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Uno por uno salimos de la trinchera y nos dirigimos a paso de lobo hacia las trincheras rusas.

Hermanito avanzaba con el lazo en la mano.

– Nos repartiremos el oro -le había dicho Porta un momento antes de salir.

Sabíamos muy bien a qué oro se refería. Nunca pasaba ante un cadáver sin examinarlo y arrancarle las muelas de oro que pudiera tener.

– Esta manía de coleccionista os costara la cabeza algún día -profetizó el Viejo-. Con ella cometéis dos crímenes a la vez, primero, desvalijáis un cadáver. Esto está reconocido por todos los países. El segundo, reconocido sólo por nuestro Gobierno, precisa que todas las muelas de oro pertenecen al Estado y que, por lo tanto, deben de ser depositadas en la oficina de las SS más próxima. Infracción castigada con la pena de muerte.

– Pesimista -dijo Porta, riendo.

– Yo no depositaré las muelas -añadió Hermanito-. Con el dinero que saque de éstas, tengo la intención de comprarme una charcutería y un burdel cuando acabe la guerra. En los campos de concentración arrancan las muelas de oro a los vivos. Nosotros somos humanos: esperamos a que se hayan enfriado.

– ¡Asqueroso! -rezongó Stege.

– ¡Tú no te metas en eso, intelectual del diantre! -amenazó Porta-. Ocúpate de tus libros, y nosotros seguiremos con nuestros negocios. Veremos quién llegará más lejos.

Estábamos muy a retaguardia de las líneas rusas, cuando el Viejo se detuvo, de repente, ante una hondonada.

– Hay alguien ahí abajo -cuchicheó.

Hermanito y el legionario avanzaron silenciosamente por entre los arbustos, para examinar el terreno desde más cerca.

– ¡Venid! -llamó el legionario-. Son conocidos.

Descendimos a la hondonada.

– ¿Conocidos? -preguntó el Viejo, mirando los cinco cadáveres.

– Ejecutados -afirmó Porta-. Un disparo de «Nagan» en la nuca.

Hermanito preguntó:

– ¿Qué hay escrito en esos papeles que llevan colgados del pecho?

Porta recogió uno de los mensajes y tradujo el texto ruso:

– «Traidores al pueblo.»

– ¡Cuánto trabajo perdido! -murmuró Barcelona, pegando una patada a uno de los cadáveres.

Habíamos reconocido a nuestros ex prisioneros. La comedia no había tenido éxito.

– Quisiera saber lo que ha ocurrido -reflexionó el Viejo-. ¿Dónde debe de estar el teniente?

– No irá a llorar por esos puercos -rezongó Heide-. Si llego a saber que se largaban, me los cargo.

– Uno de estos días te romperás el cuello, Julius -le profetizó Barcelona-. He conocido a tipos como tú.

Heide se echó a reír.

– De los dos, tú te irás el primero.

– Bueno, adelante -intervino el Viejo-. Y los labios cosidos, ¿eh? Si no, tendremos complicaciones.

– ¿Qué son complicaciones? -preguntó Hermanito-. ¿Hemorroides?

– ¡Cretino! -dijo Porta.

Y echó, por encima del hombro, el cartelito, que salió volando como un pájaro en el cielo.

Amanecía cuando regresábamos. Pasábamos el tiempo mejorando nuestras posiciones. El comandante había conseguido superar sus temores. Determinó que, al día siguiente, realizaría la revista.

Nos habíamos instalado cómodamente en las trincheras; de vez en cuando, echábamos una ojeada al puesto de ametralladoras. Conocíamos bien a los rusos. Podían adelantarse en cualquier momento y conquistar por sorpresa toda la trinchera.

En cierto modo, era su especialidad.

– Cuéntanos algo, Porta -le pidió el teniente Ohlsen.

– Sí, una historia en las que ocurra algo -propuso Julius Heide.

Porta escupió unas semillas de girasol.

– De acuerdo. Pero, ¿qué clase de historia? No se va al cine para pedir: Enseñadme una película. Desde aquí puedo oír a las gachís de las taquillas gritando: «Diga qué clase de historia desea.» Tened en cuenta que he recorrido medio mundo con las fuerzas armadas de Adolph.

– Una historia de faldas -reclamó Hermanito, relamiéndose los labios.

