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DE GUARDIA EN LA GESTAPO

Llegaron con una vieja entre ellos. Los dos Unterscharführer Schultz y Paulus. Los cazadores de cabezas más feroces del Kriminalrat Paul Bieler.

Fuimos hasta la puerta.

– ¡Sabe Dios lo que habrá hecho esa viejecita! -murmuró Porta.

No contesté. ¿Qué hubiese podido decir? ¿Cómo podía saber lo que había hecho la vieja, con su abrigo apolillado? Corría con el fin de seguir las grandes zancadas de los dos hombres de la SD. Nos sonrió. Como si quiera decirnos algo.

A nosotros, dos soldados empapados por la lluvia y con los cascos relucientes

La vieja se había rezagado un poco. El Unterscharführer Schultz la empujó con un gruñido:

– Adelante, vieja. Tenemos prisa. No eres la única invitada de esta noche.

Cogieron el ascensor hasta el tercer piso. Porta y yo salimos al pasillo para verle. Paulus nos lanzó una mirada maligna.

– ¿Qué estáis mirando? Largaos en seguida, que estáis de guardia -gritó.

– ¡Cállate! -replicó Porta-. No eres quién para darnos órdenes, cretino.

– Ahora lo verás -aulló Paulus, deteniendo el ascensor a medio camino-. No olvides que soy Unterscharführer.

– Lo único que eres tú es un sucio cretino…

Paulus asomó la mitad superior del cuerpo.

– Volveremos a vernos, pelirrojo.

– Sin duda -dijo Porta, riendo-, pero será mejor que hablemos de la razzia que hiciste en el número 7 de la Herbertstrasse. Algo me dice que ese día la rueda habrá girado, pero a mi favor. En nuestro Regimiento hay sitio para ti y yo me ocuparé de tu persona.

– ¿Qué sabes de las razzias? -preguntó Paulus, incómodo.

– Muy pronto lo sabrás, ladrón.

– ¿Estás loco? ¡Tratar de ladrón a un Unterscharführer de la SD!

– Sí, y lo repetiré cuándo y dónde se me antoje. ¡Demándame por difamación!

Paulus blasfemó y despotricó, y el ascensor siguió su camino.

Porta se pegó una palmada en un muslo.

– El muy cretino no pegará un ojo en toda la noche.

– ¿Qué sucedió en el número 7 de la Herbertstrasse? -pregunté.

– A decir verdad, no gran cosa -confesó Porta-. Pero por lo visto, lo suficiente para darle miedo. Sé que participó en una razzia hace cuatro días; ya sabes, cuando fueron a buscar a las mujerzuelas que habían ocultado a unos desertores.

– Pero esto no basta -observé.

– No, pero otra prostituta que también vive en el número 7, me ha explicado que Paulus y su compañero robaron los cupones de abastecimiento de las dos detenidas. Y unos billetes que estaban escondidos dentro de una estatua de yeso, también han desaparecido. Yo no estaba seguro de que fuese cierto; pero, a juzgar por la cara que ha puesto ése, he dado en el blanco.

– ¿Tienes intención de denunciarlo?

– No soy completamente idiota -replicó Porta, riendo-. Primero, le sacaré todo lo que tenga. Y cuando ya no pueda ser útil, le enviaré a Fuhlsbüttel, sin que nadie sospeche que he sido yo. El día en que ese tipo se encuentre en una unidad disciplinaria, me emborracharé de alegría.

– Mientras a nadie se le ocurra algún día pegarte un balazo en la nuca, disparado con silenciador… Estás jugando con fuego.

– ¡Bah! Son unos cobardes. Desde Himmler hasta el último de la banda, son unos pobres diablos. La única manera eficaz de protegerse contra ellos es saber algo que les comprometa.

– ¿Qué querrán hacer con esa viejecita? -medité en voz alta.

– Sin duda es una chiflada que ha hablado en exceso -contestó Porta, indiferente-, ¿Qué puede importarnos a nosotros?

– ¿Crees que la torturarán?

– Si creen que oculta algo…

Nuestras botas claveteadas resonaban. Las cansadas luces de los faroles se reflejaban en los fusiles y en los mojados cascos.

