– Y entonces se ha presentado Iván -dijo Barcelona.
El joven recluta asintió.
– No les hemos oído hasta que han estado ahí. Todo ha sido increíblemente rápido. No han hecho ni un disparo; sólo han empleado los cuchillos y las culatas. El teniente Khal ha sido el único que ha conseguido lanzar una granada. Nosotros hemos huido, y así hemos conseguido salvar la vida.
– ¿Y el comandante? -preguntó con indiferencia el teniente Ohlsen.
– No sabemos. Estábamos fuera cuando ellos han llegado.
– Espero, ¡por el amor del cielo!, que le hayan cortado el trasero y se lo hayan metido en los hocicos -dijo Porta con una risotada-. Si lo han hecho, les enviaré un hermoso regalo de Navidad.
– Sin duda, habían oído hablar de ese puerco -dijo Hermanito-. Esperemos aquí hasta que se los hayan cargado a todos, mi teniente. Esto complacerá al buen Dios y podremos ir al cielo.
– Seguidme -ordenó secamente Ohlsen.
– Porta, vamos a darnos otra carrera -dijo riendo Hermanito.
Se pasó el enorme cigarro de un extremo al otro de los labios.
Cuando traspusimos la cumbre, vimos el chalet del comandante. El lugar hormigueaba de rusos que chillaban y cantaban.
– Apuesto a que han encontrado el bebercio del comandante -dijo Barcelona, sonriendo.
– Vamos antes de que se lo beban todo -propuso Hermanito, nervioso.
Papeles, cartones, pedazos de uniforme salían volando del primer piso. El saqueo había empezado ya.
– No se aburren -comentó Porta-. Cuando nos vean, se llevarán una sorpresa.
– Sobre todo, cuando se den cuenta de que somos muy diferentes de ésos que acaban de triturar -añadió Heide, acariciando su carabina.
La canción del cosaco que ha encontrado a dos muchachos llegaba hasta nosotros.
– Montad las bayonetas -ordenó el teniente Ohlsen fríamente-. Dirección, el chalet.
Hermanito se quitó el cigarro de los labios y se volvió hacia Porta.
– Bueno, una carrera más.
– Me duelen los riñones -respiró Porta, jadeante-. Estoy harto. Siempre corriendo.
Desplegados en guerrillas, los hombres asaltaron el chalet.
El Viejo, el legionario y yo corríamos junto al teniente Ohlsen.
Como paralizados, los rusos contemplaban a aquellos hombres que se precipitaban hacia ellos aullando como salvajes.
Nuestras armas automáticas crepitaron contra los rusos, atónitos. Los primeros caían ya. El ataque sólo había durado unos minutos. Después, llegamos junto a ellos.
Fue un combate sangriento y salvaje, en el que cada uno luchaba por su vida. Las bayonetas penetraron en la carne viva, perforaron los pechos.
Yo tenía frente a mí a un enorme teniente ruso, que utilizaba su metralleta como si fuese una cachiporra. Me eché a un lado para evitar el golpe homicida. Automáticamente, di una estocada vertical con mi bayoneta. Percibí una breve resistencia y, luego, el acero se clavó en la ingle del oficial, que cayó hacia atrás profiriendo gritos atroces. En su caída, casi me arrancó el fusil de las manos. Apoyé un pie en el vientre del ruso para recuperar mi arma, que se rompió. Con un pedazo de la misma en la mano, me precipité de nuevo hacia delante. Yo no era un hombre, sino una máquina de matar. Por miedo. Por placer. Por necesidad.
Porta estaba junto a mí. Reinaba una confusión total. Golpeábamos, atravesábamos, vociferábamos.
Hermanito estaba en medio del patio, con el cigarro en la boca. El humo le salía de todas partes. Llevaba el sombrero echado sobre los ojos y había perdido su fusil ametrallador.
