraban con los clientes antes del juicio. Los oficinistas se encaminaban a sus trabajos. No había policías a la vista, solo unos pocos guardias de seguridad con uniformes azules hablando entre ellos cerca del ascensor. Mantuve la cabeza gacha y me puse a la cola ante el detector de metales. No era tan larga como había esperado. Se me hizo un nudo en el estómago. Miré el reloj. Las nueve y treinta y cinco.

Eché un vistazo a un diario sensacionalista que llevaba una joven delante de mí. BUSCADA POR DOBLE ASESINATO, anunciaba el titular. Oh, no. Era mi propio rostro en primera página. Un retrato del tamaño de un bolígrafo, completo y con un nuevo peinado. Se me retorcieron las tripas. Si alguien me reconocía, era mujer muerta.

Bajé la cabeza. Me resonaba el corazón en el pecho. Manten la calma, muchacha. Nadie espera ver a una asesina en el juzgado, en especial con mi vestimenta, ya que llevaba una clásica chaqueta roja sobre un vestido negro y elegantes gafas oscuras. Era la única ropa de mujer de negocios que me había enviado el tendero y no tenía ninguna pinta de fugitiva. Parecía una alta ejecutiva. Enderecé las hombreras, puse cara de profesional atareada y fruncí el entrecejo cuando miraba el reloj. Las nueve y treinta y ocho.

La mujer puso la cartera y el diario en la cinta transportadora. El diario mostraba mi cara. Resistí la tentación de salir disparada. ¿La había visto alguien? El guardia de seguridad estaba sentado al lado de la cinta, pero observaba el desfile de imágenes en rayos X de su monitor. Si levantaba la mirada, vería la primera página. Le bastaría con echar una ojeada.

– Señorita, siga adelante -dijo a mi izquierda un guardia de mayor edad. Ni siquiera me había percatado de que estaba allí.

– Sin duda… Lo siento -tartamudeé apartando los ojos del diario. Pasé por el detector con el diario viajando en paralelo conmigo y abrumándome con la falsa acusación de su primera página. Observé al guardia sentado en el taburete, pero seguía con la mirada fija en el monitor. La mujer recogió el periódico y sus otras pertenencias y pasó de largo. Respiré hondo y cogí la cartera en cuanto apareció sobre la cinta.

– -Está muy oscuro para llevar gafas de sol, ¿no le parece? --dijo el guardia con una sonrisa de chulo.

– -Ojos enfermos --dije. Pasé a su lado y me perdí entre la multitud que esperaba impaciente los ascensores. Miré la hora con la mayor naturalidad posible. La nueve y cuarenta. Los segundos pasaban casi palpablemente. Los ascensores tardaban una eternidad. Dios santo. Tendría que haberme dado más tiempo, haber previsto las demoras. Las sirenas policiales sonaron en la calle y nadie, salvo yo, les hizo caso. «Dadme otros cinco minutos de libertad.» Tenía que llegar arriba y pronunciar la declaración de mi vida. Me la jugaba.

¿Dónde estaba el maldito ascensor? Dos abogados empezaron a quejarse en voz alta. Uno, de traje con chaleco, parecía estar observándome. ¿Me reconocía de la foto del periódico? Giré la cabeza concentrándome en la pared de mármol gris.

Finalmente llegó el ascensor y me abrí paso entre el gentío entrando antes de que se cerraran las puertas. Las nueve y cuarenta y uno, leí en el deslumbrante Rolex del hombre apretado contra mí. Era el del chaleco quien había maniobrado para quedarse a mi lado. Me lanzó una sonrisa llena de cautela, pero yo miraba los botones del ascensor con aparente fascinación. El panel estaba iluminado con luces brillantes y yo sudaba la gota gorda cada vez que se abrían las puertas en un piso que no era el mío.

Las nueve y cuarenta y tres. Estábamos en el noveno. Solo faltaba uno.

El abogado se me acercó aún más.

– Perdone -dijo-, pero yo la conozco…

¡El décimo piso! Salí disparada del ascensor, corrí pasando el letrero de EN sesión y entré en la sala de audiencias. Hice una breve pausa en la puerta, me quité las gafas oscuras y observé el escenario.

La zona para el público estaba más llena de gente de lo habitual. Allí estaba Bob Wingate, sentado al lado de Renee Butler, tal como yo había previsto. Jennifer Rowlands ocupaba un asiento justo detrás de ellos. Presidía el juez Edward J. Thompson y el doctor Haupt se sentaba, rígido, en la silla de los testigos. Eve Eberlein estaba junto a un proyector Elmo que lanzaba ecuaciones sobre una pantalla blanca en el frontal de la sala. No había pensado en el proyector. Mejor así.

El reloj de la pared indicaba las nueve y cuarenta y cuatro. Era el momento de actuar. Crucé la sala y coloqué mis papeles delante del proyector antes de que Eve tuviera tiempo de reaccionar.

– Su Señoría -dije-, miembros del jurado, ¿me harían el favor de mirar esta prueba? Pienso que opinarán que sirve mucho más a la causa de la justicia que todo lo que han estado oyendo.

– ¿Bennie? -murmuró Eve-. ¿Eres tú?

– Miren la pantalla. Es la prueba A.

Eve se dio media vuelta y miró la pantalla. Era el recorte del periódico con sus letras aumentadas ante la audiencia.

HOMBRE DE YORK ENCONTRADO MUERTO

La oí tomar aliento antes de que se volviera y me preguntara:

– -¿Qué estás haciendo aquí? ¡Estamos en medio de un juicio!

Desde el estrado, un sorprendido juez Thompson atinó a decir:

– -¿Señorita? ¿Señorita? ¿No está usted fuera de orden?

– Por el contrario, Su Señoría --dije-. Esta es la única posibilidad que tengo de que se me escuche, y tiene que ser ante el tribunal para que la policía también me escuche.

– ¿La policía? ¿Qué policía?

Miré en derredor. La sala estaba en silencio. El reloj de la pared marcaba las nueve y cuarenta y cinco. Los miembros del jurado me miraban. Se me subieron los colores. Ningún policía. Malditos ascensores.

– -Están en camino, Su Señoría.

De improviso, el teniente Azzic hizo su aparición por el pasillo central y detrás de él, un escuadrón de uniformados que se desplegaron por los pasillos laterales.