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– ¡Cállate! -gritó el Viejo-. Aquí mando yo.

Cogió una metralleta de encima de la mesa, la amartilló y apuntó sucesivamente a todos los hombres.

Acechábamos sus movimientos. Estábamos seguros de que no dispararía. El Viejo no hacía esas cosas, pero todos obedecíamos sus pequeñas órdenes.

El ambiente estaba electrizado. Ansiábamos abalanzarnos sobre Heide. Merecía una buena paliza. Su hermoso rostro nos exasperaba. Su cínica brutalidad hacia sí mismo y hacia los demás era como una espina clavada en nuestra carne.

– ¡Mil diablos! -exclamó el legionario, rompiendo así la tensión.

Heide se levantó. Apoyándose en las manos, sacudió la cabeza como un perro mojado.

– Has hecho trampas -dijo entre dientes, con sorda cólera. Se llevó la mano al cuello, rojo y tumefacto a causa de la brutal presión de Porta-. Esto que has hecho no está bien.

– Unteroffizier Julius Heide, no acuses a la gente honrada -dijo Porta con suavidad-. No puedes permitírtelo. Eres un mal sujeto, Julius. Y, además, eres demasiado guapo.

Heide se irguió cuan alto era.

– Nunca serás una persona cabal -replicó-. Te llevarás una gran sorpresa el día en que los rojos te metan una bala en el cráneo. En el cielo, no querrán saber nada de ti. Te quitarán las botas y te harán caminar descalzo sobre las piedras hasta el infierno, conducido por el Hauptfeldwebel más cretino de toda la creación.

– Es posible que tengas razón -dijo Porta, alegremente-, pero tú me acompañarás. Tal vez el buen Dios me dé el mando del grupo. No me cabe la menor duda de que confiará más en un Obergerfreiter que en un suboficial prusiano. Y te prometo que tendrás que llevar el mortero durante todo el camino hasta el horno de Lucifer.

El timbre interrumpió su discusión. Entraron dos SS con una vieja. Era la misma que Porta y yo habíamos visto ingresar a primera hora de la noche. Había envejecido en unas horas. Llevaba el sombrero torcido.

Uno de los SD alargó unos papeles a el Viejo.

– Son para ti -anunció-. Hay que llenarlos.

El Viejo protestó violentamente.

– Ni hablar. Aquí no nos importan vuestras historias. Somos militares, no polis.

– ¡Calma! -gruñó el SD.

E inclinándose hacia el Viejo, le murmuró unas palabras al oído.

El Viejo lanzó una mirada a la anciana.

– Vaya, felicidades. ¡Qué equipo!

– Tienes razón -confesó el SD-. Da asco. A mí me vinieron a buscar a la Kripo. Pronto seré viejo. -Dio la vuelta a la sala de guardia y dijo, dirigiéndose al techo-: Preferiría estar lejos de aquí.

– ¡Ah, mi trasero! -exclamó el legionario-. Nadie te obliga a ser poli. Puedes irte cuando quieras. Puedes escoger entre treinta y tres divisiones SS.

– Tienes demasiado canguelo -gritó Heide-. Conozco los de tu ralea. Se ensucian en los calzones en cuanto se acercan a un terreno batido por la artillería.

El SD se mostró grosero.

– ¿Qué os habéis creído, bocazas? ¿Y si cogiéramos a uno o dos de vosotros para tener una pequeña conversación privada, allí, bajo el techo?

– Merde, es posible -dijo sonriendo el legionario-. Pero, de todos modos, creo que estirarás la pata antes que nosotros. Nuestros calabozos están llenos a rebosar de compañeros tuyos. Ayer, eran tan orgullosos como tú ahora. Hoy, han perdido sus buenos colores.

El policía lanzó una mirada malévola al legionario, que sostenía su eterno cigarrillo entre los labios.

– Te conozco. Todo el mundo te conoce. Eres ese dichoso francés que tanto da que hablar; pero no te enorgullezcas. Tu tiempo está contado. Le hablaré de ti al Bello Paul.

