Las tinieblas rodearon aún más las montañas. Desapareció la luna. No se oía ni un solo rumor. Todo estaba tranquilo.
El teniente Ohlsen se instaló en el agujero, entre el teniente Spät y el Viejo.
– Tienen que ayudarme -dijo-. El comandante quiere que ejecutemos a los prisioneros antes de mañana a las diez. ¿Cómo hacerles desaparecer sin ponernos en peligro?
El Viejo mordisqueaba su pipa.
– No es fácil. Hay que esconderlos y procurarse seis cadáveres.
– ¿Y si nos limitáramos a dejarles escapar? -propuso el teniente Spät-. Me parece que Boris exagera. No puedo creer lo que afirma: que serán liquidados si vuelven a sus líneas, después de haber sido hechos prisioneros.
– Hazle venir, Spät -dijo el teniente Ohlsen-. Es preciso que nos eche una mano; entre otras cosas, está en juego su cabeza.
Poco después, el joven teniente ruso saltó dentro del agujero.
– Nuestro comandante exige que le ahorquemos a usted y a sus hombres antes de mañana a las diez -empezó a decir el teniente Ohlsen -. De lo contrario, me ahorcarán a mí. Si tiene alguna idea, expóngala. Es urgente.
El ruso mostró sus blancos dientes.
– Tengo varias, pero no valen nada, querido colega. Como ya le he dicho, si escapamos, moriremos también. En todo caso, es muy probable. Hay una ley que nos prohíbe formalmente dejarse hacer prisionero. Un soldado debe luchar hasta el último cartucho y hasta el último aliento. Si nos ven regresar tan tranquilos, lo considerarán, pura y sencillamente, como una insubordinación. El padrecito Stalin en persona ha hecho la ley.
– ¿Y los partisanos que hay por el sector? -propuso el Viejo.
– Es una posibilidad, pero no me parece buena -le contestó el ruso-. Todos los grupos de partisanos están en contacto con una unidad superior mandada por un comisario. Éste no tardará en saber que nuestro sitio no está en este sector del frente. Nuestra unidad está a centenares de kilómetros de aquí. Y, además, no hay que olvidar que nos veremos obligados a ocultar que hemos sido prisioneros. Sólo nos queda una posibilidad; asegurar que hemos quedado aislados durante un ataque y que hemos permanecido ocultos tras el frente enemigo. Pero lo mismo que les ocurre a ustedes, tampoco nosotros podemos hacerlo durante mucho tiempo. Los partisanos tienen los nervios a flor de piel. Primero disparan y después preguntan. Si nuestra explicación presenta el menor fallo, nos eliminarán por miedo a que seamos espías. No sería la primera vez que ocurre. En esta guerra, se han visto todas las formas de traición.
El teniente Spät encendió un cigarrillo, ocultando la llama con la mano.
– Tal vez sea un juego del escondite perfecto, pero va en ello sus vidas y sólo podemos pensar en el presente. Deben ponerse uniformes alemanes, ocultarse entre los soldados y esperar a que llegue el día en que puedan marcharse.
– ¿Y dejarnos capturar con uniformes alemanes? -contestó el ruso, sarcástico-. Nadie creerá la verdad. Nos tomarían por Hiwis y nos ahorcarían. Incluso nuestros compañeros lo harían sin vacilar.
– Entonces, ¿qué propone usted? -dijo el teniente Ohlsen, impaciente.
– No se me ocurre nada -murmuró el ruso-. No hay más que dejarnos ahorcar. Aquí o allí, ¿qué diferencia hay?
– Hablemos con Porta -propuso el Viejo.
– ¡Esta sí que es buena! -exclamó el teniente Ohlsen-. Estamos tres oficiales y un Feldwebel y vamos a pedir consejo a un indisciplinado Obergefreiter. Está bien, llámenle. No me sorprendería que se le ocurriera alguna idea.
Porta se deslizó dentro del agujero.
– ¿Me invita alguien a fumar? -pregunto irrespetuosamente.
El teniente Spät le ofreció un cigarrillo.
– Al pelo. De este modo, me ahorro los míos.
– Porta -empezó a decir el teniente Ohlsen-, tenemos un problema. Deberemos separarnos de nuestros seis colegas.
