El teniente Azzic siguió jugueteando con su Merit; golpeteaba la mesa con una punta y luego con a otra.
– -Entonces, ¿usted no sabía nada del testamento, aunque fue preparado por un íntimo amigo suyo?
– Ya ha contestado a esa pregunta -dijo Grady.
– ¿Quién lo redactó? -pregunté.
– ¡Bennie! -exclamó Grady, pero no pude evitarlo. Estaba acostumbrada a actuar de abogada, no de cliente.
– -¿Quién fue, teniente?
– -Sam Freminet --dijo Azzic.
¿Sam? Me quedé de una pieza. Sam jamás lo había mencionado.
– -Usted es amiga del señor Freminet, ¿verdad, señorita Rosato? ¿íntima amiga?
Grady se interpuso entre los dos.
– Aconsejo a mi cliente que no conteste. -Se puso las manos en las caderas poniendo a un lado su chaqueta como si estuviera amenazando, tal como lo hacen al sur de la línea Mason-Dixon. Y no a los policías, sino a mí.
– Me niego a contestar porque puede incriminarme -dije obedientemente. Pero aún le daba vueltas. ¿Sam? Era un especialista en bancarrotas, no en derecho civil.
Azzic meneó la cabeza.
– ¿No es Sam Freminet un letrado de Grun amp; Chase, bufete en el que tanto usted como el señor Biscardi habían trabajado?
– Me niego a contestar a esa pregunta porque puede incriminarme.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con el señor Freminet?
Lo había llamado justo antes de este interrogatorio, pero no había dado con él. Hasta eso me haría quedar mal ahora.
– -Me niego a contestar…
– -Señorita Rosato --dijo Azzic levantando la voz--, ¿no estaba usted celosa de Eve Eberlein?
Repetí mi negativa.
– Me niego a contestar porque la respuesta puede hacerme pasar por una imbécil de primera categoría.
– ¿No le arrojó usted al señor Biscardi un jarro de agua en pleno tribunal? ¿Justamente ayer por la mañana! día en que fue asesinado? ¿Porque se sentía demasiado celosa de la señorita Eberlein?
Ay, mierda.
– Me niego…
– Teniente Azzic, esta entrevista ha terminado -dijo abruptamente Grady-. No permitiré que acose a mi cliente. -Me cogió del brazo y me puse de pie sorprendida comprobar que me temblaban las piernas.
Azzic también se levantó.
– -¿Se va a refugiar en la quinta enmienda, Rosato? ¿Como el mierda que usted representa?
– -¡Ya basta! --anunció Grady. Me sacaba de la sala a pellones, pero no pude dejar de contestar, enfurecida.
– -No tiene ninguna prueba contra mí, teniente, porque yo no maté a mi socio. Es simple lógica, pero tal vea no sea tan simple para usted.
El teniente Azzic me miró a los ojos.
– Yo mismo me ocuparé de este caso, y tan pronto como tenga una prueba, volverá a oír hablar de mí.
– Espero que no sea una amenaza -dijo Grady, pero opté por una contestación menos educada y le repliqué con mi aplomo habitual.
10
Cuando salimos nos encontramos con una auténtica multitud de periodistas; se agolpaban en la acera y se extendían hasta el aparcamiento de la central. Grady y yo nos abrimos paso. Yo había pasado por este calvario millones de veces con mis clientes. No se podía hacer otra cosa que aguantar y seguir adelante, como en la vida.
Aparecían ante mi vista cámaras con filtros de última generación, videocámaras que zumbaban en estéreo y gente de la televisión que acercaba micrófonos a mis labios. Cada periodista gritaba su propia versión de mi | nombre.
– -¡Benedicta, mira hacia aquí!
– -¡Beladona, sólo una foto!.
– ¡Benedicta, aquí!
Mantuve la mirada fija al frente, con la cabeza retumbándome con los clics de las cámaras. Sabía qué pasaría. Sería el gran titular de los informativos locales, de la CNN y la COURT-TV. Los policías filtrarían detalles sobre mí y Mark, incluyendo lo del testamento, y antes de que finalizara el día, sería considerada la principal sospechosa. Mis clientes darían la espantada en un abrir y cerrar de ojos. Los de abuso policial necesitarían un letrado que no estuviera siendo investigado. Se habían acabado las conferencias, pagadas o no. Mi carrera se hacía trizas y ardía como una pira a mi alrededor.
De repente, reconocí a una pareja en la acera, al final del gentío. La mujer tenía un brazo en cabestrillo y el hombre era un rubio de tonos anaranjados. Se trataba de Bill Kleeb y Eileen Jennings, y estaban con un hombre robusto con pelo engominado y peinado hacia atrás que llevaba un portafolios Haliburton y llamaba a un taxi.
¿Cómo había salido Eileen? ¿Qué estaba haciendo con Bill? Entonces recordé la amenaza de muerte.
– -¡Bill! --grité por encima del mar de cámaras, ya que tenía la ventaja de mi estatura--. ¡Bill Kleeb! ¡Aquí!
Bill se volvió hacia mí apenas un segundo en el momento en que un taxi amarillo se detuvo a su lado. El hombre del portafolios hizo entrar a Eileen y se sentó en la penumbra a su lado.
– ¡Bill! -aullé tratando de que me oyera por encima de los periodistas. Pude ver que Bill echaba una mirada a la gente, pero no me veía. Le hice gestos a la desesperada mientras las cámaras hacían su agosto. Sabía que la escena saldría en las pantallas--. ¡Bill!
– -¿Estás loca? --preguntó Grady con los ojos desorbitados--. ¿Qué estás haciendo?
Estaba tratando de salvar una vida.
– -¡Bill! --grité, pero Bill entró en el taxi, cerró la puerta y se fue.
Tras la puerta de mi despacho, policías de uniforme y criminalistas inspeccionaban, medían y fotografiaban cada centímetro cuadrado de R amp; B tratando de conseguir pruebas contra mí. Era de suponer que yo cerraría a cal y canto la puerta de entrada, pero consiguieron otra orden de registro y me la presentaron en presencia de Grady y de los pocos asociados que quedaban. Wingate había bajado la mirada, avergonzado, y Renee Butler había salido disparada, desapareciendo entre la multitud de periodistas que no parecía disminuir, como si huyera de una infección grave.
– Soy Bennie Rosato y acabo de hablar con él. ¿Me podría pasar la llamada? -Estaba de pie, el teléfono en la oreja, en medio de la zona de desastre que había sido mi oficina. La policía había buscado y confiscado la mayoría de las carpetas de mis clientes y las pocas que quedaban estaban en una pila, en el suelo. Podía convivir con caos, pero no podía hacer nada en el asunto de violación de la confidencialidad de mis clientes.
– -Tendrá que esperar mientras lo busco -dijo una ronca que reconocí como la de Meehan. Recogí un libro de casos que habían tirado de la estantería. Los papeles estaban por el suelo y sobre las mesas. Una planta yacía en el suelo y la tierra se había desparramado. El polvillo de detección de huellas invadía la oficina. ¿Qué esperaban encontrar? ¿Mis huellas y las de Mark? Y eso ¿qué probaría?
– No sé qué crees estar haciendo -dijo Grady desde la silla de mi escritorio-. Acordamos que yo llevaba este caso.
– Y así es. Ya te lo he dicho. Esto no tiene nada que ver.
– ¿Es un asunto criminal?
– Casi. -Enderecé la planta, recogí la tierra con una mano y la volví a poner en el tiesto.