En tres saltos, Porta estuvo junto al pequeño SD. Le puso una bala de nueve milímetros ante las narices.

– ¿Sabes lo qué es esto, hermano?

El SD se encogió de hombros.

– Todo el mundo lo sabe. Es una bala de «P-38».

– Muy bien, hermano. Pero mírala bien -insistió Porta, haciéndola girar frente al SD. El proyectil estaba aserrado-. ¿Has visto alguna vez el agujero que esto le hace a un individuo? Y puedo asegurarte que tengo una caja llena.

– ¿Y a mí qué me importa todo esto? -gritó el SD, nervioso.

– Quizá más de lo que crees, hermano. Esta clase de píldora está reservada para los tipos de tu especie. Eres un SD, y está muy bien que lo seas. Las pillerías que cometes, también están de perlas, forman parte de tu oficio. Tienes los bolsillos llenos de objetos robados. Todo resulta muy simpático.

– ¿Quién te ha dicho que robo? ¡Esto es el colmo!

– No hace falta que grites -le advirtió Hermanito desde el otro extremo de la sala-. Tu madre debió de explicártelo cuando eras pequeño, ¿no? En todo caso, debes saber que un policía ha de ser siempre dueño de sí mismo. Y ahora vas tú y te pones furioso como una histérica gachí de treinta y ocho años.

– Repito que tus bolsillos están llenos de objetos robados -prosiguió Porta, impasible-. Eres un pobre cretino. Pero ya que insistes en querer demostrarnos lo contrario, me permito hacerte observar que estás en territorio del Ejército, y que el Viejo, nuestro Feldwebel y comandante de la guardia, puede darme la orden de detenerte. Te registraremos, y después, te llevaremos ante el Bello Paul, en calidad de sospechoso. No saques el pecho. Es mejor que te inclines. Te conviene. Haz lo que te parezca, excepto una cosa; no te metas con ninguno de los nuestros. Tal vez consigas hacer que detengan a uno o dos, pero todo habrá terminado para ti. Conseguiremos tu piel. Somos unos hachas para los golpes en la nuca. Los comisarios de Iván nos han enseñado el truco.

– Déjate de sermones -gritó Heide-. Pegadle en seguida un buen bofetón. No arriesgamos nada. Ha cometido el suficiente número de fechorías como para que el Bello Paul nos dé las gracias.

– Esto es una amenaza -gruñó el SD, palpando la funda de su pistola.

Su colega permanecía neutral. Examinaba minuciosamente fotografías de muchachas más o menos desvestidas.

– Eres rápido de entendederas -dijo Porta, sonriendo.

– ¡No me dais miedo! -chilló el SD, histérico.

– Te estás ensuciando en los calzones -replicó Hermanito desde su rincón.

– No os peleéis, hijos míos. Esto no está bien. Ya hay demasiada discordia en la Tierra.

Sorprendidos, miramos a la viejecita, que se nos acercaba con un dedo levantado.

– Son los nervios, la guerra -prosiguió ella con voz temblorosa-. Tenéis que ser tan amables como vuestro jefe, Herr Bielert. Él es muy bueno, ni siquiera ha querido que vuelva a pie a mi casa a esta hora de la noche. Quería prestarme su auto. Qué amable, ¿verdad?

Hermanito se disponía a decir algo, pero Heide le pegó una patada en el tobillo.

El SD se había achantado. La disputa quedó relegada en el olvido. El hombre señaló los papeles que había ante el Viejo.

– ¿Comprendes ahora por qué quería que los llenaras tú?

El Viejo asintió con la cabeza.

– Bueno, lárgate.

La viejecita estrechó las manos de ambos.

– Gracias por todo, soldados. Si pasáis por Friederichsberg, no dejéis de venir a verme. Siempre tengo caramelos y revistas ilustradas. Os gustarán. Gustan a todos los jóvenes.

– Gracias -contestaron los otros, incómodos-. Pasaremos a verla.