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En la escalera, uno de los dos se volvió. Su calavera brillaba siniestramente.

– Hasta la vista, señora Dreyer.

Ella le saludó con la mano. Luego, la puerta se cerró de golpe.

El legionario dio tres vueltas a la llave y corrió el cerrojo. Al otro lado de la puerta, la Gestapo. Aquí, el Ejército. Dos mundos que no tenían nada en común.

La viejecita hurgó en su bolso para encontrar un paquete de caramelos. Dio la vuelta a la sala para ofrecernos uno a cada uno. Toda la Compañía de Guardia chupaba caramelos.

Hermanito tuvo derecho a dos.

– No tema, señora Dreyer -dijo. Con gran sorpresa por nuestra parte, se mostraba hasta cortés-. Todo se arreglará. Nosotros nos encargamos de esa Gestapo. Una vez me cargué…

Lanzó un grito de dolor, al tiempo que se frotaba un tobillo.

Heide sonrió delicadamente.

– ¿No crees que podrías callarte?

Hermanito guardó silencio, enfurruñado.

– No hay ningún mal en explicar lo que hicimos en Pinks, cuando ayudamos a aquellas tres gachís a escapar de la SD.

– ¡Cállate! -gritó Barcelona.

La señora Dreyer intentaba poner paz.

– Dejadle hablar. No es más que un muchacho incapaz de hacerle daño a una mosca.

– Está lleno de mentiras -dijo Porta, riendo-. No sabe lo que es la verdad. Nunca ha oído hablar de ella. Si hoy es lunes, 19, dirá que estamos a martes, 20.

– Vendería su alma por dos reales -aseguró Steiner.

Hermanito se disponía a protestar. Ya había levantado una silla, cuando el legionario le retuvo por un brazo, cuchicheándole unas palabras que le tranquilizaron en el acto.

Nos pusimos a jugar a los dados.

La señora Dreyer se había dormido en una silla, junto a la pared. Nuestra risa la despertó.

– Querría marcharme. ¿Creéis que el vehículo llegará pronto?

– ¡Cameron! -gritó Porta, enseñando los seis dados.

– El señor Bielert me ha prometido que podría regresar pronto a mi casa.

Rehusábamos escucharla. No era más que una vieja que no entendía nada. Estaba entre las manos de la implacable justicia de una dictadura.

Heide recogió los dados, los agitó enérgicamente y después los lanzó con elegancia sobre la mesa. Seis ases. Lanzó un aullido de alegría, volvió a recogerlos, los agitó en medio de un silencio mortal.

– Señor Feldwebel, ¿quiere probar a llamar para ver si ha llegado el automóvil? Tengo sueño y estoy cansada.

Heide lanzó los dados. Seis ases. Nadie dijo ni pío. La tensión aumentó. Porta cogió los dados para examinarlos.

Heide sonrió, al leer los pensamientos de Porta.

– Lo siento, Herr Obergerfreiter Joseph Porta, pero no están cargados. Para jugar hace falta inteligencia, y el llamado Heide la tiene. Saco otros tres ases y me lo llevo todo o tú doblas la apuesta.

– No es posible -interrumpió Barcelona.

Heide se echó a reír. Agitó violentamente el cubilete de cuero. Con los brazos por encima de la cabeza, le hizo dar vueltas y después lo depositó en la mesa, boca abajo. Permaneció así durante dos minutos, sin levantar la mano. Después, encendió un cigarrillo, muy tranquilo. Ni siquiera Porta se dio cuenta de que se trataba de un cigarrillo suyo.

– Tengo los pies hinchados. Me aprietan los zapatos -gimió la señora-. Estoy fuera de casa desde esta mañana.

Heide señaló el cubilete de cuero en medio de la mesa.

– ¡Levántalo, maldita sea! -murmuró Steiner-. ¡Levántalo!

– ¿Por qué? -preguntó Heide, riendo-. Puedo deciros lo que hay: seis ases Dadme lo que tenéis. Es mío.

– ¡Fanfarrón! -gruñó Porta.

– Te cojo la palabra -decidió Heide-. Si no hay seis ases ahí debajo, aumentamos diez veces la apuesta.

Porta se retorció. La pasión del juego se había apoderado de él. Sus ojillos porcinos miraban con recelo. Se pasó una mano por el cabello rojizo.

