Выбрать главу

– Creo que no está usted a la altura, Stabsfeldwebel. Si ese permiso es falso, es probable que los nombres de ese Feldwebel y de ese suboficial lo sean también. Pero supongo que habrá hecho registrar inmediatamente al prisionero en cuestión. Y el calabozo también.

– El dragón Obergefreiter Stever, mi ayudante, ha hecho lo necesario, Standartenführer.

– ¿Y qué ha encontrado?

– Nada, Standartenführer.

El Verraco se levantó, se rascó el trasero y rió diabólicamente, mientras miraba a Stever, que permanecía boquiabierto en un rincón, sorprendido por el cariz que tomaban los acontecimientos.

– Debe de haber sido un registro muy superficial el que ha hecho el Obergefreiter Stever. Escúcheme bien, Stabsfeldwebel.

El Verraco se irguió automáticamente y contestó:

– Sí, Standartenführer.

Recalcando cada sílaba, Bielert prosiguió:

– Le hago responsable de todo lo relativo a este asunto. Si el prisionero se suicida mediante un veneno introducido fraudulentamente, será usted ahorcado.

A el Varraco le temblaban las rodillas. El miedo se apoderó de él y estuvo a punto de ahogarle. Por primera vez en su vida, deseó estar en el frente.

– El permiso de visita en cuestión -prosiguió Bielert con su voz monótona – debe ser entregado en mi oficina, en mis propias manos, en el plazo máximo de una hora. Olvídese de los trámites. Por cierto, ¿cuántas personas están al corriente de este asunto?

El Verraco mordió el hilo telefónico. Se le anudaron las tripas. Dio los nombres de todos aquellos a quienes había hablado del asunto, por orden cronológico.

– Es usted el rey de los cretinos -replicó Bielert-. Me sorprende que no haya puesto también un anuncio en los periódicos. ¿No ha firmado nunca una declaración sobre el secreto profesional?

El Verraco contemplaba, acoquinado, el receptor silencioso. Tenía la sensación de que su alma había salido volando y que sólo le quedaba el cuerpo. La idea de desertar pasó por su mente. ¡De modo que el permiso era falso! Dejo escapar unos sonidos extraños que llenaron de sorpresa a Stever, quien nunca había visto a el Verraco en semejante estado. Ahora, el jaleo estaba bien organizado. A Dios gracias, él no era más que Obergefreiter.

El Verraco caminaba de un lado al otro del despacho. Lanzaba miradas de odio a la foto de Himmler. De todo tenía la culpa aquel idiota de Baviera. Nunca había llegado nada bueno por aquel lado. ¡Jamás volvería a beber cerveza de Munich! ¿Tendría veneno en su poder, aquel maldito prisionero? Tal vez lo estuviera ingiriendo en aquel momento. Se detuvo bruscamente y le gritó, con rabia, a Stever.

– ¡Maldita sea! ¿Por qué se queda ahí sin hacer nada, Obergefreiter? Registre el núm. 9 inmediatamente. ¡Arránquele los pelos! Tráigame en seguida todo lo que tiene en su poder. Incluso sus piojos han de estar en mi escritorio dentro de cinco minutos.

Stever pegó un salto y salió del despacho. El Buitre preguntó, sorprendido, si se había declarado un incendio en alguna parte.

– Pronto lo sabrás -respondió, enigmático, Stever-. Busca a toda prisa a dos de tus hombres y acompañadnos. Hay que pasar por el cedazo al número 9, y llevar a el Verraco todo lo que tenga.

Entraron con estrépito en la celda del teniente Ohlsen. Le arrancaron la ropa, desgarraron el colchón, rompieron prácticamente todo lo que había en el calabozo, comprobaron concienzudamente los barrotes de la ventana; sondearon el piso, las paredes, el techo; le dieron vueltas y más vueltas al orinal.

