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El detenido será presentado ante el alto tribunal SS de policía de guerra, en un plazo de cuarenta y ocho horas. Provisionalmente, bajo la guardia de una Compañía penitenciaria.

Porta se había colocado en medio de la sala. Había cogido la gorra de Heide y se la había puesto al estilo de un Feldwebel, con la visera inclinada sobre el ojo izquierdo. Sonrió con falsa benevolencia a los tres detenidos.

– Miradme. ¿Veis mi grado? No lo olvidéis nunca. Tendréis ocasión de conocerlo en las próximas horas. Vosotros mismos decidiréis sobre nuestras relaciones futuras. Puedo ser como un gatito al que se acaricia en el sentido del pelo. Y puedo ser malo como un oso siberiano hambriento. Soy Obergefreiter, la columna vertebral del Ejército. Me llamo Joseph Porta, del 27.° Regimiento. Vaciad los bolsillos en la mesa.

Curiosos objetos aparecieron a la luz del día.

El SD Unterscharführer Blank contemplaba con ansiedad los cinco cigarrillos de marihuana que acababa de sacar del forro de su guerrera.

Porta los señaló.

– ¿No te da vergüenza? Esto es contrabando. Creo que hay que desconfiar de ti.

– Me los ha dado un prisionero -dijo Blank, intentando justificarse.

– Muy bien, a mí también acaba de regalármelos un prisionero -dijo Porta, triunfalmente, guardándoselos en el bolsillo.

Se volvió hacia el SD Scharführer Leutz.

– Y tú, ¿también has recibido regalos?

Sin esperar la respuesta, separó cinco bolitas del montón.

– Ya sólo falta la pipa. ¡Maldita sea! ¿Cómo te atreves, tú, un SD, protector de la patria, a poseer opio?

Leutz bajó la mirada. No sabía qué debía hacer. ¿Vociferaría, blasfemaría, pegaría puntapiés en el bajo vientre de aquel cretino de Obergefreiter? Miró hacia Hermanito. Más bien se inclinaba por un puntapié. Pero aquel grandullón tenía un aspecto demasiado peligroso. Jugueteaba con una pala de infantería muy afilada. De repente, hizo algo que dejó sin aliento a los prisioneros. Apoyando la pala en el respaldo de dos sillas, rompió el grueso mango con el canto de la mano, de un solo golpe.

– ¿Has visto, Porta? -gritó-. ¡Ya está! Pásame uno de esos tres SD y le romperé el lomo. Diremos que ha intentado atacarte.

Leutz se estremeció. Prefirió capitular.

– Es tuyo. Coge lo que quieras. Porta se mostró altivo.

– ¿Pues qué creías? -Sin esperar la respuesta del otro, cogió un reloj de pulsera y se lo llevó a la oreja -: Excelente reloj. Esto resiste toda una guerra.

Lo hizo desaparecer en su bolsillo. Leutz respiró pesadamente, pero no protestó. Los ojos de ave de rapiña de Porta se fijaron en un anillo que llevaba el SD Oberscharführer Krug. Era de oro repujado. Representaba dos serpientes, cuyas cabezas eran dos diamantes.

– Dámelo, y esta noche estarás tranquilo -prometió, alargando una mano.

Krug protestó, indignado, intentando apelar a la probidad de Porta.

– ¡Cállate, bocazas! -le interrumpió Porta-. Dame ese anillo y a toda velocidad. Tú mismo lo has robado.

El SD Oberscharführer cambió de táctica. Se mostró grosero, es lo menos que puede decirse.

– ¿Qué se ha creído usted, Obergefreiter? ¿No ve quién soy yo? ¡Basta de esto, o prepárese!

Porta rió jovialmente.

– ¿Aún no lo has entendido, eh, Oberscharführer? Oye, Anda o Revienta, ¿qué te parece este aborto?

– Estúpido -contestó secamente el legionario.

– De lo contrario, no estaría en las SD -añadió Pota, riendo.

Krug estaba furioso; olvidó dónde se encontraba. Con las manos en la cintura, hinchó el pecho a la prusiana. Nos costó horrores ocultar nuestra sorpresa.

