– -¿De verdad? Es un buen momento, porque tenéis a vuestra disposición las cámaras de televisión y todo eso. ¿Por qué no mantenéis su interés atacando a la industria peletera? No sé si Bill te lo dijo, pero yo represento a muchos radicales, a muchos que están de acuerdo contigo.
– ¿Algún famoso?
Por Dios.
– -No, ningún famoso. Y ellos, mis clientes, siempre utilizan la prensa cuando la tienen cerca. Ayuda a convencer a la gente, a conseguir más defensores de la causa.
– ¿Usted cree?
– Por supuesto.
Ella hizo una pausa.
– -Tengo que preguntarle algo.
– -¿Qué?
– ¿Mató a su novio)?
Sentí un nudo en el pecho.
– -No.
– -Oh --exclamó ella.
No dejaba de mover los pies.
– -¿Tú, una asesina? ¿Cómo pueden pensar semejante cosa? --dijo Hattie. Me había estado esperando, envuelta como un cigarro cubano en la bata, el pelo lleno de rulos rosados. Parecía agotada; tenía la piel grasienta y los ojos oscuros y hundidos-. ¿Cómo pueden pensarlo siquiera?
– -Son policías. Pueden pensar cualquier cosa. -Acaricié a Bear, que estaba dormida bajo la mesa, y me tomé la enésima taza de café. Yo también estaba cansada, pero satisfecha de que por el momento Eileen se hubiera olvidado del consejero delegado.
– Los polis estuvieron arriba, ¿sabes? Revolvieron tu; apartamento. Habrían roto la puerta de no haber ido yo.
– -Diablos, tendría que habértelo advertido cuando llamé.
– -¡Dejaron el piso hecho una porquería! Traté de arreglarlo, pero tu madre empezó a ponerse nerviosa.
Se me encogió el corazón.
– -¿La molestaron? ¿Los vio?
– -La tranquilicé; --Hattie me pasó unos papeles por encima de la mesa--. Aquí tienes una lista de las cosas que se llevaron. El detective me dijo que te la diera.
Alejé los papeles
– ¿Qué detective?
– -No sé. Uno con mala pinta y con un nombre raro.
– -¿Azzic?
Asintió.
– Dime dónde está mamá.
– En la cama desde las diez. No ha pegado ojo. ¿Es que no se dan cuenta de lo que te están haciendo?
– -¡Como si les importara! ¿Ha comido algo?
– -¡Tendría que importarles! ¡Hoy esta casa era un manicómio! Ese detective haciendo preguntas. ¡Hasta han inspeccionado tu coche! La perra no paraba de ladrar y el teléfono sonó todo el santo día. Luego una chica vino con una caja de tu oficina y la llevó arriba. Una chica negra.
– ¿Renee Butler?
Volvió a asentir y se rascó la frente con irritación.
– ¡Menudo día! Periodistas llamando a la puerta a la hora de la cena. ¡Salí y los eché! ¡Dijeron que eras una asesina!
– -Y seguirán diciéndolo hasta que pruebe mi inocencia.
– -¡Tú, con el remo! ¡Eso es lo que te ha metido en líos!
– -No exactamente…
– -Te dije que lo dejaras. No me escuchas. No escuchas a nadie. ¡Qué cosa más idiota estar remando en un bote de mierda!
Casi podía ver cómo le subía la presión.
– ¿Por qué estás tan preocupada? ¿Por mi madre? He abierto un fondo para ella. Si algo me sucede, hay suficiente dinero para mantenerla a ella. Y tú…
– ¿Yo? -De repente Hattie me dio una bofetada en plena cara.
Me levanté de un salto.
– ¡Hattie, por Dios! ¿Por qué me pegas? -Estaba más atónita que dolorida y las facciones de Hattie estaban desfiguradas por su propio dolor.
– -¡Idiota! ¿Cómo puede una chica tan inteligente ser tan idiota? ¡Me preocupas tú! ¡No yo! ¡No tu madre! ¡Eres tú quien me preocupa!
– ¿Benedetta? -dijo una voz agitada proveniente del dormitorio de mi madre-. ¡Benedetta!