Dos rusos se precipitaron hacia él. Lanzó un aullido horrísono; pero, más rápido que el rayo, Hermanito los cogió a ambos por la garganta y golpeó sus cabezas una contra otra. Los soltó y ambos cayeron inertes a sus pies. Hermanito se inclinó, recogió una metralleta y empezó a disparar salvajemente contra un grupo enemigo. Si con tal motivo caía uno de los nuestros, mala suerte.
¿Cuántos murieron? ¿Quién? ¿Diez? ¿Veinte? Ni la menor idea. Un ruso había caído de rodillas detrás de una carretilla. A corta distancia, le disparé una ráfaga a la cabeza. Su rostro estalló como un huevo que se arroja entra la pared. Durante mucho tiempo, aquel rostro no se borró de mi mente.
Porta clavó su bayoneta en la espalda de un muchacho que quería huir.
Heide pisoteó salvajemente la cara de un joven soldado ruso que, incluso muerto, apretaba la metralleta.
¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Un día? ¿Una hora? ¿Unos segundos? Nadie lo sabía. Nos encontramos detrás del chalet, donde nos dejamos caer, jadeantes y salpicados de sangre. Tiramos las armas descuidadamente a un lado. Nos desabrochamos los uniformes y arrojamos los cascos al suelo. Algunos empezaron a llorar. Con los ojos inyectados en sangre, buscaban a los compañeros. ¿Seguirían allí? Se temía lo peor. Luego, caían el uno en brazos del otro, aliviados, satisfechos.
He aquí a Barcelona, tendido de bruces, con el uniforme desgarrado. Allí, el Viejo, sentado al pie de un árbol, fumando en pipa. Hermanito y Julius Heide descansaban recostados en una pared. Hermanito parecía haber sumergido la cabeza en un charco de sangre. De sus labios, colgaba el cigarro destrozado y sin lumbre. Tendido boca arriba, Stege contemplaba las nubes. Estaba como paralizado. Nunca sería un buen soldado. El pequeño legionario estaba sentado en un peldaño de la escalera, con su perpetuo cigarrillo en la boca y su metralleta en sus rodillas a punto de disparar. Estaba limpiándola, como siempre. Después de haber guerreado durante quince años, sabía que un arma ha de ser cuidada. Steiner se había sentado sobre una pared ruinosa del establo. Al alcance de la mano, tenía una botella de alcohol medio vacía. Ya estaba borracho.
Sí, estaban todos allí. Todos los veteranos. Pero faltaba más de un tercio de los nuevos; estaban tendidos y parecían islotes esparcidos en medio de aquel verdor.
Alguien propuso enterrarles. Todos lo oímos, pero nadie contestó. ¿Para qué enterrarles? Nosotros estábamos cansados y ellos estaban muertos. Ya no sentían nada. Y también los pajarracos tenían que vivir. Un ataque como aquél suele costar caro. Los que hablan del combate individual tendrían que probarlo.
El teniente Ohlsen salió del chalet. Había perdido la gorra. Un profundo arañazo corría a lo largo de su rostro.
– Los han liquidado -murmuró, dejándose caer en el suelo.
Porta le alargó un cigarrillo.
– ¿Y el comandante, mi teniente?
– Muerto como un cerdo. Le han cogido por el cabello y le han cortado el cuello de oreja a oreja.
El teniente Ohlsen se volvió hacia Heide.
– Coge a dos o tres hombres y ve a recoger las cartillas militares de todos los muertos.
– ¿También las de los rusos? -preguntó Heide.
– ¡Claro! No hagas preguntas estúpidas.
Más tarde, abandonamos el lugar, no sin haber antes lanzado varias botellas de gasolina y unas granadas al interior del chalet, que inmediatamente empezó a arder.
Obuses de mortero cayeron entre nosotros.
– ¡Adelante, a paso de carga! -ordenó el teniente Ohlsen.
– Iván quiere vengarse -comentó el Viejo.
Llegamos al camino donde nos esperaban el teniente Spät y sus hombres.
– Los fusiles en posición, para cubrir nuestro regreso -ordenó el teniente Ohlsen.
– ¡Santa María! -exclamó Porta-. Cuando las cosas van mal, siempre nos toca a nosotros.