Hermanito se retorció de risa. Dirigiéndose a Heide, dijo:
– A ti, Julius, y a ti, Porta, no os costará nada colocar unas balas en la aspillera donde Leopold tiene la cabeza. ¿Y es culpa vuestra si disparáis un poco desviado?
– Todo es muy lógico -aprobó Heide-. Casi resulta demasiado sencillo para ser cierto. Pronto tendremos ejercicios de tiro real. Anda o Revienta nos los ha dicho. Ni el Führer en persona puede salvarle la cabeza a Leopold. Y hacia el final del ejercicio, pues el legionario nos habrá colocado los últimos de la lista, vaciaremos los cargadores en la aspillera de Hermanito.
– ¿Y si baja del observatorio? -observé.
– Hemos pensado en eso -dijo Heide-. Lo hemos cronometrado. Necesitará por lo menos diecinueve segundos para alejarse de la aspillera, y en diez segundos Porta y yo tenemos tiempo sobrado para meterle dos balazos en la sesera. En toda su vida ha estado tan atrapado.
Hermanito permanecía doblado sobre sí mismo.
– Se quedará calvo hasta por dentro del cráneo.
– Es el mejor asunto desde hace mucho tiempo -exclamó Porta.
– Cuidado -les advertí-. Si el Viejo sospecha algo, estamos listos. Esto es homicidio premeditado.
– Oye, ¿crees que estás en el Ejército de Salvación? -preguntó Porta-. ¿Homicidio? ¡Legítima defensa! Si estrangulas a una prostituta, eso sí que es homicidio.
– Eso sólo lo hacen los malos sujetos -dijo Hermanito-. Pero, de todos modos, están condenados a muerte. Leopold me castigó por un dedo del pie. Todo lo demás era impecable. Lo había repartido todo a los reclutas con orden de dejarlo en perfecto estado. Uno de ellos puso mala cara; me ocupé de él sin pérdida de tiempo. Después, me limpió el fusil como nunca lo había limpiado nadie. El propio Leopold se quedó atónito.
– ¿Qué le hiciste? -preguntó Heide-. ¿Le atizaste?
– Desde luego. Le pegué dos o tres mamporros. Pero no era suficiente. No, le metí los hocicos en la fosa de las letrinas de los prisioneros rusos. Incluso un viejo sargento que había entre los prisioneros me dio la razón cuando supo el motivo. Hasta me propuso que le dejara ahogar dentro; pero yo soy humano. Le nombré mi ordenanza personal con derecho a ofrecerme cerveza todos los sábados.
– ¿Le quitas todo su sueldo? -preguntó Porta.
– No, de ninguna manera. Le dejo un marco para que pueda comprar productos de limpieza.
– Un día te atraparán, Hermanito -le profeticé.
– Es posible, pero saldré adelante, en tanto que el que me denuncie irá a parar al hospital.
– Hay que tener piedad de Leopold -interrumpió Heide-. Le dispararemos en plenos morros. Será el día más hermoso de mi vida.
– A propósito. ¿Sabéis que ha solicitado el traslado a las SS? -dijo Porta-. Pero le han rechazado. Sólo mide 1,67 metros. No los cogen por debajo de 1,72.
Sacó los dados de un bolsillo, los sopló, los agitó en una mano y después volvió a soplar sobre ellos.
– ¿Jugamos una partida?
Hermanito le contempló con interés. Estaba acurrucado en el suelo.
– ¿Por qué tanta comedia, Porta? Todo el mundo sabe que están cargados.
Porta meneó la cabeza con indignación.
– Te equivocas. Tengo dos juegos. Éste es el bueno.
– ¿Estás enfermo? -preguntó Heide, sorprendido.
– ¡Chitón! -replicó Porta-. Por cierto, esto me recuerda que me debes dos litros de «Slibowitz» y doce pipas de opio. Ayer era el día de pago. Por lo tanto, ahora será un ochenta por ciento más. Julius, tus deudas se te suben a la cabeza.
