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Después, llegó el día fatal para el Regimiento. Un cretino de la oficina de personal del Ejército, en la calle Bendler, tropezó con el nombre del comandante del Regimiento, el coronel Von der Graz. Fue nombrado general de Brigada y puesto al mando de una División de Infantería en los Balcanes. Se había esperado que su sucesor como comandante sería uno de los jefes de Batallón. Se disponía incluso de dos tenientes coroneles que iban a ser nombrados coroneles. El más viejo, cuyos antecesores llegaban hasta el 1.er Regimiento del rey de Prusia, ya empezaba a anunciar los cambios que iban a ocurrir cuando mandase el 49.º Regimiento de Infantería. Durante dos meses, actuó de segundo sustituto. Fueron los dos meses más hermosos que recuerda el Cuerpo de oficiales.

Un viernes por la mañana, a las diez menos veinte, cuando unas nubes negras se concentraban sobre el cuartel de color gris, un coronel desconocido se presentó para tomar el mando. Un coronel al que nadie conocía. Llegaba directamente de Demjamsk, donde había dirigido un grupo de asalto. Era un coronel con un ojo tapado por un parche negro. Alto, huesudo y gruñón. Se paseó todo el viernes por el cuartel, olfateando como un perro de caza, sin decir nada. Todos se sentían muy inquietos. Un obsequioso intendente de Estado Mayor tuvo la brillante idea de enseñar la bodega de los vinos a aquel espectro. Éste carraspeó, cogió una o dos botellas polvorientas, miró de pies a cabeza al intendente y se marchó sin abrir la boca. Su único ojo relampagueaba siniestramente. Una hora más tarde, el intendente de Estado Mayor estaba haciendo sus maletas. Su instinto le decía que muy pronto iba a abandonar el 49.º Regimiento. ¡Menuda pinta era aquel coronel!

Era tarde cuando por fin, el nuevo comandante se instaló en el sillón de su predecesor, tras el gran escritorio de caoba. El grueso de la oficialidad estaba desde hacía mucho rato en el casino, pero por primera vez en varios años, no había ambiente. El champaña tenía un gusto extraño.

Después, ocurrió la catástrofe. El espectro reunió a los oficiales. Hizo una ligera mueca al comprobar que la mitad de aquellos caballeros ya se habían marchado el jueves por la tarde para pasar el fin de semana. Desde luego, aquello era ilegal, pero, ¡hacía tanto tiempo que solía hacerse! Y, por lo demás, nadie volvía al cuartel antes del lunes.

El espectro pidió la lista de efectivos. Según el reglamento, debía ser llevada al día por los jefes de Compañía. Pero nadie se había preocupado de hacerlo desde hacía mucho tiempo. Se creía que lo hacían los Hauptfeldwebels.

El ayudante telefoneó a las Compañías. Conocía anticipadamente el resultado, pero sentía curiosidad por saber lo que ocurriría después. A él le importaba un bledo. Ya se las arreglaría. Su tío era segundo jefe del Estado Mayor de la parte de ejército que permanecía en territorio nacional. Dondequiera que se le destinara, estaría seguro. Y, además, Breslau empezaba a resultar aburrido.

Colgó el aparato; con astuta risita, comunicó al espectro el resultado de sus diversas llamadas.

– Mi comandante, se desconocen los efectivos. Todos los Hauptfeldwebel se han marchado, con permiso, a pasar el fin de semana. El grado más elevado que queda es el suboficial de guardia. Las oficinas están cerradas con llave.

El espectro se pasó pensativamente una mano por el parche negro.

– ¡Oficial de ordenanza! -gritó.

El teniente más joven acudió, y dijo con voz temblorosa:

– Teniente Hanns, barón Von Krupp, a sus órdenes, mi comandante.

El espectro murmuró:

– ¡Ah! De modo que también existe aquí. Teniente -prosiguió con voz estridente; se sentía acercarse la tormenta-, compruebe si por lo menos las puertas están vigiladas. Supongo que también los centinelas se habrán marchado a pasar el fin de semana.

