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Stever volvió a situarse en el extremo derecho.

– ¡Firmes, vista a la izquierda! -aulló el Verraco. Avanzando con paso rígido hacia el comandante, hizo chocar secamente los tacones, saludó y gritó-: Mi comandante, el Hauptund Stabsfeldwebel Stahlschmidt se pone a sus órdenes con el destacamento de guardia de la prisión: quince suboficiales, veinticinco soldados, tres bajas en la enfermería, un suboficial con permiso, un Gefreiter desertor, dos soldados arrestados en el 12.º Regimiento de Caballería, en Elmstedt. La cárcel de la guarnición Hamburgo-Altona aloja quinientos prisioneros. No hay enfermos. Todo está en regla. Nada especial que señalar La cárcel ha sido limpiada y ventilada.

El comandante comprobó la formación, pasó con lentitud ante la fila de soldados bien alimentados, asintió, satisfecho con la cabeza, rectificó la posición de la pistolera de un Gefreiter y preguntó a un Obergefreiter soltero cómo estaba su esposa. Sin esperar la respuesta, se colocó frente a la formación. Saludó llevándose dos dedos a la visera, y le dijo a el Verraco:

– Estoy satisfecho, Stabsfeldwebel. Pero ya sabe usted que tengo prisa. Vayamos, pues, al grano.

Se dirigieron a la oficina donde el comandante lo encontró todo impecable. En la mesa, los objetos estaban ordenados según prescribía el reglamento. Quien lo deseara podía medir cosa que hizo el comandante. Con una regla de metal, comprobó que había exactamente diez milímetros desde el borde de la mesa hasta el montón de expedientes. Con un compás midió las cintas rojas de las carpetas y las chaquetas de dril que había en el lavabo. En los retretes, solicitó ver el tornillo de desagüe del sifón. Lo sostuvo en la mano y comprobó, ligeramente decepcionado, que estaba limpio y reluciente.

Después, pasó al depósito; pero también estaba limpio. Ni el menor rastro de pintura saltada ni de óxido. Con la ayuda de un cortaplumas, intentó sacar un poco de suciedad del borde del retrete. Su decepción era evidente. Todo estaba limpio.

El Verraco rió triunfalmente a espaldas del comandante y le guiñó un ojo a Stever, como diciendo: «Este viejo es un ingenuo. Hay que ser mucho más listo para pescarnos.»

Después, regresaron a la oficina. El Verraco pensaba para sí: «¡Y pensar que un idiota semejante ha llegado a oficial…! Si yo hubiese estado en su sitio, hace ya rato que hubiese encontrado un pretexto para gritar. El muy cretino ni siquiera conoce el truco de la cerilla escondida que uno encuentra después.»

El comandante solicitó ver las listas de prisioneros. El Verraco hizo chocar por tres veces los tacones y entregó las listas al comandante. Éste se puso el monóculo, que a cada momento se le estaba cayendo.

– Stabsfeld, ¿cuántos nuevos? ¿Cuántos que trasladar? -preguntó, sonriente.

– Siete nuevos, mi comandante -gritó el Verraco-. Un teniente coronel, un capitán de Caballería, dos tenientes, un Feldwebel, dos soldados rasos. Catorce que trasladar, todos Torgau: un general de brigada, un coronel, dos comandantes, un capitán de Caballería, un Haupt-mann, dos tenientes, un Feldwebel, tres suboficiales, un marinero, un soldado raso. En la prisión hay, además, cuatro condenados a muerte que esperan ser fusilados. El indulto ha sido denegado. El servicio del cementerio ha sido informado. Los ataúdes están encargados en la carpintería del Batallón.