– Toda la Compañía lo sabe. Cuando le ha visitado usted hace un rato, el comandante ha cuchicheado: Cuelgue a los seis prisioneros rusos si no quiere que le cuelguen a usted Y esto no le hace gracia, ¿verdad? Heide no quiere saber nada. Ha decidido cargarse a los prisioneros cuando traten de atravesar la línea. Y usted no podrá hacer nada contra él, mi teniente. Al contrario, habrá que darle las gracias, si explica que usted le ha ordenado que dispare, ya que, de esta manera, le salvará la cabeza.
– Cállate, Porta -intervino el Viejo-. Te hemos, llamado para que nos ayudes. Veo que ya estás al corriente. Ya sabes, también, que ellos no pueden atravesar las líneas sin más.
– Sí, mi tocayo de Moscú hace bien las cosas. Con su ley, ha conseguido interrumpir completamente las deserciones desde 1941. Ni a mí se me hubiese ocurrido nada mejor. Aquel viejo granuja me gusta. Tiene imaginación.
– Guárdese sus simpatías para usted -rezongó el teniente Ohlsen.
– ¿Tal vez prefiere al señor jefe del Partido, en Berlín, mi teniente?
– No prefiero a ninguno de los dos.
– En la actualidad, no se tiene derecho a decir esto, mi teniente. En pro o en contra, de lo contrario se te cargan. ¿Qué le resulta más fácil decir: Frente Rojo o Heil Hitler?
– Entre los nuestros, a un tipo como éste le habrían liquidado hace ya mucho tiempo -interrumpió el teniente ruso.
Porta le lanzó una mirada de reojo.
– Es una suerte que aquí no ocurra lo mismo, mi oficial russki. De lo contrario, mañana, le pondrían un bonito collar.
– ¡Vamos! ¡Ideas, Porta! -exclamó el teniente Ohlsen, exasperado.
– Paciencia, mi teniente, paciencia.
– ¡Cretino! – gruñó el teniente Spät,
Porta le miró.
– ¡Ah! ¿Conque sí, mi teniente? Bien, voy a retirarme al agujerito personal de Hermanito y mío.
Sacó a medias el cuerpo del agujero.
– Vamos, no te sulfures, Porta. Es una manera de hablar -se disculpó el teniente Spät.
– Por esta vez, pase, mi teniente, pero que no vuelva a ocurrir. Soy bastante sensible sobre este punto. Cuando uno frecuenta estúpidos, tiene especial interés en que no le confundan.
Rió con insolencia.
– Por lo que se refiere a salvar a esos seis pequeños Stalin, no es tan difícil como parece. Basta con hacerles aterrizar allí como unos héroes.
– Explíquese -rogó el teniente Ohlsen.
– Necesitamos seis cadáveres, mi teniente. Ya tenemos tres. Hermanito y yo nos hemos cargado antes a un ruso cada uno. Observadores -añadió-. Después, está el partisano estrangulado por Hermanito en el bosque. Los otros tres ya los encontraremos, y todavía más. Esto no es problema. Hermanito, Anda o Revienta y yo vamos a ver a Iván de cerca. Nos las arreglaremos para armar un buen jaleo. Estoy seguro de que unas ráfagas de ametralladora a lo largo de las trincheras les harán moverse. En cinco minutos es necesario que tengan la presión de que todo un Batallón se lanza al asalto. Mi sombrero de copa les hará orinarse de miedo. Después, nos larga y nos ocultamos en las trincheras de observación.
Dibujó un plano con ayuda de la bayoneta; los tres oficiales y el Viejo asentían. Empezaban a adivinarle el pensamiento.
– Y luego -prosiguió-, la cosa empieza de veras. Barcelona Blom estará preparado con el lanzallamas. En cuando envíe una bengala roja, afeitará la barba de los puestos avanzados bolcheviques. Treinta segundos después, empiecen a disparar morteros a toda mecha. Estoy seguro de que, en retaguardia los tipos de los «Do», se ensuciaran encima cuando escuchen el jaleo. Empezarán a disparar salvas. Los rusos quedarán convencidos de que todo el ejército ataca. Despertaremos el Batallón de héroes de nuestro comandante, y o mucho me engaño, o empezarán a largarse. Y eso es contagioso. Llegarán adonde está el comandante y sus soldados de pacotilla. También ellos se largarán sin hacer las maletas. Cuando esto empieza, los minutos cuentan, mi teniente. El asunto evoluciona más de prisa de lo que se puede explicar. Entonces, deberemos hacer funcionar todas nuestras armas automáticas: fusiles de asalto, ametralladoras y el resto del arsenal.