El Obergefreiter movió la cabeza sin decir palabra y firmó e! recibo del teniente Ohlsen, como si se tratara de un objeto cualquiera.
– ¿Es un candidato al hacha? -preguntó cuando devolvió los recibos firmados.
– Nunca se sabe -replicó Bock, riendo.
Tres brazos se levantaron para saludar. Después, Bock y el Obergefreiter se estrecharon la mano mientras decían «¡mierda!»
El teniente Ohlsen quedaba completamente aparte. Estaba vivo y, sin embargo, había muerto ya.
– ¡De frente, marchen! -ordenó el cabo primero-. Segundo a la izquierda. ¡Al paso! Uno, dos, uno, dos. ¿Nunca ha hecho la instrucción? Dos a la izquierda, adelante. ¡Alto! ¡Derecha!
Abrió una puerta y ordenó al teniente Ohlsen que entrara en una oficina, donde un Stabsfeldwebel de Artillería estaba instalado tras un escritorio de madera de pino. Era un tipo musculoso, calvo, de aspecto malévolo. En su pecho colgaban las Cruces de Hierro de primera y de segunda clase.
El Stabsfeldwebel se lo tomó con calma. Examinó con lentitud los papeles del teniente Ohlsen. Como un gorila cansado, se puso en pie frente a él. Entornaba sus ojillos amarillentos. Las cejas, de color castaño claro, le hacían parecerse a un cerdo. En el cuartel le llamaban el Verraco.
Enarcó una ceja, se lamió los labios, eliminó un pedacito de carne de entre los dientes y se balanceó para hacer crujir sus altas botas de Artillería.
– Criminal de Estado -dijo-. Criminal de Estado. Mostraba un tono despectivo-. No ha birlado nada. Lamentable, muy lamentable. Los verdaderos criminales son preferibles a vosotros, los del apartado 91. Se puede confiar en los verdes, pero no en vosotros, los rojos. Incluso prefiero a los amarillos. Se pasan el día pegados a la Biblia, es cierto, pero acaban por capitular. No son idiotas como vosotros, los rojos. Vosotros lucháis contra molinos de viento. Tratad de meteros esto en vuestras cabezotas. Escuche bien, prisionero: vacíe los bolsillos y no se olvide de los escondrijos secretos. Abra el agujero del culo y ponga todas sus cosas aquí, sobre mi mesa. De derecha a izquierda, y en línea recta, señor. Utilice el borde de la mesa como regla. Dos dedos entre cada objeto. El encendedor y las cerillas, a la derecha. El dinero, en el extremo izquierdo. Y a toda prisa, que estamos en guerra y no tenemos tiempo que perder con los criminales de Estado.
El teniente Ohlsen contemplaba todos sus bienes sobre la mesa del Stabsfeldwebel encendedor, estilográfica, reloj, pipa, agenda y todo lo que un hombre suele llevar en los bolsillos. Completamente a la izquierda, 32 marcos y 67 pfennigs. Lamentaba no haber enviado este dinero a su hijo, en el campo.
Todos los objetos fueron anotados concienzudamente en e! inventario. Ataron una etiqueta a cada artículo, lo que para ciertos objetos, como la lima de las uñas y el encendedor, ofrecía bastantes dificultades.
– ¿A quién se le ocurre ir por el mundo con esas cosas? -rezongó el Verraco, mientras trataba de atarlas.
Por último, vio la estrella roja sobre la cartera del teniente Ohlsen. La escarapela de un comisario ruso: un recuerdo de Kharkov.
– No puede conservar esas cosas -decidió el Verraco.
Y arrancó la estrella roja, la echó al suelo y la pisoteó.
Incluso las pesadas espuelas de sus botas parecían tintinear llenas de ardor mientras procedía a la destrucción.
– Se lucha contra ellos y sé les aniquila.
