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– Sí, tienes razón, amiga mía. A nosotros dos, esto no nos ocurrirá nunca. Sabemos cómo tratar a las ratas hambrientas. Pero hace mucho tiempo que conozco a ese imbécil. Tengo que hacer algo por él.

Tía Dora se echó a reír y escupió, asqueada, una castaña podrida.

– Esta puerca de cocinera merecería una azotaina. Ayer, empezó a pintarse mientras estaba preparando la comida. En la actualidad es un infierno tener que tratar con el personal. He hecho cuanto he podido para reunir lo mejor que se encuentra. Mi contable, por ejemplo, es un abogado que cumplió tres años de prisión por fraude, y conoce todas las combinaciones. Pero es un miserable. Todas mis chicas son rameras de pacotilla. Las protejo de la Policía y, aunque no te lo creas, me timan igual. Por ejemplo, fíjate en Lisa, la de la barra. Ya ha presentado cuatro veces la baja por enfermedad, y telefonea ella misma con voz extenuada. Envié a Gilbert, el sucesor de Ewald, para que investigara más a fondo.

Tía Dora contemplaba el techo, resignada. De repente, pegó un puñetazo en la mesa que hizo bailar los vasos.

– Esa zorra se lo pasa bomba todo el día junto al Elba, en compañía de un fulano. A ella le importa un bledo mi barra, pero nada pierde con esperar.

– Sí, Dora, es difícil. Pero ¿por qué no tomas personal extranjero?

– Ah, no, gracias. En mi casa, no. La Gestapo recluta demasiados confidentes entre los extranjeros, y antes de haber tenido tiempo de decir «mu» me arrastrarán por el cuello hasta Stadthausbrücke. Pero, volvamos a su teniente. ¿De qué le acusan? Quiero decir, ¿qué apartado le han aplicado?

– El 91 b, amiga mía -contestó el legionario, mientras cogía una castaña.

Se enjuagó la boca con el resto del contenido del vaso. La larga cicatriz que le atravesaba el rostro brillaba con un color sanguinolento.

– Me temo que perderá la brújula -prosiguió el legionario-. La Gestapo es como un perro hambriento que no suelta su hueso con facilidad. Porta me ha presentado a un tipo de la oficina del comisario auditor, un fulano que se vanagloria de su título de doctor, un canalla cuyo punto débil ha conseguido descubrir. Está más manso que un cordero y nos ha dejado examinar los documentos. Copias de los papeles de la Gestapo. Todo está muy bien arreglado. El teniente Ohlsen ha servir de escarmiento. Ya sabes, se lee la acusación ante las tropas, en el momento de ejecutarlo. Es algo que hace palidecer a los más valientes.

– ¿Qué es el valor, Alfred? Nada más que viento. Algo de que se vanaglorian ciertas personas, cuando están bien seguras. La gente valerosa no existe. La Gestapo no necesita más de diez minutos para destrozar a alguien, cuando se lo toma en serio. Contra la Gestapo sólo hay un medio de defensa. Y es saber algo comprometedor sobre ella. Sólo se tiene a aquél a quien se puede comprometer. Todo el mundo hincha desmesuradamente su propia falta.

El legionario meneó pensativamente la cabeza, inspiró una bocanada de humo de su cigarrillo, la echó por la nariz, y se inclinó sobre la mesa.

– Es cierto, Dora. Practico esta filosofía desde los diez años. Tenía un profesor, un granuja, que iba siempre tras de mí. Yo era chiquitín, el más pequeño de la clase, y no sabía utilizar bien los puños. No aprendí a hacerlo hasta que ingresé en la Legión. Pero descubrí que quería a la mujer del comisario de Policía. Desde entonces, fue siempre muy amable conmigo. Y la mujer, también.

– ¿Diez años? -dijo riendo tía Dora-. Estabas muy adelantado para tu edad. Yo estuve en el limbo hasta los diecisiete.

El legionario sonrió levemente.

– Bueno, y después, compraste este establecimiento. Pero, ¿no puedes conseguirme un permiso de visita? Tú sabes cosas de el Bello Paul, ¿verdad? Pero ¿tal vez no las suficientes para lograr que liberen al teniente Ohlsen?

