Tía Dora fue directamente al grano.
– Necesito en seguida un permiso de visita. Tengo prisa. El personal se alborota. Tengo muchas preocupaciones.
Bielert sonrió de labios afuera.
– Si quieres, te encontraré extranjeras.
– Muchas gracias -contestó riendo tía Dora-. Mantén a tus granujas lejos de mi casa. Pero necesito ese permiso.
Paul Bielert pensativo, colocó un cigarrillo en su boquilla de plata.
– Eres muy exigente, Dora. Un permiso de visita es difícil de obtener. Es una mercancía muy solicitada.
– Déjate de palabrerías. Pídeme un vaso de ron, pero que esté bien caliente.
– Empleas un lenguaje vulgar, Dora. No te sienta bien.
– Me importa un bledo como me sienta. Tengo mi negocio que me ocupa todo el tiempo. Pero estamos apartándonos de mi permiso de visita. ¡Mierda! Este ron no está caliente.
– Primero he de saber para quién es el permiso.
Tía Dora le alargó un pedazo de papel.
– Aquí están los nombres.
– ¿El teniente Bernt Ohlsen? -preguntó Bielert con lentitud, mientras estudiaba el pedazo de papel-. Un criminal de Estado. ¿Y quieres que le permita recibir visitas? Sólo siento desprecio por esos individuos. Hay que eliminar a esos representantes de la plutocracia. Si tuviera las manos libres ¡Destruiría a familias enteras!
Tenía el rostro deformado por un odio enfermizo.
Tía Dora le observaba, indiferente. En el otro extremo de la sala; unos clientes se alejaron, inquietos. Habían presentido quién era aquel hombre. De pronto, tuvieron prisa, echaron el dinero sobre la mesa y abandonaron el restaurante.
– Tengo una lista de nombres tan larga -prosiguió- que el Gruppenführer Müller se quedaría boquiabierto. No se trata únicamente de la guerra. Vivimos una revolución y yo me considero uno de sus jefes. Tengo un trabajo desagradable. Pero me gusta.
– Tienes razón -asintió tía Dora, que le observaba por el rabillo del ojo-. No hay que ser blando con los traidores y los desertores. A mí los remordimientos me atormentan, a veces. Con frecuencia, siento deseos de devolver todo lo que tengo en mis diversos escondrijos. Objetos que he olvidado desde hace mucho tiempo y que luego, de repente, me encuentro con unas fotografías y unos documentos en la mano, y sé que mi deber estriba en enviarlos a Berlín. El otro día, vi a Müller. Se presentó inesperadamente en el café. Hacía años que no nos veíamos. Nos satisfizo tanto el encuentro que nos emborrachamos.
– ¿Qué Müller? -preguntó Paul Bielert, con expresión inquieta.
– El adjunto de Heydrich, tu difunto jefe. El Brigadenführer Heinrich Muller. Regamos el acontecimiento. No nos habíamos visto desde que había ascendido a Untersturmführer.
– ¡No sabía que conocieses a Heinrich Müller! -murmuró Bielert, sin conseguir ocultar su sorpresa-. Sin embargo, nunca has estado en Berlín. Esto lo sé con seguridad.
– No me digas que has hecho espiar a tu vieja amiga, Paul.
– ¿Quién habla de espionaje? Sólo pienso en tu seguridad -dijo sonriente, suave corno un gato-. En estos tiempos agitados pueden ocurrir tantas cosas…
– Eres muy amable, Paul -contestó ella, sarcástica-. Pero cuando hablas de seguridad, ¿no piensas más en la tuya que en la mía? Sería una lástima para ti que me ocurriera algo.
Bielert se encogió de hombros, encendió otro cigarrillo y bebió otro sorbito de coñac.
– ¿De qué habéis hablado Muller y tú?