– Maldita sea, Julius, ¿te burlas de nosotros? No puedes saber qué hay seis ases. No es posible.

– Son las dos, Herr Feldwebel. Si el automóvil no ha venido, cogeré el tranvía a las tres.

– ¿Has dicho que aumentemos diez veces la apuesta? Tengo miedo.

– Enséñanos los dados -suplicó Barcelona-. Levanta el cubilete, Julius.

Lentamente, Heide alargó la mano hacia el cubilete de cuero. Se sentía importante, pero gotas de sudor perlaban su frente.

Hermanito se rascaba el rostro con nerviosismo. No se acordaba de que tenía un cigarrillo encendido en los labios. No sentía que se quemaba las manos y la boca.

El Viejo estaba semitendido en la mesa, y también parecía hipnotizado por el cubilete de cuero.

– ¿Estás seguro de que hay seis ases? -murmuró.

– Sí -gruñó Heide-. Ya lo he dicho: seis ases. Habéis perdido.

– Imposible -suspiró Barcelona.

Una metralleta cayó al suelo. Nadie le prestó atención.

– Ahí llega un auto. Tal vez sea el mío.

La señora Dreyer se levantó de la silla y empezó a abrocharse el viejo y raído abrigo.

Heide levantó muy lentamente el cubilete.

Había seis ases.

Hermanito pegó un salto hacia atrás. Su silla cayó.

– ¡Tiene un pacto con el diablo! -gritó.

Porta levantó la mirada.

– ¿Cómo diantre lo haces, Julius? No puedo creerlo. Tres veces seis ases. Nunca lo había visto.

– No te ocupes de esto -contestó con arrogancia-, pero dame lo que me debes. Puedes tachar mis deudas de tu libretita negra.

Porta entornó los ojos, miró con fijeza a Heide.

– ¿Y si jugaras otra vez, Heide? Veinte veces la apuesta.

Heide se estremeció. El sudor le inundaba el cuerpo. Nos miró a uno tras de otro. Ojos ávidos le acechaban por doquier. Se sintió tentado de aceptar. Después, se dominó. Tiró el cubilete al suelo.

– No quiero.

– Cobarde -gruñó Porta, sin poder ocultar su decepción.

– ¿Por qué ha ido a buscarla la Gestapo? -preguntó Heide a la señora Dreyer, no porque le interesara, sino para distraer a Porta del juego.

– La señora Anna Becker, mi vecina, escribió al señor Bielert diciéndole que yo había insultado al Führer.

Enderezamos las orejas: ¡Insultar al Führer!

– Párrafo 1.062 b, capítulo 2 del Código Penal del Reich -repitió Steiner, lanzando un suspiro.

Stege se inclinó sobre la mesa, y dijo en voz baja:

– Aquel que de palabra o por escrito insulte al Führer será reo de penas de prisión o de la pena de muerte.

Mirábamos a la señora Dreyer con ojos distintos. Resultaba interesante. No encontrábamos extraordinaria su probable condena a muerte. Habíamos visto tantas… Pero lo interesante es que ella no lo sospechara.

– ¿Qué dijo usted? -preguntó Heide.

La señora Dreyer se secó la frente con un pañuelito que olía a espliego.

– ¡Oh, sólo lo que repite todo el mundo! Fue durante el gran ataque aéreo del año pasado. Como sabéis, bombardearon Landungsbrücke y el pensionado detrás de la estatua de Bismarck. La señora Anna Becker y yo fuimos a verlo. Después, dije estas palabras que no han agradado al señor Bielert: «Todo era mejor en tiempos del emperador. Entonces, no bombardeaban así las ciudades, teníamos comida suficiente. y nuestros zapatos no estaban agujereados. Adolph Hitler no lo ha entendido bien. Él ha nacido pobre; sólo los grandes saben gobernar un país.»

– ¡Cielos! -exclamó Barcelona-. Si reconoce haber dicho todo esto está lista. Lo sé desde mi época en los Servicios Especiales, en España. La gente decía a menudo cosas sobre el general Miaja o sobre la Pasionaria. Naderías, sin darle importancia, pero una vez escrito por el Departamento de Asuntos Especiales se convertía en algo muy grave. Atentado contra la seguridad del Estado.