Éste le cogió por un hombro y lo empujó suave, pero firmemente hacia la puerta.
Unos minutos más tarde, Hermanito regresó sin el SD. Cogió el vaso de Heide y lo vació.
– Lo he dejado K.O. Se ha desmayado al segundo mamporro. Me he divertido -nos confesó-. ¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos, Anda o Revienta?
– Entonces recibiste tú -dijo Barcelona, riendo.
– ¿Cómo? -protestó Hermanito-. Fue Anda o Revienta quien se dejó caer con el truco de la mano torcida.
– Tienes razón, camarade, pero nunca más volverá a ocurrir -añadió el legionario.
– Pero aquel día, sí -insistió Hermanito, con orgullo.
– De acuerdo.
Porta dejó ruidosamente su jarro de un litro en la mesa, y aulló con toda la fuerza de sus pulmones para hacerse oír en medio del ruido infernal de la cantina.
– ¡Eh, malas pécoras, maldita sea! Cinco dobles, la mitad de «Slibowitz», pero a toda marcha, ¡diantre!
La Gruesa Helga acudió. Formaba una masa ante Porta, con sus piernas bien separadas y sus puños firmemente apoyados en sus anchas caderas. Tenía el aire de un sargento de la peor calaña.
– ¿Dónde crees que estás? No intentes insultar a mis chicas, porque te pongo de patitas en la calle. Somos honradas camareras y estamos inscritas en el Partido. Métete esto en la cabeza. El amigo de Gertrude es SD. Se ocupará de ti de tal manera que ni siquiera tú podrás reconocerte.
Porta hizo un ademán de indiferencia.
Helga iba a echarse a gritar, pero de un empujón, Hermanito la envió al otro lado de la sala.
– Déjate de prédicas, apóstol de Adolph. Hemos pedido cerveza y no esa porquería.
– Hermanito está embalado -dijo Steiner.
Hermanito batió las palmas.
– ¡Aprisa, aprisa, malas pécoras! ¡Cuánto tiempo hay que esperar aquí? ¿Estamos o no estamos en una cervecería?
La Gruesa Helga echaba lumbre. Inició una furiosa discusión con la alta y delgada Gerda, apodada la Escoba. Ésta hacía ademanes enérgicos, sin entender nada del torrente de palabras que profería Helga. Se rascó un muslo, tocó su delantal, mezcló cinco jarras de «Slibowitz» y de cerveza.
– Ahora eres razonable -dijo Porta, con una ancha sonrisa, cuando la Escoba trajo la cerveza.
– No careces de posibilidades -prosiguió Hermanito-. Pero estás demasiado delgada. Eres el vivo testimonio del estado de guerra en el Tercer Reich. Pero no importa, si me das tres pedazos de tocino, acepto ocuparme de ti.
La Escoba lanzó una blasfemia y golpeó con una bandeja la cabeza de Hermanito.
– ¡Cerdo; -fue el único comentario de la Escoba.
Blom, que nos había abandonado un momento antes, reapareció procedente de la oficina del Estado Mayor. Estaba rebajado de servicio al aire libre. Una enorme venda le rodeaba el cuello; le había alcanzado una granada cuando intentaba salvar la olla de la bebida. Ocurrió el último día, en las montañas. La venda le obligaba a mantener la cabeza en una posición muy rígida. Hubiera podido quedarse en la enfermería, pero prefirió largarse. Había estado a punto de ser sometido a un Consejo de Guerra, pero el coronel Hinka había conseguido librarle. Los tipos de la Gestapo que creían tenerle ya en su poder, quedaron muy decepcionados cuando tuvieron que marcharse sin él.
Porta había escupido en su dirección, y había dicho entre dientes:
– Cuando nuestros amigos hayan ganado la guerra, estrangularemos a todos esos cerdos.
Los gendarmes militares se habían detenido un momento, no porque oyeran lo que Porta decía, sino porque había escupido.
– ¡Has escupido! -gritó el Feldwebel, disponiéndose a bajar del vehículo.
– ¿Está prohibido?
– No, pero todo depende de cómo y sobre qué se escupa.
– El reglamento no habla de escupir. Se puede escupir donde se quiera. Y yo siempre lo hago así.
Y escupió junto a los pies del Feldwebel.
– Y cuando me sueno, lo hago así…
Se sonó, arreglándoselas para que los mocos cayeran sobre las botas del otro.
El Feldwebel se precipitó sobre él, enarbolando una pesada cachiporra.
– Me parece que deseas hacernos una visita, ¿eh?
Porta se encogió de hombros. Hermanito había sacado a medias su enorme cigarro del bolsillo.
No se sabe qué hubiera podido ocurrir si no llegan a comparecer el teniente Ohlsen y el ayudante, quienes, en un santiamén, despidieron a los gendarmes militares.
Barcelona fue destinado al servicio interior. En la lista figuraba como ordenanza de oficina, pero donde más se le veía era en la cantina o en la armería. Se alegraba de estar de nuevo en la Compañía. En el hospital nunca se estaba seguro. Podían hacerle a uno lo que les pareciera. Y tampoco se sabía nunca adonde se le destinaría una vez dado de alta.
Recién llegado a un grupo al que no se conoce significa prácticamente la muerte. Los trabajos más peligrosos correspondían siempre al nuevo: las minas y los alambres eléctricos. En la Compañía se estaba entre amigos. Uno se sentía seguro.
– Esta noche estamos de guardia -explicó Barcelona-. Inspección en el cuartel a las 19 horas.
– ¿A quién guardaremos? -preguntó Porta-. Si por lo menos fuese un burdel.
– No te hagas ilusiones -contestó riendo Barcelona-. Es en la plaza Karl Muck.
– ¡Diantre! ¡Custodiar a la Gestapo! -exclamó, extrañado, Steiner.
Barcelona dejó la orden ante el Viejo, quien la leyó con indiferencia:
-Segunda sección, 5.ª Compañía, se presentará como guardia en la SHA [18], plaza Karl Muck, Hamburgo; comandante de la guardia: Feldwebel Willie Meter. Segundo: Feldwebel Peter Blom.
– Si esto sigue así, pronto nos convertirán en SS -comentó Heide.
– No es exactamente la clase de trabajo que me gusta -dijo Stege-. No podían darnos nada peor.
– ¿Tú crees? -preguntó Barcelona-. La 4.ª Sección aún ha salido peor librada. Será el comando de ejecución para la Wehrmatch en Fuhlsbüttel.
– Tal vez podamos ganar algunas perras. -El rostro de Hermanito se iluminó-. Cuando se libera a alguien suelta la pasta con más facilidad.
– Supongo que no serás capaz de sacar dinero a la gente en apuros -le reprochó Stege.
– ¿Por qué no? En esos casos, se puede agradecer los servicios de un buen camarada -dijo Hermanito.
– Es evidente -dijo Porta, convencido-. Pero es arriesgado.
– Hemos bebido demasiada cerveza -dijo Heide, sin transición.
Y contó los cartoncillos.
– Y tú lo pagas todo -decidió Hermanito con un tono que no admitía réplica-. Sé que tienes dinero en el reverso de tus botas.
– ¿Cómo lo sabes? -confesó Heide, atónito.
– Te lo explicaré, Julius. El otro día necesitaba pasta. Y buscando, miré también entre tus botas. Tu armario está mal cerrado.
Heide se quitó nerviosamente una de sus botas, sacó un fajo de billetes que había entre el cuero y el forro; contó el dinero.