Al Artilleriestabsfelwebel Stahlschmidt le gustaba su trabajo. Sabía que le llamaban el Verraco, pero nadie se había atrevido a decírselo cara a cara. ¡Qué Dios y el diablo protegieran a quien lo hiciese! Llevaba casi quince años en la cárcel de la guarnición de Altona. Varias cintitas de colores colgaban de su pecho: la Medalla al Mérito y recompensas por servicios prestados en la prisión. Durante la Primera Guerra Mundial había sido herido ligeramente en la batalla del Sorna Un granadero británico le había clavado un pedacito de bayoneta en el muslo izquierdo. El grito que lanzó el Verraco se había oído a kilómetros de distancia. Durante la convalecencia había conseguido obtener el cargo de ayudante de la prisión de campaña de la 31.ª División de Infantería, en Mons. Más tarde, se las había arreglado para permanecer en el servicio de las prisiones militares. Después de haber servido varios meses como soldado a las órdenes del Freikorpsgeneral Von Lüttwitz, en 1920 había pasado a ser ayudante en la prisión civil de Hannover. Esta vida civil sólo había durado nueve meses. Luego, había entrado en la Reichswehr. Se había encontrado como pez en el agua en medio de aquel ejército de cien mil hombres, donde se llevaron a cabo las maquinaciones susceptibles de dar paso a Hitler. Sin aquel ejército, a los nazis les hubiera sido imposible crear la Wehrmacht.
La Reichwehr ha hecho todo lo posible para demostrar su inocencia. Nunca lo consiguió. Nombraron a el Verraco jefe de la cárcel de la guarnición de Celle, una cárcel pequeña y simpática. Allí asesinó a su primer prisionero. Fue algo torpe y, el asunto estuvo a punto de terminar mal. La manera como había conseguido salvar la piel seguía siendo un enigma. Un teniente se había interesado de manera especial en aquel caso. Pero, hecho curioso, aquel mismo teniente murió accidentalmente en el camino que conducía al cuartel de Bergen, frente al lugar donde, años más tarde, se instaló un campo de concentración.
Tres años después, el Verraco había sido ascendido a Oberfeldwebel y se había instalado en la cárcel de la guarnición Hamburgo-Altona. La Wehrmacht de Hitler le había sacado de allí. Representaba para ella una preciosa herencia, extremadamente útil, de la arrogante Reichswehr, que podía enorgullecerse de otros personajes, tales como los mariscales Paulus y Keitel, sin olvidar al SS Obergruppenführer Berger, comandante de la Sección SS de trabajadores civiles, compuesta de prisioneros Kz [30]. El Verraco se había convertido en Hauptfeldwebel y se sentía todopoderoso.
En 1940, la Wehrmacht le había ascendido a Stabsfeldwebel, el grado mas alto a que podía llegar. El Verraco permanecía sentado al fondo de su cárcel, como una araña que acecha a sus presas. Apenas salía. Algunos aseguraban que temía encontrarse con antiguos prisioneros. Otros, que si veía el sol se moría. Sentía un odio feroz hacia todos los oficiales. Ese odio provenía de que un día del mes de agosto de 1940, al asomar de su escondrijo, había tropezado con un teniente de diecinueve años que no había quedado satisfecho de su saludo. El joven había hecho pasar al Stabsfeldwebel de cincuenta y dos años por todos los obstáculos del terreno de entrenamientos, hasta perder ocho kilos y medio.
ElVerraco había jurado vengarse con todos los oficiales eme cayeran en sus garras, y cumplía su promesa.
Ahora, el teniente Ohlsen permanecía erguido ante el Verraco, a su merced. Todas sus pertenencias habían sido registradas y colocadas dentro de la bolsita blanca que se colgaría de un clavo, en la parte exterior de la puerta de su celda.
Se pasó a la indumentaria. Era el momento que el Verraco prefería. Hizo chasquear la lengua, gruñó de satisfacción, se secó las manos húmedas en sus pantalones de montar. Con los ojillos entornados observaba fijamente al teniente Ohlsen y decidió que era un flojo que no se atrevería a protestar. Mas, por otra parte, nunca se sabía. Había que tener habilidad para provocar los incidentes. Lo esencial era conseguir que el prisionero empezara a gritar; después, era sencillo hacerle perder la calma hasta el punto de que empezara a golpear. Entonces, el Verraco podía pasar a la contraofensiva. El Obergefreiter Stever era un testigo complaciente. Permanecía en pie ante la puerta, como una roca humana capaz de impedir cualquier tentativa de fuga. El Verraco se golpeó las botas con una fusta larga y delgada; estaba pensativo. Tiempo atrás se las había visto con un coronel idiota del 123.° Regimiento de Infantería, acusado de sabotaje en el mando, que se había vuelto completamente histérico al tener que separarse de sus cosas. Aullaba y gritaba, amenazaba y blasfemaba, como le corresponde a un coronel.