– De criminales de Estado -suspiró tía Dora-. Estuvimos tan acordes en todo que resultaba conmovedor. Dijo que sabía que yo conocía a muchos antiguos comunistas. Estaba especialmente interesado en los que habían dejado el hábito rojo para ponerse el pardo oscuro. Tipos que sirven en la Gestapo. Estuve a punto de confesarle unos cuantos secretillos, pero como sabes, mi bondadoso corazón me hace olvidar a menudo mi deber hacia el Führer y la patria. -Se levantó despreocupadamente la falda y sacó una carta que llevaba oculta en la bragas. Unas bragas de lana gruesa, color azul pálido, con elástica-. ¡Mira qué encontré el otro día al ordenar un cajón! Una carta muy interesante sobre la célula 31. Y figúrate que, en varias ocasiones habla de un tal Paul Bielert como jefe de esa célula 31. Podrían pensar que eres tú.
Tía Dora alargó la carta a el Bello Paul.
Éste la leyó, impasible.
– ¡Vaya! En efecto, es muy interesante. -Dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo-. Me permites, ¿verdad?
Tía Dora sonrió almibaradamente.
– Como te parezca. Tengo otras por el estilo. Quizás un día abra un museo.
Bielert abrió mucho los ojos.
– ¿Cómo has conseguido echarle el guante a esta correspondencia de antes del año 33?
Tía Dora tenía la mirada perdida en el vacío.
– Paul, mientras tú aún ordeñabas vacas en el correccional, y pensabas en la revancha, yo permanecí tranquila en espera de que el viento soplara del lado opuesto. Me decía: Es mejor asegurarse por anticipado, de modo que cuando saliste de la sombra y enviaste a tus mensajeros de la célula 31, éstos se detuvieron en mi casa para echar un trago. Mis chicas se encargaron de vaciarles los bolsillos. El resto no es difícil de comprender, ¿verdad, Paul? -Sonrió alentadoramente-. Pero, ¿por qué remover todo esto? En el fondo, sólo te pido un permiso de visita.
– Ven a buscarlo a mi despacho.
– Ah, no, gracias, Paul. Me parece que el aire que allí se respira no es bueno para mi corazón. Envíame el permiso con uno de tus hombres.
– Me estoy preguntando si no sería una buena idea enviar a varios de mis muchachos a registrar tu establecimiento. Después, podrían llevarte a mis oficinas. Allí haríamos todo lo posible por ti. Estoy seguro de que al cabo de unos días, podrías contarnos cosas muy interesantes. Después, podríamos dar un paseíto en automóvil, y prepararíamos una simpática tentativa de evasión. Tengo un Unterscharführer con tan buena puntería que toca a un fugitivo incluso con los ojos vendados.
– Evidentemente, es una idea -confesó Dora, asintiendo con la cabeza para demostrar que había comprendido-. Sin duda la has tenido ya más de una vez, pero creo que eres lo bastante inteligente para saber que encierra ciertos riesgos. En el mismo instante en que me encontrara en una de tus celdas, tú estarías en otra.
– ¡Cuidado, Dora! Un día acabarás por traicionarte, y entonces caerá el martillo. Tendrás tu permiso de visita a las tres. Grei te lo traerá.
– Muy bien. Grei y yo nos entendemos. Está muy satisfecho de ser Oberscharführer y prefiere el uniforme gris al traje rayado. De hecho, debiste conocer a Hans Grei antes del 33. Cuando cantaba la Internacional, se le oía desde toda la ciudad. Ahora prefiere el Horst Wessel. Sólo los idiotas intentan nadar contra la corriente.
Paul Bielert se levantó.
– Ten cuidado, Dora. Tienes muchos enemigos.
– Tú también, Paul. Nosotros dos nos entendemos.
El SD Standartenführer Paul Bielert rebullía en su ceñido abrigo negro. Se limpió las gafas oscuras. Después, desapareció entre la lluvia. Un lobo. Un lobo peligroso con ropa de enterrador.
Se detuvo en el matadero. Con lentitud, entró en la gran nave y contempló a los carniceros que despanzurraban hábilmente las vacas. Olfateó el olor de la sangre.
Alguien le habló. Bielert no contestó y siguió indiferente su camino.
Se presentó un celoso inspector.
– ¡Eh, usted! -gritó-. ¿Cree que esto es un espectáculo de variedades? Está prohibida la entrada. Márchese inmediatamente, por favor.
Bielert prosiguió, impasible, su paseo.