Sacó su cuadernito negro, se humedeció un dedo y empezó a hojearlo.
– Vamos a ver… ¡Ah! Aquí estás, cerdo: «Julius Marius Heide. Unteroffizier, nacido en Dormur, sirviendo en el 27.° Regimiento, 5.ª Compañía, 2.ª Sección, 3.er Grupo.» ¿Eres tú?
Heide asintió débilmente.
Porta se llevo al ojo su monóculo roto y pidió a Hermanito que le ilumina con la linterna:
– Cuatro de abriclass="underline" nueve botellas de vodka. Siete de abriclass="underline" tres botellas de «Slibowitz». El 12 era tu cumpleaños; mala suerte. Deberías maldecir a tu madre por no haberte estrangulado en el momento de nacer. Bueno, así, pues, estábamos diciendo: 712 marcos y 13 pfennigs, 21 botellas de «Slibowitz», un litro de agua de rosas, 9 pipas, aguardiente danés, media caja de Dortmunder. Después, está el día 20, el aniversario de Hitler, día siniestro entre todos. No olvides que has sido miembro del partido.
– Sí, pero eso ha terminado -protestó Heide.
– No por tu culpa, sino porque te echaron -dijo Porta brutalmente-. No querían verte más. En el aniversario del señor Hitler sólo perdiste dinero: 3.412 reichsmarks y 12 pfennigs. Puedes añadir un ochenta por ciento. No conseguirás salir de ésta, Julius.
– ¡Debe de ser maravilloso saber escribir! -dijo Hermanito con admiración-. Sí fuese yo, pronto me haría rico. Me bastaría con cargarme a uno de esos tipos que se pasean con esos talonarios de cheques en el bolsillo. Los firmaría y ya sólo tendría que ir a buscar la pasta.
Nadie contestó. Hubiese resultado demasiado largo explicarle que el truco de los talonarios de cheques no era tan sencillo como imaginaba.
– Julius -prosiguio Porta-, sabes que soy buen compañero. Me doy cuenta de que tu deuda te pesa. Quisiera saldarla.
– ¿La anulas?
A Heide le costó trabajo creerlo.
– Exactamente -afirmó Porta, sonriendo con astucia.
– ¡Vosotros sois testigos! -berreó Heide, cada más nervioso.
– Calma, calma -interrumpió Porta, secamente, para enfriar el entusiasmo de Heide-. Primero, he aquí mis condiciones. Me das tres piezas de sábanas. Las que tienes escondidas en la habitación de la Escoba. Y quiero también las dos barricas de arenques holandeses que tú y la Salchicha habéis dejado en casa del dentista, en la Hein Hoyer Strasse.
La sorpresa de Heide fue enorme. Su cerebro dejó de funcionar. Aspiraba las palabras de Porta.
– ¡Maldición! ¿Cómo lo sabes?
Los ojillos porcinos de Porta brillaban. ¡De modo que era cierto! Se sentía lo bastante seguro de sí mismo para aprovechar más su ventaja:
– Aún se más de lo que imaginas.
– ¿También las alfombras de la Paulinen Platz?
– Desde luego -respondió Porta secamente-. Me las das también. Después, anulo tu deuda y cierro los ojos respecto a lo demás.
Era un golpe arriesgado, pero tenía la suerte de cara.
– ¿No intentarás sonsacarme?
Heide permanecía en guardia.
– Palabra de honor -prometió Porta, levantando tres dedos en el aire.
– Tu palabra me la meto donde yo sé. Dame un recibo para los arenques, las sábanas y quinientas veinticinco alfombras de lana.
– He dicho todas las alfombras -insistió Porta.
– ¡Exageras un poco! -aulló Heide-. ¡Ochocientas alfombras! ¿Te das cuenta de que representan mucho más de lo que te debo?
– Olvidas mi discreción, que cuesta cara. También podría ir a buscar los artículos, en vez de perder el tiempo discutiendo contigo.
– ¿No pensarás denunciarme? -preguntó Julius Heide, indignado.