Sólo el Viejo fingió no haber visto nada. Estaba absorto con el registro de detenidos, pero todos sabíamos que no sentía la menor compasión por aquellos verdugos caídos en desgracia.

– ¿No veis que soy Oberscharführer? -vociferó Krug.

– No estoy ciego -repuso Porta, arrogante-, pero aunque fueses general también te enviaría a la mierda.

Krug gritó. Le fallaba la voz. Tartamudeaba de excitación.

– ¡Maldita sea! ¡Exijo que se me respete! Debe de hablarme según el reglamento. Soy el SD Oberscharführer Krug, un hombre que conoce su deber. Mucho cuidado con sus palabras, Obergefreiter.

– ¡Residuo de letrina!

– ¡Haré un parte! -aulló Krug.

– Tu parte me lo paso por el trasero -respondió Porta expresivamente-. Todo el mundo se ríe de tus partes. Y hasta nueva orden, eres mi detenido.

Porta recalcó las dos últimas palabras.

– Ahora tendrás la amabilidad de regalarme todo lo que tienes, sin olvidar el anillo. Se lo ofreceré a Vera la Cachonda, de «El Huracán 11», por las atenciones que siempre me ha tenido. Si vuelves a protestar, no respondo de nada.

Luego, señalando a Hermanito, que se entretenía con un juego de naipes que había pertenecido a Blank:

– Ése se ocupará de ti. Adora a los SD. Hace todo lo que yo le pido. Pero si eres un muchacho sensato y prudente, le diré a Vera la Cachonda que el anillo es un regalo que me has hecho. Y dentro de varias semanas, cuando estés marcando el paso en la Brigada Dirlewanger, pensaremos en ti.

Krug dio un respingo al oír la palabra Dirlewanger. Pese a que la Brigada fuese muy «Gekados», Krug y sus compinches sabían muy bien lo que quería decir. Era una brigada disciplinaria SS que tenía por única misión aniquilar por todos los medios a los partisanos que había en los grandes bosques alrededor de Minsk. Su jefe, el SS Brigadenführer Dirlewanger, era un antiguo presidiario que a causa de su brutal cinismo y de sus tendencias sádicas había obtenido el mando de aquella unidad. Su crueldad era tan grande que incluso Himmler y Heydrich habían exigido que se le sometiera a un Consejo de Guerra y se le condenara a muerte. La violación de las prisioneras polacas era el menor de los cargos que pesaban contra él. Pero aquel sádico asesino estaba bajo la protección del jefe de las Escuelas de Oficiales SS, el SS Obergruppenführer Berger, quien, el 22 de noviembre de 1941, había empleado más de una hora en convencer a Heydrich y a Himmler de que era necesario tolerar al Brigadenführer Dirlewanger. Estos argumentos impresionaron sobre todo a Heide, quien tenía las mismas teorías que Berger. Había que combatir el terror mediante el terror. Hasta su muerte, Heydrich siguió convencido de que la victoria pertenecería al que mejor utilizara la violencia. Tres días antes del atentado de Praga, escribía:

No es usted más que un campesino sentimental, que no comprende nada de la guerra que libramos. Es probable que haya que exterminar al noventa por ciento del pueblo alemán. Sólo debería existir una forma de castigo: la decapitación. Resulta muy caro alimentar a los prisioneros. He ordenado a mi Einsatzkommando que fusile a las brigadas de prisioneros en cuanto terminen su trabajo. Los transportes no son de ningún modo rentables.

Los hombres de Dirlewanger estaban condenados a muerte, tanto por el enemigo como por sus compatriotas. Eran eliminados en cuanto se les sorprendía solos. Se les reconocía con facilidad por las dos granadas doradas que llevaban en sus cuellos negros de SS. Oficialmente, se les daba dos meses de vida. Cuando se celebraba alguna fiesta en el Estado Mayor de Dirlewanger, lo que ocurría a menudo, se enviaba un comando a hacer una razzia por las ciudades de Polonia o de la Rusia blanca para conseguir mujeres.