– -Tenía que encarar el problema de Eileen, pero al menos |hora estaba entre rejas.
– Pues esta vez estoy del lado de la policía. Furstmann dice que está a punto de conseguir una vacuna contra el
– Lo sé…
– Dile a tus clientes que vengan a verme cuando le lleve la comida a Daniel. Ni siquiera puede tragar debido a la enfermedad. Le tengo que comprar comida para bebés. Díselo a tus clientes. -Un solo cliente. Y tengo al tipo adecuado.
– ¿Buen tipo? ¡Que lo jodan! -Sam enrojeció de ira. Tenía un pronto terrible, sobre todo después de que lo hicieron socio-. ¡Déjalo que se represente a sí mismo! Aún mejor, deja que una de sus ratas de laboratorio lo represente y ya veremos cómo se las arregla entonces. ¡Espero que los policías le hayan hecho entrar en razón!
– -Cálmate, no quieres decir eso.
– -Pues sí. ¡Yo mismo le daría una buena paliza! Yo y todos los maricas que conozco. ¡Lo golpearíamos con nuestras carteras!
– Dame un besito, mon petit nom de plutne. -Me acerqué al escritorio y le di un beso.
– ¡Espero que le rompan las piernas! ¡Espero que le Arranquen la polla de cuajo!
– Adiós, eso es todo, amor mío -dije, y traspasé la puerta.
5
Abrí la arqueada puerta de madera de R amp; B y sentí la misma sensación de siempre. Estaba en casa. Mark y yo compramos la casa con dinero de su familia y la convertimos en una oficina al tiempo que devolvíamos el préstamo. Yo misma pulí y enceré los suelos de madera; Mark colocó los tabiques. Pintamos las paredes y los frisos de amarillo dorado y yo decoré los despachos para que fueran cómodos con sillas blandas, mesas de pino y acuarelas.
– -Hola, Bennie --dijo Marshall desde la ventanilla que daba a la sala de recepción. Tenía el cabello rubio oscuro recogido en una trenza y vestía un jersey de algodón y vaqueros que colgaban de un físico tan delicado que parecía incapaz de afrontar ninguna responsabilidad. De hecho, Marshall era la recepcionista de R amp; B, la administradora y contable y dirigía el pequeño despacho tras la ventanilla como una auténtica Stalin.
– ¿Por qué no te has ido a comer? -le pregunté.
– Tenemos demasiado trabajo. Te han hecho un montón de llamadas. -Me pasó un papel con la lista. En la parte superior de nuestro papel interno ponía R amp; B con tipografía llamativa. Mark estaba a cargo de lo que podía llamar la atención; yo solo me ocupaba de lo demás.
– Entonces, vete temprano a casa. Márchate a las cuatro y ya nos arreglaremos con las llamadas. -No quería que Marshall también desertase. Además de que ella era quién dirigía el cotarro, yo me sentía más cómoda a su lado de un modo que no era posible con los asociados, con quienes mantenía una distancia profesional.
– ¿Estás segura? Te puedo tomar la palabra. Tengo que probarme un vestido para una boda.
– ¿Rojo o turquesa?
– -Turquesa.
– Que te vaya bien.
– -Gracias.
Sonó el teléfono y ella se dispuso a contestar cuando yo iba por el pasillo con mis mensajes en la mano y buscando a los asociados. El pasillo estaba vacío, de modo que entré un poco al azar en la biblioteca, que también nos servía como sala de reuniones. Allí tampoco había nadie. La mesa redonda y comunitaria no tenía nada encima y estaba flanqueada por anchas carpetas de legislación federal con sus números de volumen dorados como una estela brillante. Acaso los asociados habían salido a almorzar. O a entrevistarse con alguien a la búsqueda de un nuevo empleo.
Salí de la biblioteca, fui hasta el final del pasillo y subí la escalera de caracol para espiar en los despachos de arriba. Todos tenían el mismo tamaño, ninguno era más pequeño que el de Mark o el mío y a cada asociado se le habían asignado mil dólares para que lo decorara a su gusto. Gracias a la dirección progresista y a nuestros atractivos casos, R amp; B atraía a lo mejorcito y más brillante de las facultades locales de derecho de Pennsylvania, Temple, Widener o Villanova. Todos nuestros asociados eran doctores en derecho y les pagábamos como a los semidioses que ellos creían ser. ¿De qué se podían quejar? ¿Y dónde demonios estaban?
Caminé por el pasillo mirando despacho tras despacho, todos vacíos. Habían colgado toda clase de mierdas de las paredes y yo no había dicho una sola palabra. La oficina de Bob Wingate era un memorial de Jerry García, la estrella del rock californiano; el de Eve Eberlein estaba empapelado con delicadas flores estampadas. El único despacho con aspecto profesional pertenecía a Grady Wells, un aficionado a la guerra civil. Estaba amueblado con sencillez y las paredes estaban recubiertas de mapas antiguos con campos de batalla en marcos de madera. En una esquina, un mueble contenía más mapas, pero Grady no estaba allí estudiándolos.
No había nadie en ninguna parte. Consideré la posibilidad de fisgar entre sus documentos de trabajo, pero decidí no hacerlo. Era una firme partidaria de las libertades individuales. Y además, podían pillarme con las manos en la masa.
Me encaminé a mi propio despacho, dejé los zapatos sobre la alfombra y quité unos papeles que cubrían mi silla de detrás del escritorio para poder sentarme. Una vez un cliente me dijo que el desorden era mi seña de identidad de auténtica radical, pero no era verdad. Simplemente se trataba de que yo era una desordenada; no había nada político en ello.
Abrí un cajón cerrado con llave y saqué un listado de ordenador que enumeraba las horas de trabajo de los asociados. Quien más trabajara sería el candidato a ser el más descontento. Repasé el listado ignorando las horas de oficina para concentrarme en las de trabajo profesional propiamente dicho.
Fletcher, Jacobs, Wingate. La mayoría de los asociados declaraba unas doscientas horas mensuales. Mucho tiempo; por tanto, todos debían de sentirse muy mal. Hasta Eve Eberlein estaba con ciento noventa hasta la fecha. Traté de no pensar cuáles eran las actividades que ella consideraba profesionales.
Revisé los meses anteriores. Las horas eran las mismas salvo en el caso de Renee Butler, que había pasado un abril muy ajetreado en un tribunal de familia. Renee había compartido el apartamento con Eve desde que se licenciaron con Wingate, pero las dos mujeres no podían ser más distintas. Renee era negra, gruesa y se dedicaba por entero a casos de abuso familiar. Era toda carnosidad en contraste con la esbeltez de Eve. ¿Era Renee la que se quería marchar? ¿Había alguna forma de averiguarlo?
Por supuesto que sí.
Dejé el listado de horas a un lado y crucé la habitación hacia las estanterías de la pared. Allí se mezclaban los tratados jurídicos con las revistas especializadas y no me acordaba de dónde había dejado el directorio profesional. Mierda. Busqué por las estanterías atestadas de volúmenes. Algunos torpes pueden encontrar algunas cosas; yo, no. Nunca puedo encontrar nada. Si lo encuentro es por pura casualidad.
¡Eureka! Cogí el directorio de la estantería, busqué la agencia de contratación más importante de la ciudad y llamé.
– -¿La agencia Meyers? --dije en voz baja cuando me atendió una mujer-. Bueno… puedo quedarme sin trabajo en cualquier momento y quisiera hablar con alguien.
– -Un momento -dijo la mujer; el teléfono hizo un ruido y habló otra mujer con más experiencia: