La carrera de Dirlewanger tuvo el final que merecía; pero, por desdicha, demasiado tarde. El mismo había inventado el bárbaro castigo de tostar a los prisioneros lentamente, sobre una hoguera. Encontraron a Dirlewanger colgado de un árbol, la cabeza hacia abajo, ennegrecido como un pedazo de pan demasiado tostado. Unos partisanos polacos explicaron que la operación fue realizada por ocho hombres de su brigada. Al parecer, Dirlewanger estuvo gritando cuatro horas y media, mientras que los ocho tipos formaban círculo alrededor del árbol, y cantaban:
So weit die braune Heide geht,
gëhört das alles mir.
Ich bin ein freier Wildbrestchütz…
Los partisanos no tocaron a los ocho hombres. En el Museo de Guerra de Varsovia puede verse un cuadro que conmemora este acontecimiento. Se reconoce con claridad el rostro de Dirlewanger sobre las llamas. Esto ocurrió el 21 de enero de 1945.
El SD Oberscharführer no se hacía ilusiones sobre su futuro. Sabía lo que le esperaba. Había visto salir a muchos con destino a la temida brigada, pero nunca había visto regresar a nadie. Todos desaparecían sin dejar rastro, lo mismo que su documentación. Desde luego, siempre quedaba una probabilidad entre mil. Esto dependía del comandante de la prisión militar de Torgau, pero el coronel Blanco no era nada blando con los SD en desgracia. Krug se prometió portarse de manera ejemplar, maldecir a la SD, etcétera. Cuando el coronel fuese informado por sus confidentes, tal vez le hiciera el favor de enviarle a un regimiento disciplinario.
De todos modos, Krug protestó débilmente contra las pretensiones de Porta.
En dos zancadas felinas, Hermanito estuvo a su lado.
– No rechistes, SD mío. Haz lo que te dice. Vacía los bolsillos. -Le empujó hacia la puerta del calabozo-. Éstos son tus aposentos hasta que te vengan a buscar tus compinches.
Porta se echó a reír.
– Mala suerte, Krug. Estás bajando la pendiente. Ya has sido olvidado, has dejado de existir.
– ¿Cómo se siente uno cuando es un muerto viviente? -preguntó Hermanito, interesado.
– No es nada divertido -protestó Krug, secándose la frente con un pañuelo no muy limpio, en el que había bordadas unas iniciales que no eran las suyas.
– No querrás que nos pongamos a lloriquear.
Krug murmuró algo incomprensible.
Hermanito cogió el anillo, lo olfateó y lo examinó cuidadosamente.
– Podría revenderlo en casa de «Emil». Di, Porta, ¿qué lleva escrito dentro?
– «P. L.» Explícanos quién era P. L., Krug.
– Paula Landau. Murió en Neuengamme.
– ¿Te regaló el anillo porque la trataste bien? -interrogó Porta con suavidad.
Krug se acarició la nuca, mirando alternativamente a los dos amigos. Prefería no entrar en detalles sobre el caso «Paula Landau». Ella estaba ya casi moribunda cuando llegó a Neuengamme. Krug había pasado unos días muy malos, temeroso de que los hechos llegaran a saberse. El Bello Paul era muy extraño en estas cosas. No tenía inconveniente en ordenar torturas espantosas, pero, ¡ay de quien tomara tales iniciativas por su cuenta! Aunque fuera en defensa propia. Ninguno de los componentes del grupo pudo olvidar nunca el final del Unterschadführer Willy Kirsch, tostado a fuego lento empezando por los pies. Muy despacio. La operación había durado tres semanas. Y todo por cinco mujeres que, de todos modos, estaban destinadas a la horca.
Krug se estremeció. Había que desviar el interés de aquellos dos tipos por Paula Landau. En aquel momento, parecían muy tranquilos. Pero Krug comprendía que sólo se trataba de una actitud. Eran unos demonios. Con aire indiferente, desenroscó el tacón de su bota y apareció un escondrijo secreto. Krug sacó dos billetes de cincuenta dólares y una cápsula de polvo blanco.
Porta fingió sorpresa. Olfateó los polvos.
– Cocaína… Has debido de ser rico. ¿Cómo te las has arreglado para caer tan de prisa?
Krug se retorció las manos.
– No te molestes -prosiguió Porta-. Aquí no somos muy delicados.
Hermanito hizo un ademán severo y tomó la palabra.
– Si te confiara los secretos de mi vida, te caerías sentado, SD de mis pecados. Dicen que Hermanito es tonto, pero no hasta el punto de que confiese lo que no se puede demostrar. Sólo le condenan a uno en la medida de lo que confiesa. Mientras no has confesado, los jueces y demás granujas no pueden hacer nada. ¿Has confesado tú, SD de mis desdichas?
Krug indicó que sí. Cualquiera lo hubiese tomado por un cristiano en la fosa de los leones.
– ¡Idiota…! -comentó Hermanito con sequedad.
– ¿Qué has confesado? -interrogó Porta, curioso.
– Chantaje. En Friedrichsberg había una gachí. Desde hacía tiempo teníamos a su fulano. Yo lo había hecho a menudo, sin pensar en que hubiera peligro. Pero la muy ladrona fue a ver al Bello Paul.
– Hubiese podido negar -dijo Porta.
– Imposible. Me tendieron la trampa.
– Y te has metido en ella como un solo hombre…
Hermanito rió de buena gana.
– Por eso estás con nosotros.
– Y muy pronto te encontrarás camino de Dirlewanger -añadió Heide alegremente.
– Has sido demasiado ambicioso, amigo -prosiguió Hermanito-. No hay que matar la gallina de los huevos de oro. Yo, por ejemplo, si alguna vez me encuentro ante diez pipas de opio, sólo cojo ocho.
– Así es como se hace -asintió Barcelona.
– Sí, pero arrambláis con todo lo que tengo -contestó Krug sin mucha convicción.
– Contigo es distinto -exclamó Hermanito-. Porque, aunque respires aún, eres hombre muerto. En tus papeles hay una raya roja. Nadie quiere conocerte. Los partisanos del padrecito Stalin te esperan ya en los bosques de Minks. ¿Sabes lo que hacen con los secuaces de Dirlewanger que caen vivos en sus garras?
A Krug le daba vueltas la cabeza.
– ¿Qué les hacen?
Hermanito rió diabólicamente.
– Explícaselo tú, Porta.
Porta se humedeció los labios y, después, escupió en el pavimento liso y reluciente.
Krug siguió con la mirada el chorro de saliva.
– ¿Te interesa? -preguntó Porta, con una sonrisa-. Te dejo que lo limpies. Tus compañeros de Fagen me enseñaron el truco.
– No es culpa mía. Nunca he estado en Fagen.
– Eres un mierda -decidió Porta-. Si no has estado también en Fagen es por pura casualidad. Algún día, cuando se salden cuentas, nadie habrá hecho nada. Todo el mundo habrá obedecido órdenes superiores hasta llegar al que está en lo más alto de la escalera.
– No es culpa mía -repitió Krug.
– Claro -replicó Porta-. Te obligaron también a ingresar en la SD, ¿no?
– Bueno, tal vez no exactamente -confesó Krug-. Pero en el SS «Infanterieregiment Deutschland» eran unos cretinos. Aquí se está mejor.
Por primera vez el Viejo levantó la cabeza. Miró con fijeza a Krug. Iba a hablar, pero renunció y volvió a ensimismarse con el Registro.
– Evidentemente, esto es mejor -repuso Porta-. En el regimiento «Deutschland» había que dar la impresión de que se era un héroe. Un héroe con los pantalones sucios. Aquí, son los demás los que tienen los pantalones sucios. Entiendo. Pero algún día lo pagarás caro.
– Cállate, Porta, estás diciendo tonterías -interrumpió Hermanito-. Cuenta a este tipo lo que hacen los partisanos del bosque. Se orinará de miedo. He de confesarte, Krug, que, comparados con los artesanos de Stalin en Minks, vosotros, pequeños hitlerianos, carecéis por completo de imaginación. ¿Te acuerdas del tipo que encontraron en el hormiguero, Porta?