– ¡Me has robado! Faltan cien marcos.
– ¿Sí? ¡Eso no está bien!
– Tú los has robado -acusó Heide.
– ¿Quién dice eso?
– No puedes negarlo -vociferó Heide, fuera de sí.
– ¿Quién va a impedírmelo? La ley es bien clara; no basta con creer y pensar, se necesitan pruebas.
– Te denunciaré -amenazó Heide-. Robo en perjuicio de un suboficial. Puede costarte caro, Hermanito. Irás directamente a Torgau. ¡Menuda risa!
– No harás nada -dijo Hermanito, categóricamente-. Si me hechas en brazos de la GFP, tal vez se me ocurra la excelente idea de colaborar. Cuando hubiera terminado, tu caso llenaría varias carpetas.
– ¡Soplón! -exclamó Heide, asqueado.
Hermanito, riendo, replicó:
– En tal caso, somos colegas.
– ¿Y si compráramos y nos llevásemos una o dos botellas de cerveza? -propuso Porta-. La Escoba prepararía la mezcla. Las pondríamos en el refugio abandonado. Los cazadores han estado de guardia los dos últimos meses. Parece que es un escondrijo formidable. Ni un solo jefe baja a la cueva donde está el Cuerpo de Guardia.
– ¿A la cueva? -preguntó Steiner-. Pero también están los calabozos.
– Sí, pero sólo calabozos de paso -explicó Porta-. Sacan a los prisioneros al día siguiente de ingresar. Los que aún no han terminado con la Gestapo son llevados a la parte alta del edificio, al desván.
Heide, que había renunciado a recuperar sus cien marcos, intervino en la conversación.
– Podríamos esconder las botellas en la pata hueca del caballo del emperador.
– Esta idea es mía -aseguró triunfalmente Hermanito-. Siempre descubro escondrijos imposibles.
– Sí, ya lo hemos notado -dijo Heide con sequedad, pasándose una mano por la bota.
– Compremos seis botellas -propuso Hermanito-. Es lo que cabe en la pata del caballo. -Vociferó en dirección a la Escoba-: ¡«Dortmunder», así! -Indicaba la cantidad con los dedos-. El resto, «Slibowitz».
– Oui, camarade -dijo el legionario.
– No hay que sacudirla, cretina -exclamó Hermanito irritado, arrancando la botella de las manos de la Escoba.
– Con calma -aconsejó la Escoba.
– Cállate, desgraciada, o te pegaré un mamporro. Sacudir nuestra cerveza… Hay que verterla muy suavemente. Así.
– ¿Por qué? -preguntó tontamente la Escoba.
– No lo sé -repuso Hermanito-, pero así es.
La Escoba trajo otras dos botellas y cogió silenciosamente el dinero. Comprobó con cuidado cada billete, para asegurarse de que no eran falsos.
Los hizo desaparecer en el monedero que llevaba sujeto a la cintura, bajo el delantal. Sin una palabra, se volvió y se encaminó hacia el bufete. A medio camino, una blasfemia de Porta la inmovilizó.
– ¡Que las llamas del infierno te devoren! ¿Qué has hecho con el jengibre?
Y levantó las botellas.
– Lo he olvidado -murmuró la Escoba.
– ¿Olvidado? Y te atreves a confesarlo. Puedes olvidar todo lo que quieras, incluso tu pesario, pero el jengibre…
– Ya está bien -gruñó de nuevo la Escoba echando en la mesa una bolsa de jengibre.
– ¿Crees que esto es un autoservicio? -preguntó Porta, devolviéndole la bolsa.
– ¡Oh, vete al cuerno! -gritó ella. Pero, a pesar de todo, empezó a llenar las botellas-. ¡Ojalá hubiese sido arsénico! -exclamó antes de retirarse.
Steiner salió de los lavabos.
– ¡Qué bueno es cuando se tiene ganas! Creía que estaba en el noveno mes y que iba a parir un barril de cerveza.
Cogió su jarra semillena y la vació de varios sorbos. Su nuez se movía como un huevo que baila en el agua hirviente. Eructó vigorosamente y, dejando con estrépito la jarra, se limpio groseramente los labios con una manga. Después, lamió lo que quedaba.
– Estaba bueno -dijo.