– Bien, Stabsfeld. Me alegro sinceramente de encontrarlo todo en orden. Conoce usted el trabajo. Es un suboficial en quien se puede confiar. Aquí no hay dejadez como en la prisión de Lübeck. ¡Aquí, todo funciona, Stabsfeld! Todo está bien engrasado. Pero, ¡ojo con los accidentes! Me refiero a los accidentes mortales. No me importa que esos tipos se rompan una o dos piernas, pero cuando mueren, hay demasiados problemas. En el Stadthausbrücke está el consejero criminal Bielert, un tipo desagradable que empieza a interesarse mucho por nuestra prisión. Esto no me gusta. Se le encuentra en todas partes. El otro día, compareció en el casino a las dos de la madrugada. Nunca se hubiera tolerado una cosa así en tiempos del emperador; se le hubiera expulsado de un modo fulminante. Un teniente que no le conocía le confundió con un cura. ¡Menudo cura! -Suspiró el comandante-. Al día siguiente, nos vimos obligados a enviar a un teniente al frente. Todo se arregló por teléfono. Ese Bielert fue uno de los preferidos de Heydrich. Tenga cuidado, Stabsfeld. No le dé ocasión de olfatear algo anormal. Porque, entonces, no tardaríamos en encontrarnos los dos en los bosques de Minsk. Cuando meta en cintura a los prisioneros, puede pegarles sin temor, Stabsfeld. Hay muchos lugares del cuerpo en los que se puede golpear sin que se note después. Y, entonces, no existe ningún riesgo. Ya se lo enseñaré luego, cuando empecemos las presentaciones. Ahora que me acuerdo: sin duda tendrá usted a uno o dos hombres a quienes no aprecie demasiado, a los que podemos enviar al frente. Sólo por principio. Si hacemos esto de vez en cuando, tal vez tengamos contento a todo el mundo. Bueno, empecemos. Tenemos prisa.

En el pasillo estaban reunidos todos los que debían ser presentados. Primero, los nuevos. Un teniente de cincuenta y un anos, que había sido arrestado por negarse a obedecer; resistió exactamente tres minutos y cuatro segundos. Después, salió vacilante, sostenido por dos Gefreiters. No se veía ni una huella de sangre.

Stever se rió triunfalmente y pegó una palmada en el vientre del oficial.

– Estás hecho una mujerzuela. Sólo tres minutos. Hubieses que ver un Feldwebel que tuvimos aquí. Resistía durante dos horas. El comandante se vio obligado a parar porque estaba cansado.

Se llevaron al teniente desvanecido, con un gran desgarrón en la frente.

El teniente Ohlsen estaba en el pasillo, con los que esperaban a ser presentados. Estaban de cara a la pared. Las puntas de los pies y la nariz, pegadas al muro pintado de verde; las manos, unidas detrás de la nuca.

Dos guardianes armados recorrían el pasillo. Llevaban sus metralletas en posición, a punto de disparar. Alguna vez, un prisionero había perdido el dominio de sí mismo y había intentado saltar al cuello del comandante. Ninguno de ellos podía explicar los motivos de su fracaso: habían salido muertos de la oficina, y habían sido arrojados a la celda de castigo, en el subsuelo, con una etiqueta atada al pie.

– ¡El detenido Bernt Ohlsen, teniente de la reserva! -vociferó Stever-. Preséntese, y a toda mecha. El comandante tiene prisa.

El teniente Ohlsen pegó un salto, hizo chocar los tacones en cuanto hubo traspuesto la puerta y mantuvo la mirada fija frente a sí. «Ahora, hay que tener cuidado -pensó-. Un solo movimiento en falso, y se desencadenará.» Pegó los dedos a la costura del pantalón, adelantó los codos y se mantuvo erguido como un huso.

El comandante se hallaba instalado tras el escritorio. Frente a él estaba la larga fusta. El Verraco permanecía en pie detrás de él, con una cachiporra de caucho manchada de sangre en la mano.

Stever se situó detrás del teniente Ohlsen.

– ¡Heil Hitler! -dijo el comandante.

– ¡Heil Hitler!, mi comandante -gritó el teniente Ohlsen.

El comandante sonrió, ojeó los papeles del teniente.

– Su caso se presenta mal. Creo que puedo predecirle exactamente lo que le ocurrirá. Será condenado a muerte. Si tiene mala suerte, será decapitado. Y en mi opinión, la tendrá. Si es afortunado, le fusilarán. La decapitación es deshonrosa y antiestética. Nunca he podido soportar el espectáculo de las cabezas que caen en el cesto. Y, además, hay demasiada sangre. ¿Tiene que formular alguna queja? ¿Tiene que solicitar algo?