– ¿Qué te parecería una taza de té con «Slibowitz»? -preguntó Porta.

– Un poquito de té y mucho «Slibowitz». Y después, una gachí.

– Si por lo menos la guerra hubiera terminado… ¿Te imaginas? Si la gente abriera las ventanas allí arriba, en el nido de la Gestapo, y empezara a gritar: «¡La guerra ha terminado!» Me quitaría el uniforme en el acto y me sentaría en el muelle balanceando las piernas. Y bebería cerveza con los vagabundos.

Porta se echó a reír. Pegó una patada a una caja de hierro.

– Estás completamente chiflado. ¡Vaya idea! Esta guerra no terminará nunca; por lo demás, tal vez no convenga desearlo. Nuestros queridos enemigos están tan ávidos de venganza que no establecerían distinciones. Nos meterán en sus minas de carbón, y allí, si lo deseas, podrás reventar.

– No es cierto. Siempre los hay que salen bien librados.

– De acuerdo. Pero no nosotros, los esclavos. Tal vez Bieler, allá arriba. El Bello Paul. Es un cazador de hombres muy bien dotado. Y siempre podrá ser útil. Pero, ¿para qué podemos servir nosotros dos? Anda o Revienta tenía razón el otro día. Esta guerra empezó millares de años antes de Mahoma. Aún dura y proseguirá durante miles de años después de que hayamos estirado la pata. Imaginamos que las guerras se renuevan, pero, en realidad, siempre es la misma, librada en frentes distintos y de maneras diversas.

Me encogí de hombros, pensando en la conversación de el Viejo y del legionario. Los capitalistas provocan la guerra, había afirmado el pequeño legionario, y no quieren que termine. La hacen proseguir, con cortos entreactos.

– Si hablas así es que eres comunista -dijo Heide.

– Esto es un puro absurdo -había interrumpido el pequeño legionario-. Soy soldado, un soldado perfecto. ¡Y al diablo con los comunistas y los nazis, pues yo no hago más que lo que se me ordena!

– ¿Y te gusta? -le había preguntado el Viejo.

– ¡Por Alá, no! Pero nadie me pregunta qué me gusta. Es algo que hace que me desprecie a mí mismo.

– Pero, entonces, ¿por qué lo haces?

El legionario se había reído mientras se inclinaba hacia el Viejo.

– ¿A quién crees que le gusta esto? Y, sin embargo, ¿podemos detenernos y volver a nuestras casas? No. Hay que ser idiota para hacer una pregunta así. ¿Por qué no deja la gente de pagar sus impuestos? ¿Por qué no conducen sin permiso? ¿Por qué pagan el pan? Porque temen que les enchironen. Sólo por algún tiempo. Pero si nosotros nos detenemos, no se contentarán con meternos en chirona. Nos pegarán a una pared y, antes de hacerlo, nos romperán todos los huesos. ¿Puedes citarme un solo soldado que haya conseguido escabullirse? El año pasado lo intentaron ciento sesenta y cuatro. Se los cargaron a todos.

El Viejo acabó por decirle que se callara. El pequeño legionario sabía de qué hablaba. Conocía todos los cuarteles, desde el mar de China hasta las tundras de Nordland.

– ¡Ah! ¡Si por lo menos se le viera el fin a esta guardia…! -suspiré-. Estoy empapado. Esta mierda de lluvia se te mete en la espalda.

– ¡Si por lo menos hubiese un gato, dispararía contra él! -comentó Porta, riendo-. Esto resulta monótono.

– Cuando terminemos, podemos ir a casa de tía Dora -propuse-. Allí siempre hay chicas estupendas.

– Primero he de ir a «Las tres liebres» -replicó Porta-. Bernhard el Empapado debe nueve rondas.

Porta abrió su libretita negra.

Habíamos llegado junto a la entrada amurallada, con las pequeñas almenas.

– Entremos a hacer un póquer -propuso Porta-. Hermanito y Heide llegarán en seguida. Traerán el bidón. Nos calentaremos un cuarto de hora. Aquí nadie nos ve.