– ¿Qué estaba bueno? -preguntó Porta, repentinamente belicoso. Provocativo, se había instalado de modo que ocupaba todo el espacio libre-. Cuéntanos eso que encuentras tan bueno.
– Orinar.
– ¿Por qué?
Steiner se quedó’ boquiabierto. Buscaba las palabras. Se rascó la punta de la nariz.
– Pues, es evidente. Es bueno porque se tienen ganas. -Sonrió con orgullo-. Eso es.
– Eso no está bien. ¿Tienes telarañas en la sesera? -preguntó Porta-. ¿Acaso lo haces cuando no tienes ganas?
Heide se inclinó sobre la mesa, sonriendo malévolo.
– Explícanos cómo resulta cuando no se tiene ganas.
Todos lanzamos una carcajada.
– ¡Qué cretino! -vociferó Porta, señalando a Steiner-. Quiere hacernos creer que va al urinario sin tener ganas.
Steiner se puso nervioso. Enseñó su puño a Porta.
– ¡Maldito pelirrojo! ¿Quieres que te dé en el hocico?
– Oh, como te plazca -replicó Porta, riendo.
Furioso, Steiner le lanzó un puñetazo. Porta se agachó rápidamente.
– Señor, hubieses podido tocarme. La violencia es cosa muy grave.
Steiner estaba fuera de sí. Agitaba sus brazos como aspas de molino, pero Porta evitaba los terribles golpes.
Steiner echaba fuego. Cogió una jarra y se la arrojó a Porta. El recipiente se hizo añicos contra la pared.
La Escoba acudió con una cachiporra en la mano.
– ¿Quién ha tirado la jarra? -vociferó, histérica.
Diez hombres señalaron con entusiasmo a Steiner.
La Escoba le propinó un golpe violento en los hombros. Él aulló como un salvaje, pero antes de que hubiera podido reaccionar, la Escoba le golpeó en el rostro.
Steiner se olvidó de Porta. Saltó en pos de la Escoba, que había emprendido la huida, chillando. Steiner la alcanzó junto a la puerta. La sujetó y empezó a golpearle la cabeza contra el marco de la misma. Ella lanzaba unos gemidos capaces de destrozar el alma, y forcejeaba como una leona.
La Gruesa Helga se precipitó como un tanque, con una botella de champaña llena en cada mano.
Steiner no vio acercarse aquel peligroso ataque de flanco. Helga apuntó con cuidado. Un segundo después, la primera botella se hizo añicos contra la nuca de Steiner. La sangre y el champaña fluyeron a oleadas.
– ¡Asesino! -chilló Helga, al tiempo que le propinaba un puntapié en el bajo vientre.
Al mismo tiempo, la segunda botella de champaña aterrizó en la nuca de Steiner.
Éste se derrumbó.
La Escoba estaba lanzada. Cogió los restos de la botella rota y se disponía a lanzarlos contra el rostro del inconsciente Steiner, pero la Gruesa Helga reaccionó y la desarmó con una rapidez sorprendente en una mujer tan voluminosa.
– ¡Mataré a este puerco! -aulló la Escoba-. Gertrude hablará de él a su amigo SD. Quiero verlo ahorcado.
Gertrude se acercó con una caja de cerveza. Gertrude siempre olía a cerveza. Tenía el cabello lacio y un grano perenne en la nariz.
– Gertrude, encuentra algo para tu Jules SD -gritó la Escoba -. Alguna granujada respecto a este tipo.
Y dio unos furiosos puntapiés a Steiner que seguía inconsciente y ensangrentado.
– A la bonne heure -contestó Gertrude en francés.
No tenía ni la menor idea de lo que significaba aquellas palabras, pero le gustaba su sonido. Había aprendido esta expresión de un marino francés, de quien fue novia durante ocho días que el barco de éste permaneció en Hamburgo. Si se quería obtener algo de Gertrude, bastaba con preguntarle admirablemente: «¿Hablas francés?» Entonces, Gertrude se abandonaba y contaba una larga historia, sobre una familia rica que se había arruinado, y sobre una larga estancia en un pensionado francés. La situación geográfica de dicho pensionado no estaba muy clara, pero bastaba con escuchar con interés y admiración para obtener cuanto se quisiera de la chica.