El teniente Ohlsen se agitaba en su silla. Miró durante mucho rato al consejero criminal, terriblemente pálido, que ocultaba los ojos tras unas grandes gafas oscuras. Ohlsen tenía la impresión de estar sentado frente al diablo. Las gafas negras convertían a Bielert en un ser anónimo. Solamente la voz era personal. Un torrente de palabras malévolas.
– Señor consejero criminal, rechazo con firmeza sus acusaciones, y por lo que respecta a la colaboración, conozco mi deber de ciudadano del Tercer Reich: comunicar inmediatamente cualquier sospecha de pensamientos o palabras dirigidos contra el Estado.
Bielert se echó a reír.
– No se embale demasiado. No soy tonto. ¿No comprende lo que busco? Usted no me interesa. A quien quiero es a un miembro de su familia. Me contentaré con uno sólo. Podría detener a toda la familia, si quisiera, pero no lo haré. Sólo precisamos un miembro de cada familia del país. Es una necesidad.
El teniente Ohlsen se puso rígido.
– No acabo de entenderle, señor Bielert. No veo qué relación tiene mi caso con mi familia.
Bielert hojeó unos papeles que tenía delante. Arrojó la colilla de su cigarro por la ventana abierta.
– ¿Qué me diría si empezáramos por disponer una orden de detención contra su padre? El 2 de abril de 1941, a las 11,19 horas, discutía de política con dos amigos. En el transcurso de la conversación dijo que había dejado de creer en una victoria nazi, que consideraba al Estado como un gigante con pies de barro. Estas palabras no parecen muy graves, mi teniente, pero cuando las hayamos arreglado un poco, quedará usted sorprendido. No será sólo el apartado 91. Su hermano Hugo que sirve en el 31.° Regimiento Blindado, en Bamberg, ha expresado una opinión a la que podríamos calificar de extraña, sobre las estadísticas del Tercer Reich. También podría enviar una invitación a su madre o a su hermana. Fijémonos por un momento en su hermana. -Se recostó en la silla y ojeó unos documentos-. Es enfermera en un hospital militar del Ejército del Aire, en Italia. Durante su servicio en un barco hospital, en Nápoles, el 14 de septiembre de 1941, afirmó que maldecía la locura que Hitler había implantado. Sólo él era responsable de los sufrimientos de los heridos. Apartado 91, señor teniente. Como ve, lo sabemos todo. Ni un ciudadano, ni un prisionero puedo hacer o decir algo sin que lo sepamos. Escuchamos de día y de noche. Nuestros ojos penetran hasta en los ataúdes de los cementerios.
Dejó caer ruidosamente una mano sobre el montón de documentos.
– Tengo aquí un caso contra un alto funcionario del Ministerio de Propaganda. El muy imbécil se ha desahogado en presencia de su amante. Cuando le haya hablado de sus escapadas a Hamburgo, estará dispuesto a colaborar. Me gustaría muchísimo poner un poco de orden en el Ministerio del doctor Goebbels. Dos de mis hombres han salido hacia Berlín para entregar a ese burócrata del Ministerio de Propaganda una invitación para que venga a conversar conmigo.
Bielert se rió de buena gana, enderezó su corbata de color gris pálido, se quitó un poco de ceniza que tenía en el traje negro.
– Es ridículo. La gente se queja siempre de que nunca sale. Pero cuando les envío una invitación para sostener una conversación íntima, no les gusta en absoluto. Y, sin embargo, tenemos la mesa dispuesta las veinticuatro horas del día. Todos son bien venidos. Y sabemos escuchar. Esto es muy apreciable en sociedad.
– Tiene usted un curioso sentido del humor -no pudo dejar de comentar el teniente Olhsen.
Paul Bielert le miró con sus ojos, fríos como el hielo en una noche de invierno.
– El humor no me interesa. Soy el jefe de la sección ejecutiva de la policía secreta. No nos gustan las bromas. Cumplimos nuestro deber. Nuestra vida es el servicio. La seguridad del país descansa en nosotros. Liquidamos a cualquier persona que no sepa vivir en nuestra sociedad. Firme la declaración y dejaré tranquilo al resto de su impertinente familia. Era la idea de Reinhard Heydrich. Espere a que hayamos ganado la guerra y verá cómo toda la población de Europa saludan a los oficiales SS con una profunda reverencia. Hace unos meses, estuve en el Japón, donde vi a holandeses e ingleses inclinarse humildemente ante un teniente de Infantería.
Se arrellanó en el butacón acolchado y apoyó la cabeza en sus manos afiladas. En el brazo del sillón estaba esculpido el emblema de las SS, la calavera.
El teniente, Olhsen se estremeció. Sólo faltaban unos cuervos para que pareciera el trono del diablo o el de una bruja. Miró por la ventana. La sirena de un barco silbaba en el Elba. Dos palomas se arrullaban amorosamente en la cornisa, y la bandera roja con la cruz gamada ondeaba sobre el puesto. Un emblema que había nacido con sangre.
Dos gaviotas gritaban, disputándose un pedazo de carne. A Ohlsen habían dejado de gustarle las gaviotas el día en que, después de ser torpedeado en el Mediterráneo, había visto cómo reventaban los ojos del comandante, que estaba medio muerto. Los cuervos y los buitres, e incluso las ratas y las hienas, esperaban a que la víctima hubiese muerto. Pero las gaviotas no tenían paciencia. Picoteaban los ojos, los extraían en cuanto la víctima ya no podía defenderse. Las gaviotas representaban a sus ojos, la Gestapo de los pájaros.
Miró a el Bello Paul, con su cuidado traje negro, y, de repente, comprendió que la Gestapo de los pájaros era caritativa en comparación con la de los hombres.
Cogió la declaración y la firmó, apático. Ya todo le era igual. ¡Había dicho tantas cosas sobre el Führer…! Cosas peores que las que estaban anotadas en aquel papel. El que le había denunciado no tenía una memoria infalible. ¡Si por lo menos pudiera averiguar quién era el soplón y enviar un mensaje al legionario y a Porta…! Se regocijó al pensar en lo que le ocurriría a aquel tipo. Ni siquiera un general de Brigada podría escapar. Porta se había cargado a muchos tipos. Siempre llevaba un bolsillo lleno de cartuchos con entalladuras. Era con uno de éstos que mató al capitán Meyer y a Brandt, miembro de la Gestapo, destinado un día a la Compañía, bajo el disfraz de cabo. Pero el legionario había descubierto la insignia ovalada de la Policía. Al regresar del próximo reconocimiento, el cabo Brandt fue declarado desaparecido. Cuando la patrulla hubo roto filas, Porta dijo lo suficientemente fuerte para que todo el mundo le oyera: «Dios es bueno. Me ha dado un ojo seguro y un dedo acostumbrado a apretar el gatillo. Coloca frente a mí unos blancos interesantes. Sabe dónde se oculta el diablo.»
Después, se había vuelto hacia Hermanito, y había añadido:
– Será mejor que vayamos a ver al capellán, a confesarnos. Ahora, el viejo jefe de Batallón, Stuber, pasaría a ser, sin duda, jefe de la 51.ª. Le faltaba estatura para mandar a aquellos muchachos; ni sospechaba lo que eran. Pero estaba obligado a aceptar un mando en el frente. Necesitaba el suplemento de paga para satisfacer a su esposa, llena de ambiciones. Quería muebles bonitos, alfombras caras. No podía ser menos que la mujer del comandante. Quería una criada como la mujer del comandante de la guarnición. Y le gustaba mucho recibir.