Stever consiguió hacer desaparecer los famosos cigarrillos que había dado al teniente Ohlsen. Los cuatro hombres gritaban y aullaban a la vez. Metieron sus sucios dedos en la nariz y en la boca del teniente Ohlsen, examinaren minuciosamente su cuerpo. Pero no descubrieron una muela postiza, hueca, en la que había escondida una pildorita amarilla. Una píldora con veneno suficiente para matar a diez personas. Un veneno que el legionario había traído de Indochina.

Mientras Stever procedía al registro, el Verraco andaba de un lado a otro de su despacho, reflexionando sin cesar sobre el permiso de visita. Contemplaba con ternura sus libros de Leyes colocados en una estantería. Libros que había comprado durante su servicio. Gracias a aquellos gruesos tomos se sentía casi un hombre de Leyes. A sus amantes, les explicaba siempre que era inspector de prisiones. En la tasca «El trapo rojo», adonde le gustaba acudir, le llamaba señor inspector. Y le encantaba que lo hicieran. Se había aprendido de memoria cierto número de párrafos, que sacaba a relucir en cuanto se presentaba la ocasión. Los clientes de «El trapo rojo» recurrían a él como consejero jurídico. Varios de ellos quedaron tristemente decepcionados al seguir sus consejos. Ignoraban que cada vez que el Verraco se encontraba en presencia de una disposición que desconocía, inventaba rápidamente un apartado relativo al asunto en cuestión.

Sonó el teléfono. El Verraco lo contempló, nervioso, y vaciló mucha rato antes de contestar. En el espacio de una hora había llegado a detestar aquel aparato. Todos sus males procedían de allí. Por fin, descolgó, y dijo en voz muy baja:

– La cárcel de la guarnición.

Era inaudito que se presentara anónimamente. Por lo general, vociferaba: «Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt.» Pero aquel maldito permiso de visita lo había estropeado todo.

– Pareces muy triste. -Era la voz de Rinken, desde el otro extremo de la línea-. ¿Cómo va todo? ¿Has hablado con la Gestapo?

– ¡Oh, cállate! -rezongó el Verraco-. Creo que voy a solicitar el traslado. Aquí sólo se tienen conflictos, como agradecimiento a un trabajo concienzudo.

– Pues esto tiene fácil solución, Stahldschmidt. En el Batallón de castigo siguen necesitando otros tres suboficiales. Les encantará acogerte. ¿Quieres que les telefonee?

– Ocúpate de tus asuntos -rezongó el Verraco-. Primero, dame un consejo. No sé cómo salir de este avispero. El Bello Paul no acaba de gustarme. Es un verdadero diablo. Ahora quiere que le entregue personalmente el permiso.

– ¿Te da miedo ir al número 8 de Stadthausbrücke? No comprendo por qué, ya que tienes la conciencia tranquila.

– No te hagas el inocente, Rinken. Nadie tiene la conciencia tranquila hasta ese punto. Incluso los guardianes SD de Fuhlsbüttel y Neuengamme se ensucian en los calzones cuando han de acercarse a Stadthausbrücke.

– Todo saldrá bien -dijo Rinken alegremente-. Incluso hay algunos que han vuelto de un batallón de castigo.

El Verraco no podía estar enterado de la visita del legionario a «El Huracán», en casa de tía Dora, la víspera del día en que ésta desapareció. Oficialmente, se había marchado a Westphalia, a casa de una amiga enferma, viuda de un Gauletier. Como de costumbre, se habían sentado a la mesa ovalada, en el rincón holandés. Habían corrido la cortina casi del todo Ante ellos había un cuenco lleno de castañas asadas. Escupían la piel en el suelo, mientras charlaban en voz baja.

La tía Dora olisqueó su pernod.

– ¡Ah, vaya! De modo que Paul ha atrapado a vuestro teniente. Debía de estar algo chiflado, en vista de lo que ha contado a diestro y siniestro.

El pequeño legionario se encogió de hombros y examinó con atención su bebida favorita, «el pequeño cabo». Se la bebía siempre en un vaso de agua, encontraba ridículos los vasos de licor. Había que llenarlos con demasiada frecuencia.