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– No, mi comandante.

El comandante levantó lentamente la cabeza; miró con fijeza al teniente Ohlsen.

– Prisionero, su cabeza no está bien erguida.

El Verraco levantó la mano derecha.

Stever propinó un golpe con la culata de su metralleta.

– Prisionero, cuando se le ordena firmes, ha de mantenerse erguido -dijo el comandante con una amable sonrisa.

Un dolor lacerante atravesó el cuerpo del teniente Ohlsen. Le costó un gran esfuerzo mantenerse en pie.

– Prisionero, se ha movido usted -declaró con sequedad el comandante.

El Verraco levantó la mano izquierda. Stever golpeó dos veces. Pero esta vez con el cañón de la metralleta. Golpeó con todas sus fuerzas, a la altura de los riñones.

El teniente Ohlsen tuvo la impresión de que agujas enrojecidas le atravesaban la espalda. Cayó de rodillas. Las lágrimas le brotaron de los ojos.

El comandante movió la cabeza apesadumbrado.

– Prisionero, esto es desobediencia. ¿Rehúsa mantenerse en pie? ¿Se arrodilla como una mujer?

El comandante hizo un ademán a el Verraco, quien levantó dos veces la mano izquierda.

Stever golpeaba con la culata. Golpeaba con el cañón. Pegaba puntapiés al teniente tendido en el suelo. Dio cuatro golpes apuntando con precisión al ombligo. El teniente Ohlsen gritaba. Un hilillo de sangre le brotaba de la boca. No mucho. Sólo unas gotitas.

El comandante golpeó la mesa con su fusta.

– ¡Obergefreiter! ¡Levante a ese prisionero!

Stever golpeó con el cañón, cuyo punto de mira produjo una amplia herida en la mejilla izquierda del prisionero.

El teniente Ohlsen gemía de un modo desgarrador. Pensaba en Gerd, su hijito. Murmuraba algo incomprensible. Los otros creían que protestaba, pero, en realidad, le hablaba a su hijo.

E/ Verraco levantó una vez más la mano, Stever hundió el cañón de su metralleta en la columna vertebral del teniente Ohlsen.

El prisionero fue transportado a su celda, sin sentido.

Después, se pasó a los que deberían partir hacia Torgau. Cada uno de ellos debía firmar una declaración en la que afirmaba haber sido tratado correctamente y que no tenía ninguna queja que formular. Cada declaración estaba avalada por otros dos prisioneros, que actuaban de testigos.

Un general de brigada rehusó firmar.

– Mi comandante -dijo, frío y tranquilo-, como máximo, permaneceré dos años en Torgau. Pero si redacto un informe sobre usted y sus hombres, serán condenados a veinticinco años. En esta cárcel se han cometido, por lo menos, dos homicidios con premeditación. Cuando haya terminado mi sentencia en Torgau, pasaré seis semanas en un campo de reeducación. Después, me devolverán mi grado y, probablemente tendré un mando de una División disciplinaria de Infantería Y le doy mi palabra de honor de que removeré cielo y tierra para tenerle en mi División. Donde puedo prometerle que será tratado correctamente, según lo determina el Reglamento de los regimientos disciplinarios.

En la oficina se produjo un silencio de muerte. Stever miró a el Varraco, pero éste no levantó la mano. Nunca había ocurrido nada semejante. Un prisionero que amenazaba. Un prisionero que acusaba.

El comandante se recostó tranquilamente en su butaca, encendió un cigarro, cogió la fusta y la dobló pensativamente. Miró al general de brigada, que permanecía cuadrado ante él.

– Prisionero, ¿imagina de veras que un hombre de su edad resistirá seis semanas en un batallón disciplinario? Al cabo de tres días, nos añorará. -Dejó su pistola en el borde del escritorio, frente al general-. Escuche, voy a hacerle un ofrecimiento. Coja esta pistola y suicídese.

Agitó su fusta ante el rostro del general de brigada.

El Verraco contenía el aliento, y pensaba: «Válgame Dios, si llega a pegarle y ese tipo se presenta en Torgau con huellas de fustazos en el rostro, estamos listos. Jamás podremos justificarnos.»

