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El jefe del Batallón, Stuber, había suplicado al coronel Hinka que le concediese un mando en el frente. El coronel había contestado con evasivas. Sabía que Stuber no era apto para el servicio en el frente. Pero, por último, exasperado, lo había prometido. Y ahora la 51.ª Compañía era libre. La compañía más dura de todo el Ejército alemán. La llamaban «la Compañía del diablo». Todo el Cuerpo de oficiales conocía a los tiradores escogidos de la Compañía: Porta, el legionario, Barcelona y Hermanito. También conocía a los lanzadores de granadas, Steiner, Julius Heide y Sven, que alcanzaban el blanco a ochenta metros de distancia. A aquellos hombres les era muy fácil liquidar a un indeseable. Había ocurrido ya muchas veces, sin que nadie hubiese podido demostrarlo. Asesinato, decían algunos. Defensa propia, aseguraban otros. El legionario había dicho una vez:

– Participamos en una guerra en la que sólo luchamos por nuestra propia vida. Matamos y maltratamos a hombres de otras naciones contra los que no tenemos nada, camaradas como los nuestros. El enemigo está entre los nuestros.

Nadie había contestado. Lo que había dicho era tan cierto, tan absurdo…

El consejero criminal Paul Bielert cogió el documento firmado, ofreció uno de sus cigarros brasileños al teniente Ohlsen, y dijo secamente:

– Bueno, ya está hecho.

El teniente Ohlsen no contestó. Ya no había gran cosa que decir. Hubiese podido retrasar el asunto, negar; pero el resultado final hubiese sido el mismo. Para la Gestapo, lo único que contaba era la confesión y el juicio.

Diez minutos más tarde, dos SD Unterscharführer entraron en el despacho. Uno de ellos apoyó pesadamente una mano en el hombro del teniente Ohlsen, y dijo con voz alegre:

– Vamos a dar un paseíto en automóvil, mi teniente, y os gustaría que nos acompañara.

Se reían. Aquel SD Unterscharführer siempre decía: «No hay que ser brutal si se puede ser amable.» Tiempo atrás cuando su Sección había sido designada como pelotón de ejecución, había dicho a una mujer doctora mientras le anudaba una venda sobre los ojos:

– Sólo le pongo una cortina delante de los faros, querida señora, porque no todo es agradable de ver. Imagine que jugamos a la gallina ciega.

Todo el pelotón se retorció de risa. Desde aquel día, llamaban a las ejecuciones «la gallina ciega».

El Unterscharführer Bock era así. Ahora estaba sentado junto al chofer, y explicaba, como un guía, todo lo que veía. Pasaban por la Mönckebergstrasse, atravesaban la plaza Adolph Hitler. A causa de los bombardeos se veían obligados a dar un rodeo y pasar por el Alster, donde cruzaron ante el hotel «Vier Jahreszeiten». Allí, Bock sintió la necesidad de decir:

– Todos esos hijos de papá se lo están pasando bomba, en espera de que perdamos la guerra; pero pronto iremos a desenmascararlos.

Después atravesaron Gansemarkat, cogieron por la Zeughausallee y bordearon la Reeperbahn. Estaba lleno de gente alegre que iba de una tasca a la otra.

– Si no tuviéramos tanta prisa -dijo Bock- habríamos podido soplarnos una botella de cerveza.

En la Kleine Maria Strasse había una larga cola.

– Acabamos de instalar veinte putas nuevas -explicó Bock-. Parece que esta pandilla de toros quiere probarlas. Y aún hay quien dice que en el Tercer Reich no hay servicios organizados. Mi teniente, ¿ha reflexionado alguna vez en lo que representa exactamente el nacionalsocialismo?

Como el teniente Ohlsen no respondiera a esta pregunta de máxima actualidad, el otro prosiguió:

– La mejor forma de comunismo.

– ¿Cómo se las arregla para llegar a esta conclusión? -preguntó el teniente Ohlsen, sorprendido.

Bock se rió, halagado.