Antes de que el teniente pudiera salir del despacho, lo llamó de nuevo.

– Dentro de un cuarto de hora le quiero otra vez aquí con la cifra exacta de efectivos existentes en el cuartel.

El barón Von Krupp, apodado espiritualmente el niño cañón, salió.

El ayudante estaba dispuesto a apostar que los efectivos serían aproximadamente de un treinta por ciento de lo que hubiesen debido ser. Hasta entonces, nadie se había interesado por aquellos detalles. Breslau quedaba lejos de Berlín. Nunca venía nadie por allí.

El espectro manifestó su sorpresa ante el hecho de que ni uno solo de los oficiales presentes tuviera una condecoración del frente.

– Nunca hemos estado en el frente -reveló el capitán Dose, el más estúpido de todo el Regimiento.

Por primera vez, el espectro sonrió; pero no era una sonrisa amable, no lo era más que la expresión que adoptó para decir:

– Ya irán. La guerra no ha terminado aún. No ha hecho más que empezar. En el futuro, necesitarán ustedes todos sus conocimientos militares. Confío en recibir durante la tarde una solicitud de cada uno de ustedes para ser destinados a una unidad del frente. -Luego, dirigiéndose al ayudante-: Envíe usted a los cuatro puntos cardinales telegramas con ese texto: Permiso anulado. Preséntese inmediatamente en el Regimiento. Estado de alarma 3. Firmado: Coronel Bahnwitz, comandante del Regimiento. Supongo que sabrá dónde están esos caballeros, ¿no?

El ayudante se encogió imperceptiblemente de hombros, y no contestó. En realidad, lo ignoraba por completo. Decidió enviar hombres a todos los bares y burdeles de la región, con el encargo de traer al mayor número posible; hecho esto, se despreocuparía del asunto. Miró al capitán Dose y decidió pasarle la papeleta. Le tocó en un hombro:

– Dose, tú eres oficial de permanencia.

El capitán Dose quedó tan sorprendido que se olvidó de protestar.

– Por lo tanto -prosiguió el otro-, a ti te corresponde en caso de alarma, reunir a todo el Regimiento.

Y alargó los telegramas al capitán, incapaz de hablar.

– Envía un telegrama a todos los que se han marchado con permiso. Como oficial de permanencia, debes de tener todas las direcciones.

El capitán Dose salió con pasos vacilantes.

El espectro observó con mirada impasible a su segundo y decidió conservarlo. Un hombre como aquél siempre resultaba útil. Si surgiera la necesidad, ya sabría librarse de él con ayuda de la Gestapo.

Con la muerte en el alma, el capitán Dose rebuscaba en el fichero de direcciones, bastante incompleto, deseando que un ataque aéreo destruyera de un modo fulminante los malditos papeles.

Pese a todos sus esfuerzos, sólo consiguió echarles el guante a nueve hombres, de los mil ochocientos que se habían marchado con permiso.

El lunes, regresaron todos, pensando con satisfacción en la alegría de explicar sus aventurillas más o menos picantes; pero encontraron el cuartel en plena efervescencia. En todos los escritorios de los oficiales, había un papelito con tres palabras escritas, tres palabras siniestras: «Vea al comandante.»

Los menos veteranos se precipitaron hacia allí. Los otros hicieron primero varias llamadas telefónicas para informarse. Los más listos cayeron bruscamente enfermos y llamaron al médico del Regimiento. Una hora más tarde, se marchaban del cuartel en una ambulancia.

Entre los primeros, figuraba el capitán, barón De Vergil, jefe de la Compañía de Estado Mayor. Tres horas más tarde, estaba en un batallón del frente. Es cierto que le habían nombrado comandante; pero esto no le causaba la menor alegría, porque, al mismo tiempo, había recibido la orden de salir hacia el frente del Este. Pese a que no poseía una gran imaginación, tenía cierto presentimiento de lo que le reservaba el destino.