El comandante rió malévolamente.

– Desea usted que le pegue, ¿no? Así podría explicar al coronel Vogel, en Torgau, lo que ocurre aquí. Pero no somos tan estúpidos. No tardará en saberlo. Aquí respetamos el reglamento. No necesitamos en absoluto utilizar la violencia cuando queremos meter en cintura a un prisionero rebelde.

Se volvió hacia Stever.

– Obergefreiter, dentro de diez minutos el detenido deberá estar preparado en el patio, con uniforme de campaña, cincuenta kilos de arena húmeda en la mochila y las botas más viejas y rígidas que pueda encontrar. Meta una piedrecita redonda en cada bota. Empezaremos con dos horas de paso ligero.

El Verraco se echó a reír. Stever le imitó. El comandante sonrió.

El rostro del general de brigada permaneció impasible. La orden del comandante era correcta, totalmente correcta según el reglamento militar prusiano. Con aquel reglamento se podía matar a un hombre. Todo consistía en saber si el corazón resistiría.

– Prisionero, ¡media vuelta! -ordenó Stever-. ¡Adelante a la carrera!

El comandante se puso la esclavina, se ajustó el ancho cinturón amarillo, restituyó a su sitio la funda de la pistola e inclinó la gorra hacia un lado, sobre el ojo derecho. Aquello le daba un aire audaz. Cogió la fusta, se golpeó ligeramente una pierna y dijo, volviéndose hacia el Verraco:

– Venga, Stabsfeld. Voy a enseñarle qué hay que hacer cuando quieren evitarse las complicaciones.

El Verraco asintió con la cabeza y se puso el capote. Estuvo a punto de colocar su gorra del mismo modo que el comandante, pero se contuvo y la colocó correctamente, derecha, con la visera sobre la frente. Tenía un aspecto estúpido, pero más valía aquello que un disgusto serio. De un comandante tan distinguido, podía esperarse cualquier cosa.

Las hombreras de oro macizo del comandante brillaban. Sujetó la cadena de oro de su esclavina. Se echó los dobleces blancos sobre los hombros. Parecía un oficial de opereta dispuesto a asistir a un baile de máscaras.

El general de brigada corrió con estrépito por el corredor, estimulado por los gritos de mando de Stever.

Ya en el patio, Rotenhausen tomó el mando. Comprobó la indumentaria, se cercioró de que todo era correcto. Cambió una de las piedrecitas por otra más pequeña. Después, se situó en lo alto de la escalera. Stever se apostó en el fondo del patio, con la metralleta a punto de disparar. Hasta un viejo general podía perder el dominio de sus nervios. El Verraco permanecía en pie, a la izquierda del comandante.

– Fíjese bien, Stabsfeld -dijo el comandante, sonriente-. Si le ocurre algo durante el ejercicio, no podrán reprocharnos nada.

Rió suavemente.

– Si alguien soporta esta prueba dos veces al día durante una semana, puede vanagloriarse de ser el soldado de Infantería más duro del mundo. -El comandante se ajustó el cinturón, separó las piernas a la prusiana, se balanceó ligeramente, y ordenó con tono hosco-: ¡Derecha! ¡Firmes! ¡Izquierda! ¡Paso ligero, sin moverse! ¡Adelante a paso ligero! ¡Más de prisa, prisionero, más de prisa! ¡Levante los pies, levántelos! ¡Muévase, viejo, por favor! ¡Al suelo! ¡Veinte vueltas al patio a rastras!

El general de brigada sudaba. Sus ojos se desorbitaban bajo el casco. Sabía que el menor desfallecimiento sería considerad como una desobediencia y daría a sus enemigos ocasión de utilizar las armas de fuego. El general de brigada había servido cuarenta y tres años en el Ejército prusiano. A los quince había entrado en la escuela de aspirantes de Gross Lichterfelde. Lo conocía todo y sabía hasta dónde podía llegar. El desvanecimiento era lo único que podía eximir a alguien de ejecutar una orden.