– Sólo pensáis en eso -dijo Stege, asqueado.

– No tienes más que meterte una granada donde yo sé y hacerla estallar -gritó Hermanito, enojado-. Si nuestra compañía te molesta…

Se volvió hacia Porta.

– Una historia de gachís, Porta. Ya sabes que lo que más me gusta es que hablen de chicas que tienen fuego en el cuerpo.

– Sí, ya lo sé – dijo Porta con una ancha sonrisa -. Historias bien puercas y nada católicas. No, hoy os hablaré de moralidad. Veamos.

Fingió que reflexionaba.

– Por ejemplo, la historia del propietario que engañó a su pocero. No, creo que no os gustaría. Hay que buscar otra cosa. Para un día en que pasemos revista, en medio de esta guerra peligrosa. El noble barón de Breslau, al que un destino aciago ha puesto en nuestro camino, exige disciplina y orden, y tiene razón. Sin orden, no se puede participar en una guerra como ésta. La guerra hay que tomarla en serio, como todo lo militar. ¿Habéis visto alguna vez a un oficial que se ría al desenvainar su sable? No, no, seriedad, señores. Aquí estás tú, Hermanito, lleno de mugre en medio de la guerra, sin casco. ¿Dónde está tu máscara antigás? Ni la menor idea, ¿eh? Fíjate en tu uniforme. ¡Maldita sea, Hermanito! Un poco de carácter. Si sigues así, corremos el riesgo de ganar la guerra. ¿Te imaginas cuántas preocupaciones tendríamos?

– ¡Yo no quiero ganar la guerra! -protestó Hermanito-. Dime dónde puedo entregar mi tarjeta y me largo de esta sociedad en un santiamén.

– Ya lo supongo -replicó Porta-, pero es ahí donde te equivocas. No se abandona tan fácilmente la hermosa vida militar. Esto no es el Ejército de Salvación. Pero ya vendrá. Tenemos suerte. El Führer nos envía un comandante, un noble, con el trasero azul y la sangre ardiente. Hará cuanto pueda para que perdamos la guerra. Pero ni él mismo lo sabe. Quiere pasar revista, una hermosa revista militar y disciplinada, como hacía en los buenos viejos tiempos de la guarnición, los lunes por la mañana.

Y, colocando una granada de mano ante las narices de Hermanito, preguntó:

– ¿Sabes lo qué es este chisme?

– Una granada de mano.

Hermanito no se atrevía a apartar la mirada del peligroso proyectil.

– Bien, muchacho. Una granada de mano. Exactamente. Modelo 1908. Nacida en la clínica de material del Ejército Bamberg. Envuelta por manitas de prostituta y enviada a nosotros, los héroes. ¿Sabes también para qué sirve?

Porta hizo girar la granada por encima de su cabeza: vimos cómo se movía el anillo.

– ¡Cuidado! -aconsejó Steiner-. Puede estallar y matarnos a todos.

– Es su misión -explicó Porta-. Resulta muy útil. Con esto se puede matar a un Iván o limpiar un refugio. Se la puede utilizar para abrir una bodega o para enviar un comandante al otro mundo.

– Y también sirve para pescar -intervino Hermanito.

– ¡Bravo! -dijo Porta-. Ya veo que no eres completamente obtuso. El comandante de Breslau se alegraría al ver cuánto has aprendido. Imagino que gruñiría algo por el estilo. «¡Obergefreiter! ¡Becerro! Ya me ocuparé de usted. Merece usted una muerte honrada, con pólvora y acero. Honrará al pelotón de ejecución.»

– ¿Por qué había de ejecutarme? -preguntó Hermanito, sorprendido.

– ¡Pse! En una guerra, hay que ejecutar a alguien de vez en cuando. Es indispensable, si se quiere que la gente la tome en serio. El pueblo debe percibir y comprender que la muerte acecha en todas partes. Y además, los generales y los comandantes también quieren ver gente que cae. Es el objetivo de su carrera. Como no pueden ir al frente, porque sus matasanos pretenden que tienen úlceras en el estómago, encuentran tipos a los que ejecutar, para poder hablar de muertos cuando termine la guerra. Pero a ti no creo que te ejecuten, Hermanito. Tú eres un soldado extraordinario. Y, además, no hace bastante calor para ti en el infierno. Todo eso requiere tiempo.