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Caminé por el pasillo mirando despacho tras despacho, todos vacíos. Habían colgado toda clase de mierdas de las paredes y yo no había dicho una sola palabra. La oficina de Bob Wingate era un memorial de Jerry García, la estrella del rock californiano; el de Eve Eberlein estaba empapelado con delicadas flores estampadas. El único despacho con aspecto profesional pertenecía a Grady Wells, un aficionado a la guerra civil. Estaba amueblado con sencillez y las paredes estaban recubiertas de mapas antiguos con campos de batalla en marcos de madera. En una esquina, un mueble contenía más mapas, pero Grady no estaba allí estudiándolos.

No había nadie en ninguna parte. Consideré la posibilidad de fisgar entre sus documentos de trabajo, pero decidí no hacerlo. Era una firme partidaria de las libertades individuales. Y además, podían pillarme con las manos en la masa.

Me encaminé a mi propio despacho, dejé los zapatos sobre la alfombra y quité unos papeles que cubrían mi silla de detrás del escritorio para poder sentarme. Una vez un cliente me dijo que el desorden era mi seña de identidad de auténtica radical, pero no era verdad. Simplemente se trataba de que yo era una desordenada; no había nada político en ello.

Abrí un cajón cerrado con llave y saqué un listado de ordenador que enumeraba las horas de trabajo de los asociados. Quien más trabajara sería el candidato a ser el más descontento. Repasé el listado ignorando las horas de oficina para concentrarme en las de trabajo profesional propiamente dicho.

Fletcher, Jacobs, Wingate. La mayoría de los asociados declaraba unas doscientas horas mensuales. Mucho tiempo; por tanto, todos debían de sentirse muy mal. Hasta Eve Eberlein estaba con ciento noventa hasta la fecha. Traté de no pensar cuáles eran las actividades que ella consideraba profesionales.

Revisé los meses anteriores. Las horas eran las mismas salvo en el caso de Renee Butler, que había pasado un abril muy ajetreado en un tribunal de familia. Renee había compartido el apartamento con Eve desde que se licenciaron con Wingate, pero las dos mujeres no podían ser más distintas. Renee era negra, gruesa y se dedicaba por entero a casos de abuso familiar. Era toda carnosidad en contraste con la esbeltez de Eve. ¿Era Renee la que se quería marchar? ¿Había alguna forma de averiguarlo?

Por supuesto que sí.

Dejé el listado de horas a un lado y crucé la habitación hacia las estanterías de la pared. Allí se mezclaban los tratados jurídicos con las revistas especializadas y no me acordaba de dónde había dejado el directorio profesional. Mierda. Busqué por las estanterías atestadas de volúmenes. Algunos torpes pueden encontrar algunas cosas; yo, no. Nunca puedo encontrar nada. Si lo encuentro es por pura casualidad.

¡Eureka! Cogí el directorio de la estantería, busqué la agencia de contratación más importante de la ciudad y llamé.

– -¿La agencia Meyers? --dije en voz baja cuando me atendió una mujer-. Bueno… puedo quedarme sin trabajo en cualquier momento y quisiera hablar con alguien.

– -Un momento -dijo la mujer; el teléfono hizo un ruido y habló otra mujer con más experiencia:

– ¿En qué puedo ayudarla?

– Sí, llamo de R amp; B, Rosato y Biscardi. Creo que necesito encontrar un trabajo.

– ¿Con quién estoy hablando?

– Bueno, no lo puedo decir. Me muero si se entera mi jefa. Es una bruja. -Oí una risa de sorpresa.

– En ese caso, nos podría enviar un currículo confidencial. Envíelo a nombre de…

– ¿Soy la única de R amp; B que ha llamado? ¿O ha tenido una llamada de Renee Butler?

– -No puedo darle esa información.

– -Pero no soy la única, ¿verdad? No enviaré mi currículo si soy la única. --Esperaba que ella temiese perder su desorbitada comisión.

– No, no es la única.

