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Hermanito se mostró visiblemente halagado y afirmó con la cabeza.

– Sí, ¿verdad que soy formidable?

Porta asintió, y prosiguió:

– Desde luego. Lo mismo que un tanque cuando se le pone un motor en marcha. Con soldados como tú, los ejércitos alemanes conquistarían el mundo entero e incluso llegarían a plantar la cruz gamada en el trasero de Stalin.

– Porta, Porta -dijo, riendo, el teniente Ohlsen-. Su lengua le llevará algún día al cadalso.

– Italia nos atacará por la espalda -empezó a decir Hermanito, cambiando de tema sin transición y olvidándose de la historia de Porta que, como de costumbre, no era una historia.

– ¿Y por qué Italia había de atacarnos por la espalda a nosotros dos? -preguntó ingenuamente Porta.

No le cabía semejante idea en la cabeza.

– No a nosotros dos, pero sí a nosotros – gruñó Hermanito.

El Viejo se quitó la pipa de los labios y movió la cabeza.

– Hay algo de cierto en lo que dice.

– Lo peor que podría ocurrimos -prosiguió Porta- sería que olvidáramos por qué hacemos la guerra.

Sacó una galleta del bolsillo.

– La conseguí cuando nos marchamos de Viena hace tres años y medio. Me la ofreció una gran ramera del Partido. Un recuerdo precioso. Cuando empiezo a olvidar por qué hacemos la guerra, leo su inscripción.

Levantó la galleta reseca para que todo el mundo pudiera leer las letras de azúcar color de rosa: «Victoria y venganza.»

– No lo olvidéis nunca, muchachos: «Victoria y venganza.» Dejadme echarle la zarpa al SS Heinrich, así que nuestros amigos hayan ganado.

El teniente Ohlsen movió la cabeza. Echó una ojeada a lo largo de las líneas; los hombres estaban eliminando de su equipo y uniformes el barro de muchas semanas.

– ¡Que se vaya al cuerno el comandante! -gruñó.

Sorprendido, se calló.

Incluso Porta quedó silencioso. El teniente Ohlsen, que solía hablar tan correctamente, acababa de dejarnos atónitos.

Ohlsen se volvió hacia el Viejo y el teniente Spät, que fumaban sus pipas en el fondo de la trinchera.

– Me saca de quicio -se disculpó.

– Es natural -respondió el teniente Spät-. Somos unos coolíes y hacen lo que quieren con nosotros.

La revista tuvo lugar, como podía esperarse. Después de haber examinado el destacamento durante varios minutos, el comandante tuvo un ataque de rabia.

Para un oficial del frente, los hombres estaban limpios. Sorprendentemente limpios. Toda la vieja porquería había desaparecido. Nos habíamos lavado en el agua glacial del arroyo. Estábamos empapados, pero limpios. Por supuesto, sería imposible satisfacer a un viejo oficial de guarnición como el comandante Von Vergil. Según él, éramos sucios por definición.

Despotricó contra los correajes sin brillo. No le interesaba saber cómo podíamos conseguir pulimento.

Cuando nos dejó, cada hombre de la Compañía parecía un montón de estiércol. Ordenó una nueva revista para la mañana siguiente. Y continuó así durante tres días. El comandante distribuyó generosamente penas de prisión, penas que había que cumplir cuando nos relevaran. A otro destacamento le condenaron a avanzar a rastras durante cinco kilómetros, con máscara de gas y todo el equipo.

Aquello costó la vida a un recluta. Hemoptisis.

El teniente Ohlsen intentó desesperadamente ponerse en contacto con nuestro Regimiento, pero la confusión era total por doquier.

Cosa curiosa: los rusos nos dejaban tranquilos. El único testimonio de su presencia era un fuego de infantería disperso. Pero se combatía más hacia el Norte. Día y noche, podíamos oír detonaciones de todas clases.

El comandante se comportaba como un loco. Parecía que quisiera que nos aniquilaran. Nos hacía emprender las exploraciones más estúpidas.

Una mañana, a primera hora, nos envió a que localizáramos las fogatas en pleno campo de minas. La exploración nos costó tres hombres. Mandaba llamar constantemente al teniente Ohlsen, quien, con peligro de su vida, debía recorrer tres kilómetros para presentarse en el Estado Mayor y contestar unas cuantas preguntas estúpidas.

– Es peor que el comandante Meyer -gruñó Porta -. Pero, esperad. Cuando ataquen los rusos, me encargo de enviarle un pepino a la sesera.

Pasaron los días. En nuestro sector todo siguió en calma. Si el comandante nos hubiese dejado en paz, habríamos estado muy bien. Desde luego, tanto enfrente como en nuestras filas, había tiradores escogidos. Así, pues, de vez en cuando, los imprudentes recibían un balazo; pero ya estábamos acostumbrados a eso. No le dábamos importancia.

Hermanito estaba convencido de que la guerra terminaría pronto y de que podríamos volver a nuestras casas.

– Celebraré una juerga de seis meses seguidos -decidió Heide con convicción.

– No, por el Profeta. Desgraciadamente dista mucho de haber terminado -dijo el pequeño legionario.

En aquel momento llegó Barcelona.

– Menudo alboroto hay en el Estado Mayor -jadeó-. Iván ha debido de romper toda el ala izquierda.

El Viejo se levantó sin prisas, se guardó la pipa en un bolsillo, amartilló la ametralladora.

Lo temía. Aquel silencio era demasiado hermoso para ser cierto. Ahora empezaban las preocupaciones. Teníamos a Iván en la espalda.

– Avisad a los destacamentos -vociferó el teniente Ohlsen-. A toda prisa, señores.

A nuestras espaldas oímos disparos confusos, mezclados con explosiones de granadas de mano y de minas.

Adormilados, los destacamentos acudían a formar ante el grupo de mando.

– Teniente Spät, quédate aquí con el primer destacamento para cubrir el camino -ordenó el teniente Ohlsen-. Coloca bien tus fusiles y cúbrenos cuando regresemos. El resto de la Compañía, en columna de a uno detrás de mí.

Hermanito se puso un cigarro enorme en los labios. Siempre hacía lo mismo cuando íbamos a atacar con arma blanca. Se sujetó bien la correa de su metralleta sobre el pecho. La larga bayoneta triangular relampagueaba de una manera siniestra en el extremo del fusil. Hermanito se echó el sombrero hongo hacia la nuca y gruñó, satisfecho:

– Vamos.

Ascendimos la colina a paso de carga. Porta rezongó:

– ¡Menudas carreras hay que dar en esta puerca guerra! Con lo poco que a mí me gusta.

Encontramos a dos reclutas, tras una piedra. Estaban medio locos de terror.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el teniente Ohlsen, empujándoles un poco con el cañón de su fusil ametrallador.

– Todo ha terminado -jadeó uno de ellos- Los rusos se han presentado de repente. No sabemos de dónde.

– Merde! -exclamó el legionario.

Y observó el senderito que conducía al chalet.

– No lo entiendo. Nosotros dos montábamos la guardia. Los otros se habían acostado. El comandante no quería creer a los viejos soldados del frente que intentaban ponerle en guardia. Despotricaba contra ellos y decía que estaban nerviosos. Que los rusos eran unos cobardes y que nunca se atreverían a atacar. Ayer dijo al Estado Mayor que no había más peligro en la guarnición durante un ataque aéreo, que aquí, en el frente.