– Creo que podría arreglármelas para el permiso de visita, Alfred. Pero que le pongan en libertad es mucho más difícil. Hasta un perro manso muerde si le quitas un hueso. Tú mismo lo has dicho hace un rato. El Bello Paul es una serpiente venenosa medio domesticada. Uno consigue hacer realizar las cosas más extraordinarias a esa clase de bichos, en tanto tienen miedo de ti, pero si se rebasan los límites y exiges cosas demasiado difíciles, se olvidan del miedo y te muerden. El teniente Ohlsen es un estúpido. No es lo bastante importante para que yo sienta deseos de arreglarlo todo por él. Si se tratara de ti, Alfred, sería distinto. Resulta peligroso tocar a los detenidos de el Bello Paul.

– Lo sé -murmuró el legionario-. Colecciona prisioneros orno otros coleccionan sellos.

– Prisioneros y ejecuciones -añadió la tía Dora, mientras cogía una castaña, que mojó pensativamente en la mantequilla derretida-. Es muy peligroso. Creo que voy a esconderme. Daré la llave del café a Britta, y no volveré hasta que pueda dar la bienvenida a los Tommies.

El legionario se rió y se frotó la cicatriz.

– ¿Te buscan, Dora? ¿No será que has ido demasiado lejos?

– No estoy muy segura -contestó tía Dora con los ojos entornados y rascándose el cuero cabelludo con un tenedor-. Pero oigo una voz lejana que me dice: «Recógete las faldas, Dora, y sal corriendo.» Desde hace diez días, hemos recibido demasiadas visitas de extraños tipos con el ala del sombrero caída.

– ¿De esos que tosen después de un pernod? -preguntó el legionario.

– Exactamente. Tipos que huelen a cerveza desde cien metros. Vienen aquí para acostumbrarse al pernod. Pero no lo consiguen. Esto les traiciona.

– El pernod es bueno para eso -asintió el legionario-. Desenmascara la hipocresía. ¿Te acuerdas del SD a quien rebanamos el pescuezo?

Tía Dora se rascó el pecho.

– Cállate, Alfred. Se me pone la carne de gallina al recordarlo. Ensuciasteis el garaje. Ewald tuvo que levantar todo el pavimento para que desaparecieran las manchas de sangre.

Una sirena empezó a aullar.

– Alarma -gruñó tía Dora-. Vamonos al sótano con una o dos botellas.

El personal llegó corriendo. Abrieron una trampa que había debajo de la mesa, y por una escalera estrecha descendieron al sótano. Alguien bajó unas botellas. Todos se acomodaron. Sólo Gilbert, el portero, se quedó arriba. Pese a los severos castigos previstos, se producían robos durante las alarmas.

– Bueno, los aristócratas de la bomba se vuelven a sus casas a tomar el té.

La alarma había durado una hora. Subieron a la superficie. Tía Dora se estiraba el vestido y se rascaba un muslo.

– Merde! -exclamó el legionario-. Consuélate. Pasan tanto miedo como nosotros en el sótano.

– Alfred, voy a telefonear a el Bello Paul. Si mañana consigues salir del cuartel, ven a verme. Trataré de obtener un permiso de visita. Si no lo consigo, Paul y yo volveremos a vernos en el agujero, cogidos de la mano.

El legionario se levantó, se puso la gorra, se estiró su corta guerrera de húsar.

– Ni tú ni Paul iréis al agujero. Estaré aquí a las once de la mañana.

Salió a la calle.

Una mujer le sonrió alentadoramente y le pidió un cigarrillo, pero el legionario la rechazó con brusquedad.

– Largo de aquí, granuja.

Ella le gritó una procacidad. El legionario se volvió a medias. La mujer huyó precipitadamente hacia la Hansa Platz. Durante dos días no se atrevió a salir de su casa.

Al cabo de dos horas, tía Dora se encontró con el consejero criminal Paul Bielert en la esquina de Neuer Pferdemarkt y Neuerkamp Feldstrasse, junto al matadero. Atravesaron Neuer Pferdemarkt y entraron en el hotel «Jöhnke», donde se sentaron en una mesa aislada.