– Somos nacionalcomunistas que quieren convertir a todas las demás naciones en países alemanes, a condición, desde luego, de que sus habitantes tengan la nariz recta. En Rusia, evidentemente, también son comunistas, pero no se interesan en convertir en rusos a los demás. Te pegan un coscorrón y después te dicen: «Ahora eres bolchevique, y lo que yo pienso lo pensarás tú también.» Nosotros dejamos tranquilos a los hombres con sotana, no les obligamos a llevar la cruz gamada. En Rusia, les ahorcan. En el fondo, hay ciertas cosas que me gustan en los tipos de Moscú. Nosotros somos demasiado blandos. Esa pandilla del Papa amenaza con vencernos Son más fuertes de lo que pensamos, y si no vigilamos, aún lo serán más A la gente le gusta el confesionario y todas esas zarandajas. Personalmente, sabré mantenerme apartado.

– ¿Tantas cosas tiene sobre la conciencia? -preguntó el teniente Ohlsen con suavidad.

Bock miraba hacia la Königin Allee; la gran iglesia estaba en ruinas.

– No me asusta nada. Solamente he obedecido, y seguiré haciéndolo. Y me importa un bledo quién me da las órdenes.

– Hablas demasiado -gruñó el chofer-. Lo que has dicho sobre el comunismo no está bien.

– ¿Acaso no es cierto? -protestó Bock.

– No lo sé. Solamente soy un Unterscharführer, y esto me basta.

Se detuvieron ante el edificio del Estado Mayor, y entraron lentamente, en primera, después de atravesar la cancela. La puerta chirrió. Hacía mucho tiempo que no la habían engrasado.

– ¿De dónde y adonde? -preguntó el centinela, asomando la cabeza por la portezuela.

– Gestapo IV-2-a, Stadthausbrücke, 8 -ladró el chofer-. Transporte a la cárcel de la guarnición.

– La orden de ruta -pidió el centinela.

Verificó las tres personas, examinó un momento al teniente Ohlsen. «Estás listo -pensó-. Es tu último paseo sobre almohadones blandos. La próxima vez, irás en carreta, con doce hombres.» Se colocó ante el vehículo, para controlar la matrícula. Saludó resueltamente al oficial prisionero.

El gran «Mercedes» siguió adelante por el cuartel. Un letrero indicaba la velocidad: tope máximo, 20 kilómetros por hora.

El teniente Ohlsen se fijó en un grupo de oficiales con guerreras blancas que ascendían por la ancha escalinata que llevaba al casino. Conocía el casino de los oficiales del cuartel de Caballería, el mejor de toda la región militar.

El automóvil avanzaba lentamente por la gran plaza de armas, donde millares de reclutas, dragones y ulanos habían levantado ingentes cantidades de polvo desde que el emperador había inaugurado el cuartel, en 1896. Bordearon las cuadras, que servían de garajes y almacenes. Hacía tiempo que los fogosos caballos habían desaparecido.

Después, se detuvieron bruscamente ante la cárcel de la guarnición.

– Ya hemos llegado -dijo Bock, riendo satisfecho-. Un baño refrescante y una cama calentita esperan en cada habitación individual. Aquí la divisa es: todo para el cliente. Todas las puertas están cerradas para que no se cuele ningún fantasma.

– ¡Cuántas tonterías dices! -gruñó el chofer.

– Pero yo no soy ladrón -replicó Bock, riendo.

– ¿Qué quieres decir -preguntó el chofer, entornando sus astutos ojillos.

– Prueba de adivinarlo por tres veces -repuso Bock, con una expresiva sonrisa.

El chofer murmuró unas frases incomprensibles.

Dentro de la cárcel, sonó una campana. Se oyó el ruido de unas botas claveteadas. Unas llaves tintinearon siniestramente.

Un Obergefreiter de Caballería abrió la portezuela de hierro.

– Entrega de un detenido preventivo del 27.° Regimiento Blindado, por la Gestapo IV-2-a, Hamburgo -ladró el Unterscharführer Bock.