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– ¡Prisionero, alto! ¡De cuclillas! ¡Avance a saltos!

Cada salto en la arena blanda del patio era un suplicio Las piedrecitas de las botas empezaban también a producir efecto.

El Verraco se divertía abiertamente. El comandante reía muy satisfecho.

– Vamos, prisionero. Un poco de ánimo. El ejercicio es bueno para la salud. Hay que saltar más alto y más lejos. ¡Más de prisa! ¡Sostenga el fusil con los brazos extendidos! -Las órdenes se sucedían rápidamente-. ¡Al suelo! ¡Adelante a rastras! ¡Salte con los pies juntos! ¡Adelante, paso ligero! ¡Saltos individuales! ¡Media vuelta! ¡Adelante, paso ligero! ¡Armen bayoneta! ¡Ataque de Caballería por la derecha! ¡Defensa con la bayoneta!

Al cabo de veinte minutos, el general se desmayó por primera vez. Stever sólo necesitó dos minutos y medio para reanimarle.

Cuando el comandante se hubo fumado tres cigarros, el general empezó a gritar. Al principio, sólo se oía un gemido, un débil murmullo. Una hora después del primer grito, toda la prisión estaba despierta. En las celdas, los hombres escuchaban, asustados. Los que llevaban allí cierto tiempo sabían lo que ocurría. Entrenamiento especial de Infantería en el patio.

El viejo gritaba ahora casi sin cesar. Cada grito terminaba con un estertor ahogado.

Stever hundía su metralleta en el vientre del prisionero, un centímetro y medio por encima del ombligo, cada vez en el mismo lugar. Aquello no dejaba huellas. En el peor de los casos, se perforaba el estómago. Pero aquello podía ocurrir también durante un ejercicio riguroso. ¿Y en qué Ejército está prohibido el ejercicio?

El comandante ya no reía. Sus ojos brillaban. Sus labios formaban una delgada línea.

– ¡Prisionero! -aulló-. ¡En pie! ¡Obergefreiter, ayúdele!

Stever golpeaba como un autómata.

El general de brigada consiguió ponerse en pie. Vacilaba como un hombre ebrio. Se arrastraba por el patio.

El comandante gritó:

– ¡Alto! ¡Cinco minutos de descanso! ¡Siéntese! ¿Tiene algo que decir antes de reanudar el ejercicio?

El viejo miró hacia el cielo. Sus ojos estaban vidriosos. Parecía un muerto en una envoltura viva. Consiguió decir, con voz apenas audible:

– No, mi comandante.

Stever, que permanecía en pie tras el prisionero, con la metralleta al hombro, pensó: «Pronto caerá. Dentro de media hora, como máximo, estaremos ya en cama, después de desembarazarnos de ese tipo. Tiene que estar loco para haberse atrevido a amenazar al comandante. Mañana por la mañana será eliminado de la lista de Torgau.»

– Prisionero, preparado -gruñó el comandante.

El general dio otras dos vueltas al patio. Después cayó de bruces, como un tronco.

Stever le golpeó con la culata de su arma.

– ¡Levántese! -ordenó el comandante.

El prisionero se puso en pie, vacilante.

Stever estaba frente a él, con la metralleta en la mano, a punto de disparar.

«Hay que liquidarlo -pensaba-. ¿Por qué no se morirá este imbécil? Es lo mejor que podía ocurrirle. Tendría que comprenderlo. Si aún aguanta mucho rato, esta noche no podré dormir. Sólo faltan tres horas para el toque de diana. Voy a pegarle un buen golpe, a ver si termino.»

El prisionero se mantenía erguido, con las manos pegadas a las costuras del pantalón. Su casco estaba torcido. Las lágrimas le brotaron de los ojos. El blanco cabello se le pegaba a la frente. Las correas de la mochila le cortaban los hombros como cuchillos. Era como si cada hueso estuviera descoyuntado. Se lamió los labios y notó gusto a sangre.