– ¿Mamá? -Pasé junto a Hattie hacia el cuarto de mi madre reaccionando como un piloto automático. Abrí la puerta y el perfume a rosas me llenó la nariz. Era abrumador, agresivo. De súbito, estaba ansiosa. Presa del pánico. Llegué a la ventana y la abrí. El aire fresco de la noche movió las sedosas cortinas.
– ¡Cierra esa ventana! -dijo mi madre-. ¡Ciérrala!
– Sshh, la dejo abierta. No hay nadie fuera. Cálmate» -Respiré mejor con el aire fresco-. Deja de preocuparte. Todo está bien.
– -¿Lavaste los platos? Lava los platos, Bennie.
– -Ya están lavados.
– -Lava los platos, lava los platos.
– -Ya están lavados. Lo ha hecho Hattie. -Fui hasta la cama y la cogí de la mano, que estaba débil y cálida. Le aparté un mechón de la frente húmeda.
– Lava los platos. Están en la cocina.
– Hattie ya los ha lavado. Están guardados. Están limpios. ¿Cómo te encuentras?
– Está oscuro. -Trató de sentarse, luego se dejó caer sobre las almohadas-. Es tarde. Debes irte a casa. Vete a casa. Vete a casa.
– Estoy en casa. Hattie me dijo que hoy has tomado un poco de sopa. Eso está muy bien.
– Está oscuro. Está oscuro. Lava los platos. Lava los platos. Dame un kleenex.
– ¿Cómo estás? -Me senté en la cama, que crujió sonoramente. Otra cosa que no me dejaba cambiar- Necesitas un kleenex, olvídate de los kleenex. ¿Qué has comido hoy? ¿Un poco de sopa?
1-Lo necesito. Lo necesito. Está oscuro. -Levantó la voz hasta transformarse casi en un chillido de ansiedad-. Lo necesito. Lo necesito. Lo necesito.
– Muy bien, cálmate. -Saqué un pañuelo de papel de la caja que había en la mesilla de noche y ella lo agarró y lo arrugó y lo apretó como si fuera un corazón palpitante. Dentro de poco, lo haría trizas y luego se metería los restos en los bolsillos de la bata. Lo que quedara lo escondería bajo la manta y la almohada-. ¿Ya estás mejor? ¿Contenta con tu kleenex? -No podía evitar la irritación en la voz. Gastaba cada día un paquete de kleenex, aunque Hattie los compraba de tamaño familiar. Los necesitábamos del tamaño familia enloquecida.
– Léeme algo. Léeme. Léeme. Está oscuro.
– De acuerdo. -Arrastré una silla hasta el borde de la cama, me quité los zapatos en la oscuridad y puse los pies sobre el travesaño de la mesilla.
– -Lee, lee, lee.
– -Calma. Todo está bien, mamá. Cálmate y lo haré. --No es que fuera a encender la luz ni que me molestara en coger un libro, no tenía sentido. Cada noche le contaba todo lo que me había pasado ese día. No tengo ni idea de por qué lo hacía ni me engañaba a mí misma pensando que me comprendía. Simplemente se lo contaba como si se tratase de una novela, y entonces se calmaba y al rato empezaba a dormitar. Lo había hecho cada noche desde que se volvió loca, que para mí era ya una fecha perdida en las brumas del pasado. Había destrozado suficientes kleenex como para reforestar el noreste del Pacífico.
– Lee, lee, léeme algo. -Empezó a destrozar el kleenex-. Ahora, ahora, ahora.
– Pues hoy se enteró de que su amado había sido asesinado --dije, y conté toda la historia. Ella parloteaba sin escuchar nada de lo que le decía. Y, sinceramente, yo tampoco escuchaba lo que ella decía.
Estaba pensando en Hattie.
Más tarde, de pie junto a Bear en medio de mi sala, escuchaba la voz preocupada de Sam en el contestador automático. Había llamado cinco veces para ver cómo estaba; sus mensajes se mezclaban con los de los periodistas, pero aún no podía contestarle. Debía analizar los destrozos causados por el huracán Azzic.