Se le maldecía en voz baja, por supuesto. Incluso se pensaba en organizar un accidente. Un teniente tuvo la luminosa idea de enviar una denuncia anónima a la Gestapo. Luego, un día, todos recibieron una terrible sorpresa, y después, se alegraron de no haberla cursado.
El coronel recibió la visita de Heydrich en persona. Entonces todos comprendieron. ¡El adjunto de él Diablo! Todo el mundo empezaba a sentir deseos de abandonar Hamburgo. Un comandante amigo de Heydrich podía llegar muy lejos. Incluso la gata del cuartel no se sentía ya segura. Abandonó su sitio junto a la chimenea para retirarse al sótano de la 21.ª compañía, donde se ocultó tras un montón de máscaras antigás, en los dominios del Feldwebel Lüth, que era considerado un analfabeto en el aspecto político.
Una madrugada, a las tres, despertaron al comandante Rotenhausen. Había asistido a una francachela en la ciudad y aún estaba bastante ebrio, pero se serenó en un tiempo increíble cuando comprendió lo que le decía el suboficial de guardia. Debía hacerse cargo inmediatamente del mando de una compañía que al día siguiente partía hacia el frente.
Pero el comandante tuvo suerte. Dios le protegía. Dos horas antes de la marcha de la Compañía del comandante, el coronel Greif recibió un telegrama en el que se le comunicaba su traslado. Pasaba a ser comandante de grupo de combate en la 19.ª División de Infantería que estaba combatiendo al sudoeste de Stalingrado. Tres cuartos de hora más tarde, el coronel emprendió el viaje en un aparato de transporte «Ju 32». Nunca más debía volver a Alemania. Murió de frío junto a un montón de nieve, frente a la fábrica de tractores «Estrella Roja», de Stalingrado. Cuando los rusos le descubrieron, el 3 de febrero de 1943, le dieron la vuelta con sus bayonetas para ver si aún estaba vivo. Pero el coronel Greif estaba frío y muerto.
El comandante Rotenhausen fue sustituido inmediatamente en la Compañía que marchaba al frente por un teniente de Cazadores Blindados. Durante cuatro días y cuatro noches, los oficiales de la guarnición festejaron la marcha del coronel Greif. Su sustituto era un general de brigada agradablemente imbécil. Cuando los oficiales acudían de visita con sus esposas, el general de brigada se entregaba al besamanos: es decir, babeaba sobre la mano de las damas al mismo tiempo que profería ruidos extraños, semejantes a los relinchos de un caballo enfermo. Se presentaba: «General de brigada Von der Oost, de Infantería.» Lanzaba una risita ronca, resoplaba con fuerza y tiraba del cuello de su guerrera como si le estrangulara. Después, cacareaba:
– Querida señora, querida señorita, no sé quién es usted. Yo soy el comandante de la guarnición. ¿Sabe por qué soy oficial de Infantería?
Naturalmente, la dama a quien hacía la pregunta no conseguía adivinarlo. El general de brigada se reía muy satisfecho.
– Desde luego -proseguía-, porque no soy oficial de Artillería. Nunca me ha gustado la artillería. Hace tanto ruido que me produce dolor de cabeza.
Llegaba tembloroso al casino, y decía con su voz de viejo:
– Señores, hoy estoy contento. ¿Saben ustedes por qué?
Los oficiales presentes conocían la respuesta por anticipado; pero, naturalmente, fingían ignorar por qué el general de brigada estaba contento.
Se echaba a reír, y decía, encantado:
– Porque no estoy triste.
Cuando todo el mundo había reído amablemente esta broma, proseguía:
– Y ayer estuve muy triste. Porque no estuve contento
Era un comandante ideal. Firmaba cualquier papel que le pusieran delante, sin echar ni una mirada al texto, ya se tratara de la incautación ilegal de unos paquetes de margarina o de una orden de ejecución. Algunos aseguraban, con evidente mala fe, que ni siquiera sabía leer. Cada vez que firmaba algún documento, tartamudeaba:
– Bueno, ya está hecho, señores. ¡Cuánto trabajo tenemos! Aquí nada se entretiene. Todos tenemos que trabajar para la victoria.
– Ayer ejecutaron a tres soldados de Infantería, en Fuhlsbüttel -observaba el adjunto, con indiferencia.
– Cada guerra exige sus sacrificios -explicaba el general de brigada-. De lo contrario, no habría guerra.
Siempre se dormía durante el Kriegspiel, ya desde el principio. Por lo general, se despertaba bruscamente durante el ejercicio, e intentaba gritar.
– ¡Es importante, señores! Hay que destruir las Divisiones Blindadas extranjeras, pues, de lo contrario, llegarán a Alemania y provocarán embotellamientos. Lo esencial en una batalla así es conseguir que el enemigo se quede sin municiones. ¿Qué es un tanque sin proyectiles? Como un ferrocarril sin tren.
Los oficiales asentían con la cabeza y movían concienzudamente las piezas en la arena. Pero nunca se conseguía encontrar un medio susceptible de que desapareciera el aprovisionamiento de municiones del enemigo. Por lo tanto, se empezaba cada simulacro de batalla declarando:
– El enemigo está escaso de municiones, mi general.
Entonces, el viejo se frotaba las manos:
– Hemos ganado. Ya sólo nos queda bombardear sus fábricas de municiones. Después, firmaremos la paz.
Un día, la gata, que de nuevo se había atrevido a volver al Cuartel General, organizó un enredo tremendo en la mesa de ejercicios. Había decidido parir sus pequeños en medio la cota 25. Los tanques de juguete y las piezas de Artillería estaban mezclados como si les hubiera caído una bomba encima. La gata había escogido un mal momento, ya que se había invitado a los vecinos a que asistieran al ejercicio.
Furioso, el general de brigada exigió que la gata fuera sometida a un Consejo de Guerra. Había que seguir el juego. Dos Feldwebels agarraron a la gata y la sujetaron durante el juicio. Fue condenada a la pena de muerte por sabotear la instrucción de los oficiales. Pero, al día siguiente, la indultaron. No obstante, tuvo que permanecer atada a la chimenea. El ordenanza del general fue designado su guardián.
Un día anunció que la gata había desaparecido. En realidad, él mismo la había regalado a un panadero del barrio de San Jorge. El general de brigada, que la echaba mucho en falta dio la orden de comprar un nuevo gato.
La paz y la seguridad reinaban en toda la guarnición. El poder del comandante Rotenhausen aumentaba de día en día. Porque el general de brigada adoraba el coñac francés, y era el comandante quien se lo proporcionaba. La visita del coronel Greif estaba casi olvidada.
De modo que el comandante anduvo con pasos seguros hacia la cárcel de la guarnición. Llevaba una larga fusta bajo el brazo. Sin embargo, nunca montaba a caballo: los animales le asustaban. La fusta estaba destinada a los hombres. A los prisioneros de la guarnición.
Saludó altivamente a el Verraco, a quien se había avisado telefónicamente de la visita. Habían ido a buscar al Obergefreiter Stever a Reeperband, donde estaba absorto en la contemplación de una película erótica que pasaban en un cabaret clandestino de Grosse Freiheit. Apenas había tenido tiempo de abrocharse la guerrera, cuando entró el comandante.
El Verraco se cuadró, y dijo a gritos:
– Destacamento de la cárcel de la guarnición, ¡firmes!
Stever, jefe de Sección, comprobó el alineamiento.
– Gefreiter Schmdit, avance un poco. Schütze Paul, encoja la barriga. Obergefreiter Weber, adelante el pie izquierdo.