– Mi comandante, le anuncio que no tengo ninguna queja que formular. -Se produjo un breve silencio. El general respiro profundamente-. Siempre he sido tratado con corrección. Solicito firmar la declaración.

– Concedido -dijo el comandante-. Es lo que esperaba desde el principio.

Todo el mundo firmó. El comandante se balanceó, encendió un nuevo cigarro, lanzó una bocanada de humo y miró, con atención, la ceniza blanca.

– Espero que se dé cuenta de que el ejercicio no perseguía la finalidad de obtener su firma a la fuerza. Hacemos esto de vez en cuando, sólo para que los prisioneros se mantengan en forma y puedan resistir mejor el campo disciplinario ¿Tiene usted sed, prisionero?

– Sí, mi comandante.

– La sed no perjudica a nadie. En Rusia tendrá ocasión, a menudo, de hacer largas marchas sin poder beber.

El viejo tuvo que correr durante otra media hora. Caía sin cesar, pero Stever era un guardián concienzudo que cada vez volvía a ponerle en pie.

En los diez últimos minutos, el general vomitaba sangre.

Por fin, el comandante ordenó:

– ¡A la celda, paso ligero!

Al llegar al pasillo, el general cayó. Stever necesitó varios minutos para reanimarlo. El viejo se puso en pie, lentamente.

El comandante le observaba con atención.

– Prisionero, desnúdese. Preparado para el baño.

Le metieron bajo una ducha fría. Y le tuvieron allí diez minutos. Después, le arrastraron hasta el despacho, donde le sostuvieron la mano para hacerle firmar. El comandante agitó el papel para que se secara la tinta, y preguntó amablemente:

– ¿Por qué no en seguida?

Era como si el general no le hubiese oído. Miraba fijamente ante sí con ojos casi moribundos.

– Prisionero, ¿no me oye? -gritó el comandante.

En aquel momento ocurrió algo horrible. El general se ensució en el suelo, frente al comandante, y salpicó su pantalón gris claro. Furioso, dio un salto hacia atrás.

El Verraco se enfureció mucho. Olvidó por completo la presencia de su superior.

– ¡Cerdo viejo! ¡Mearse en mi despacho! Obergefreiter Stever, adminístrele una buena corrección.

Stever agitaba perezosamente la cachiporra, mientras reía con malignidad. ¡Aquella sí que era buena! Utilizar la oficina de el Verraco como urinario. Golpeó al general en el vientre y en muchos lugares distintos, pero teniendo cuidado de no pegar en los sitios donde pudieran quedar huellas Cogiéndole por el cabello, le obligó a tenderse y le restregó la cara contra el charco.

El comandante movió la cabeza:

– Es lamentable que pueda ocurriría una cosa así a un antiguo oficial como usted. Haga de él lo que quiera, Stabsfeld. Este tipo ya no me interesa, pero recuerde lo que le he dicho: ni una huella.

ElVerraco hizo chocar los tacones, y gritó, lleno de celo:

– ¡A la orden, mi comandante!

Éste cogió el registro de inspección y lo firmó, después de haber escrito con letra grande y de fácil lectura:

Realizada inspección de la cárcel de la guarnición. Todo comprobado.

Interrogados los detenidos sobre si hay alguna queja. Nada que señalar.

P. ROTEN HAUSEN.

Comandante de la prisión.

El comandante se llevó dos dedos a la visera de la gorra y abandonó la oficinal muy satisfecho de sí mismo. Se marchó a casa de su amante, la esposa de un teniente que vivía en Blankenese. Mientras que, a solas con ella, saboreaba un guisado de ciervo suculentamente preparado, el detenido Von Peter, general de brigada, falleció en la prisión.

El Obergefreiter Stever dio aún unos cuantos golpes al cadáver. Después, se detuvo, sin aliento.

El Verraco se inclinó, curioso, sobre el cuerpo.