– -¿Es Jeff Jacobs o Bob Wingate? Apostaría a que se trata de uno de ellos.

– -No puedo confirmarle ninguno de esos dos nombres.

– -Sé que Jenny Rowlands se siente fatal en este lugar. Dice que apesta.

– -De verdad que no puedo revelarle el nombre de ningún cliente, querida. Ya tenemos tres currículos de R amp; B, pero eso no significa que no podamos colocarlos a todos.

¿Tres peticiones? ¿Tres asociados querían irse? Era la mitad de mi equipo. Se me partió el corazón. No escuché su discurso de buena vendedora, esperé a que dejara de hablar, le di las gracias y colgué. ¿Tres? ¿Qué estaba pasando?

Me sentí aturdida. Tenía que hablar con Mark tan pronto como apareciera. Una empresa de nuestro tamaño no podía soportar un golpe de esta envergadura, ahora no. La sección de pleitos comerciales y empresariales a cargo de Mark funcionaba a pleno rendimiento; mi práctica sobre la primera enmienda, en la que representaba a clientes de los medios de comunicación en querellas por difamación, había llegado finalmente a igualar los ingresos de los casos por abuso policial. Mark y yo conseguíamos una facturación anual de un millón, del que pagábamos unos cien mil a cada uno, sin contar que dábamos de comer a trece personas. Nos iba estupendamente y hacíamos el bien con genuino espíritu de rock and roll. O al menos eso pensaba yo hasta ese momento.

Volví a mirar mi escritorio, donde se apilaban los mensajes, la correspondencia y los informes. Sería mejor que me ocupara de todo si realmente se avecinaba una crisis. Maldita sea. Dejé a un lado las preocupaciones y me puse a trabajar pasando por alto a mis asociados, que habían regresado. Les oí reír y bromear, luego el sonido de los teléfonos y el de los módems cuando se pusieron a trabajar. Dos de ellos, Bob Wingate y Grady Well, discutían un asunto de jurisdicción federal en el pasillo y puse las antenas.

Eran abogados listos, listísimos los dos. Me caían bien y me disgustaba que quisieran marcharse. Tal vez les podría convencer de que cambiaran de opinión. Inmediatamente después de echarles una buena reprimenda.

A última hora del día, abandoné mis papeles y bajé a la planta baja. Por el revuelo que oía supe que Mark había regresado. Por lo general, nos reuníamos todos en la biblioteca al final de la jornada. Supuse que allí estaban y que Mark les obsequiaba con anécdotas bélicas del caso Wellroth. «¿Oísteis la del jarro de agua fría? Je, je.»

Pero cuando llegué a la puerta abierta de par en par de la biblioteca, me di cuenta de que no se trataba de nuestra reunión habitual. Mark estaba sentado en la mesa de reuniones con Eve a su lado; junto a ella estaba el doctor Haupt de Wellroth y un hombre mayor que reconocí como Kurt Williamson, el asesor principal de la empresa. Iba a pasar de largo para no interrumpir, pero Mark se puso de pie y me hizo un gesto de que entrara.

– Bennie, entra, por favor -dijo amablemente, pero hubo algo en su voz que no me gustó. Se había quitado la americana y desanudado la corbata-. Tengo buenas noticias para ti.

– ¿Buenas noticias? ¿Del juicio?

– -No, de otro asunto. Otros asuntos, en realidad. Kurt nos encarga dos de los negocios más importantes de Wellroth, incluyendo la estructuración de su sociedad en participación con Healthco Pharma. Es algo muy importante. -Me enviaba señales desagradables con los ojos, como diciendo «¿Y qué?» con respecto al desastre de la mañana.

– Cuánto me alegro -dije. Quise decir que entonces se trataba de algo lucrativo-. Mark es un estupendo abogado, Kurt, y estoy segura de que hará un gran trabajo.

– -Lo ha hecho hasta ahora --dijo Williamson--. Su informe nos ha dado una nueva perspectiva sobre la sociedad en participación. -Se inclinó sobre la mesa y me pasó un grueso montón de papeles.