Hermanito y el legionario ya habían colocado en posición la ametralladora pesada, que tableteaba contra los rusos en el lindero del bosque. A nuestras espaldas, en la colina, los obuses de mortero estallaban con ruidos sordos.
– ¡Paso ligero! -gritó el teniente Ohlsen-. ¡Más de prisa!
Furioso, empujó a unos reclutas que no avanzaban con la velocidad suficiente.
Uno de ellos, que andaba por el camino, lanzó de repente un grito atroz y empezó a correr en círculo mientras se sujetaba el vientre con ambas manos.
El Sanitätsgefreiter Berg se precipitó hacia él. Le tendió en el suelo y le cortó el uniforme; pero el muchacho, dieciséis años, había muerto ya.
Berg reemprendió la marcha, arrastrando su bolsa de la Cruz Roja. Perdió su casco de acero. Unos obuses de mortero cayeron muy cerca de él. Como por milagro, nada le sucedió. Nos alegramos; queríamos al Sanitätsgefreiter Berg. Había arriesgado su vida en numerosas ocasiones para salvar la de los demás. ¡A cuántos hombres había transportado a través de los campos de minas y de las alambradas! Cuando combatíamos en las fortificaciones de Sebastopol, le habíamos visto precipitarse en el refugio «Boris Stepanovich» para rescatar al teniente Hinka, gravemente herido. Después, tuvo que emprender una carrera de tres kilómetros, con el teniente Hinka a hombros y bajo una infernal lluvia de obuses.
Cuando el teniente Barring le preguntó si quería la Cruz de Guerra por esta hazaña, Berg contestó sencillamente que no coleccionaba chatarra. Y ahora, dos años más tarde, Berg no tenía la menor condecoración. Sólo la muy apreciada medalla de la Cruz Roja.
La Compañía se puso a salvo detrás de las colinas. Nos instalamos allí donde el bosque formaba una especie de fiordo. Estábamos solos. El batallón de Breslau había desaparecido.
Como de costumbre, empezamos a jugar a los dados en un agujero. Nos jugamos el resto del vino del difunto comandante.
Haría varios días que viajábamos; con numerosas paradas en las estaciones. Nuestro tren había esperado horas enteras en las vías muertas, con las demás mercancías. Porque también nosotros éramos mercancías. Soldados en guerra. En las listas administrativas, nuestro tren estaba inscrito como tren de mercancías núm. 149.
El decimosexto día después de nuestra salida del frente, el largo tren se detuvo con una violenta sacudida, recorrió otro corto trecho, volvió a detenerse… Las ruedas chirriaron. La locomotora silbó y desapareció.
Porta se levantó de la paja, en el fondo del vagón de ganado núm. 9, miró por las puertas corredizas, y declaró con tono seco’
– Estamos en Hamburgo.
El pequeño legionario se desperezó.
– Por Alá, esta noche estaremos en «El Huracán», en casa de tía Dora.
– Es Pentecostés - dijo el Viejo sin transición.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Heide-. ¿Qué puede importarnos si es Pentecostés u otra fecha?
– Sí, lo sé -contestó el Viejo, encogiéndose de hombros.
– El año pasado, para Pentecostés, estábamos en Demjanks -dijo Porta.
– Y el año anterior en Brest-Litovsk -dijo Hermanito, recordando el robo audaz de cuatro tanques «SS».
– No nos recuerdes dónde hemos estado -dijo, nervioso, el legionario-. Es desagradable. Hay que mirar hacia el futuro.
– Esta noche me voy al burdel -decidió Porta, frotándose las manos.
– Bernard el Empapado me espera en «Las tres liebres» -dijo Heide-. En «Las tres liebres» hay más gachís de las que treinta tíos de pelo en pecho puedan utilizar en un mes.
REACCIÓN EN CADENA
Los gritos hicieron temblar la cantina. El choque de los vasos. Las camareras rezongaban. Olía a salchichas asadas y a cerveza. El conjunto en un ambiente lleno de humo de tabaco de mala calidad.
Un Feldwebel medio borracho miró con ojos pitañosos a un SS holandés.
– No eres guapo -aseguró-. Tienes las orejas despegadas. No me gustas.
Gritaba mucho y empleaba ese idioma elemental que la gente cándida utiliza con los extranjeros.
Los camareros trajeron jarras de cerveza.
Porta se inclinó por encima de la mesa hacia un joven soldado que llevaba la insignia plateada SD [17] sobre el cuello negro, y se echó a reír, seguro de sí mismo, como un borracho.
– Amigo, eres el trasero de un grande hombre. Un trasero asqueroso. Sobre todo, no imagines que tenemos miedo de ti. -Se sonó con los dedos-. Tengo un cuchillo. Todos lo tenemos. ¿Sabes para qué sirve?
El SD miró a Porta sin entenderle. Prudentemente, no contestó.
– ¡No tiene ni idea, maldito cretino! -Porta expresó todo su desprecio en esta última palabra-. Sirve para cortarle la lengua a los cretinos.
– Y después la metemos en una botella.
Era Hermanito el que intervenía en la conversación.
– ¡Lárgate! -exclamó Porta, obstinado-. No queremos que estés en nuestra mesa.
– ¡Yo estaba antes que vosotros! -protestó el SD.
– Lo sé -asintió Porta-. Pero ya basta por ahora. ¡Vamos, lárgate!
– De ningún modo. Tú no eres quién para darme órdenes.
Porta se levantó, cogió del suelo su sombrero amarillo y se lo colocó en la cabeza. Después, con arrogancia de oficiaclass="underline"
– Vamos, insignificante SD. No sé lo que se imaginará este bastardo. Y, además, le ruego que hable en tercera persona cuando se dirija a un Stabsgefreiter, sucio bastardo.
Reflexionó un momento sobre las palabras «sucio bastardo», y después, creyó oportuno utilizar otras más adecuadas.
– ¡Maldito cornudo! -exclamó.
Bebió un sorbo de cerveza, miró a Hermanito.
– Perderemos la guerra. ¿Quieres una prueba? Mira a este tipo. Ya no hay disciplina.
– Ah, bueno, así lo espero -confesó Hermanito.
– Serás ahorcado, Hermanito -dijo Porta, lacónico. Y, dirigiéndose al SD-: ¿Tienes las orejas tapadas? Te he dicho que te levantes cuando te hable. -Le puso una manga ante las narices, y prosiguió con tono amistoso-: ¿No conoces las insignias de un Stabsgefreiter de nuestro glorioso Ejército? Dos galones y un pedazo de alambre. ¡En pie, maldita sea!
– ¡No me da la gana! ¡Vete al cuerno! -vociferó el SD, completamente fuera de sus casillas.
Se levantó, apoyó las manos en la mesa y miró ferozmente a Porta.
– ¿Insubordinación? ¡Ah! -exclamó Porta, muy sorprendido-. Hermanito, por favor, redacta un parte.
– Ya sabes que no sé escribir -protestó Hermanito-. Pero utilizaré mis dos puños.
– Adelante -ordenó Porta.
Hermanito terminó de beber la cerveza, sacó del bolsillo un cigarro gigantesco y se lo metió en la boca. Barcelona le ofreció fuego.
Hermanito se levantó, se rascó el pecho, se subió los pantalones y señaló al SD con el cigarro
– Ven, pequeño. Voy a darte una azotaina.
– ¿Qué quiere usted de mí? ¡No le he hecho nada! -gritó el SD mirando, nervioso, a Hermanito.