El Verraco se le había reído en las narices, y había dicho:
– Usted es coronel y comandante de Regimiento. Está lleno de medallas y de quincallería. Tiene un nombre distinguido, procede de la antigua nobleza. Lo sabemos. Pero también es un pedazo de mierda que está fuera de la ley. Si vive lo suficiente, mi coronel, será ejecutado, fusilado por doce tiradores escogidos, y esto, aunque su sangre sea tan azul como el Mediterráneo. Pero tengo el presentimiento de que no vivirá hasta entonces. Estoy seguro de que le recogerán como un montón de basura en uno de nuestros calabozos, para arrojarlo después el estercolero, desde donde le esparcirán como abono en un campo de patatas. Si algún día supiera qué parte del campo ha abonado usted, compraría las patatas y me las comería.
Entonces, el coronel estalló.
El Obergefreiter Stever lo empujó por la espalda de modo que el coronel cayó sobre el Verraco, quien inmediatamente le largó un puñetazo en el estómago, al tiempo que gritaba:
– ¡Maldita sea! ¿Se atreve a atacar a un funcionario en servicio?
El coronel brincó por los aires como una granada de 75 milímetros. Consiguió huir al pasillo, galopando con la camisa flotante sobre sus delgadas piernas. No pudo pasar de la reja, a la que se encaramó. Colgaba de ella como un mono, junto al techo, y pedía socorro. Invocaba alternativamente a la Policía y al buen Dios, pero nadie acudió. En cambio, llegaron el Verraco y Stever. Le hicieron bajar y lo arreglaron tan bien que consiguieron preferible cerrarle definitivamente la boca. Le mataron de un pistoletazo y lo dispusieron todo para que pareciera un suicidio. Sin embargo, el coronel había suplicado que se le perdonara la vida.
El Buitre (el suboficial Greinert) lo sujetaba mientras el Obergefreiter Stever le obligaba a coger la pistola y a apretar el gatillo. El coronel no había dejado de llorar. Daba su palabra de honor de que no diría nada sobre lo ocurrido si le dejaban con vida. Les ofrecía dinero, mucho dinero. El Verraco aún se reía al recordarlo.
¡Poco había faltado para que les ofreciera, además, su mujer y sus hijas!
Después de haberle matado, enviaron un parte al comisario auditor del X Ejército. A Stever estuvo a punto de atragantársele la cerveza, cuando leyó el informe de el Verraco:
INFORME
La Cárcel le Guarnición X/76 ID/233.
Hamburgo-Altona.
28 de agosto de 1941.
Al Comandante General del X Ejército. Hamburgo-Altona.
El detenido, coronel Herbert von Hakenau, se ha apoderado hoy, durante el paseo cotidiano, de la pistola del Obergefreiter de servicio, Egon Stever. Obergefreiter del 3.er Regimiento de Caballería. Pese a una intervención inmediata, el detenido ha conseguido apuntar la pístala contra su sien derecha y pegarse un balazo morid. El cuerpo ha sido retirado inmediatamente y depositado en su celda, iras de lo cual se ha llamado al médico.
M. STAHLSCHMIDT.
Haupt-un Stabsfeldwebel.
Habían enviado a buscar un médico para obtener un certificado de defunción. Acudió un médico aspirante, un idiota que no entendía nada. Empujó con la bota izquierda el delgado cuerpo del coronel y le pidió a Stever que le tomara el pulso.
– Está muerto, mi teniente -anunció Stever.
– Eso parece -contestó el aspirante, mientras cogía la estilográfica que el Verraco le alargaba.
Con gran alivio de todo el mundo, firmó el certificado de defunción. Como causa de la muerte indicaba suicidio por disparo en la sien derecha. Cráneo roto. Muerte inmediata.
Enterraron al coronel en el cementerio de los criminales. La Gestapo cuidó de ello. Se dio un número a su tumba. Se escribió la palabra «secreto» en todos sus documentos, y se les hizo desaparecer en el gran expediente llamado «gekados». Nadie sería ya capaz de localizar su tumba.
El Verraco descartó estos divertidos pensamiento, se volvió hacia el teniente Ohlsen, y ordenó:
– Quítese la ropa, prisionero. Póngala en dos sillas: la exterior, a la derecha; la interior, a la izquierda. Las botas entre las dos sillas. Orden, por favor.
Acechó un momento al teniente Ohlsen. Con gran decepción por su parte, éste no reaccionó. Aquel teniente de Tanques era un imbécil. No serviría como diversión. Asunto rutinario. Mortalmente aburrido. Permanecería en su celda, sería interrogado, se ceñiría al reglamento. Los tipos del tribunal vendrían a verle y ensuciarían diez páginas con sus tonterías. Una pérdida de tiempo. Lo mismo ocurriría con la sentencia. Con o sin proceso. Con mucha probabilidad, la pena de muerte. Vendrían a buscarle una mañana, hacia las siete. Doce hombres de la guardia. Tipos apuestos, con botas bien lustradas y equipos relucientes. Bromearían para disimular su nerviosismo. Todos querían dárselas de duros, pero se ensuciaban en los calzones de puro miedo. Le cargarían en la carreta de Bremen. Al llegar allí, le sujetarían a un poste, le colgarían un cartón blanco en el pecho. Y un nuevo prisionero ocuparía inmediatamente su calabozo.
El teniente Ohlsen se desvistió con la paciencia de un ángel. El Verraco pensó que sería mejor que dijera algo para hacerle ir más de prisa.
– No crea que está en su casa, donde puede emplear varias horas en desnudarse. ¡Vamos, un poco más de rapidez!
Ni siquiera esto consiguió excitar al teniente. El Verraco mostró sus dientes amarillos en una sonrisa maligna y pensó para sí: «Espera que te presente al comandante, y ya verás si estás en forma.» Nadie había salido nunca del despacho del comandante sin haber recibido varios porrazos. Miró al prisionero desnudo que tenía delante y, sonriendo, realizó otra tentativa de provocación.
– Prisionero, es usted un montón de mierda. Si pudiera verse en un espejo, se tendría asco. Sin uniforme ni medallas es un cero a la izquierda. Un mico con las rodillas huesudas y los pies vueltos hacia dentro. El más miserable de los reclutas es un valeroso guerrero comparado con usted.
Después de guiñarle un ojo al Obergefreiter Stever, dio varias vueltas alrededor del teniente Ohlsen. Parecía un tanque moviéndose sobre el pavimento. El Verraco estaba orgulloso de su manera de andar.
– Prisionero, diez flexiones de las piernas, los brazos extendidos. Hemos de asegurarnos de que no ha ocultado nada en algún escondrijo indecente. Las palmas de las manos en el suelo, las rodillas extendidas, inclinase hacia delante. Stever, compruebe el agujero del culo.
El Obergefreiter Stever se echó a reír y fingió que lo hacía; después, dio un puntapié al teniente Ohlsen. El oficial cayó hacia delante, pero sin ni siquiera rozarle, con gran pesar de el Verraco. Si hubiera ocurrido esto, el Verraco hubiese podido darle un buen puntapié en la cara, so pretexto de que el prisionero le había atacado.