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– Nadie entiende nunca lo que se dice cuando ha cometido una estupidez -dijo Heide con sarcasmo.

Hermanito señaló con un dedo la cachiporra de la joven:

– Llevas un bastón algo pesado, ¿no crees? ¿Y si te ayudara a llevarlo?

Sin una palabra más, cogió el arma de manos de la aterrorizada joven. Ella le seguía nerviosamente con la mirada.

– Yo nix pegar soldado germanski con bastón -tartamudeó-. Yo pegar únicamente russki. Ellos malos. Germanski, buenos.

– Sí, somos unos angelitos -dijo Heide, riendo-, con alas de cera que no resisten la proximidad del fuego.

– ¿Estás sola? -preguntó Barcelona en ruso.

La muchacha le miró.

– ¿Tú oficial?

– Sí -mintió Barcelona-. Yo general.

– Los demás, en cueva, bajo trampa secreta -explicó la joven.

Porta lanzó un silbido.

– ¡Esto empieza a ponerse interesante!

Hermanito recogió su bote de mermelada. Se sentó en una mesa, con las piernas colgando, y se puso a comer.

– Excelente mermelada -le dijo a la muchacha-. ¿Tenéis más?

– ¡Cállate! -gruñó Porta-. Hay cosas más importantes que la mermelada. Tal vez estemos sentados encima de un puñado de rusos.

– Traédmelos -dijo Hermanito, riendo-. Los estrangularé a medida que lleguen.

– ¿Dónde está la trampa? -preguntó Porta.

La muchacha señaló hacia un rincón.

Vimos una trampa bien disimulada.

– ¿Soldados russkis? -preguntó Barcelona.

– Njet, njet. -La muchacha movió la cabeza con vehemencia-. Familia, amigos; nix comunistas. Fascistas, buenos fascistas.

– ¿Fascistas buenos? -dijo Heide, riendo-. ¡Maldita sea! Tengo que ver eso.

– No existen -intervino Hermanito, sin dejar de come ruidosamente-. Fascistas cretinos. Comunistas cretinos. Sólo nosotros buenos.

Tiró el pote de mermelada, ya vacío. Se oyó un ruido en la habitación vecina. Nos volvimos vivamente, preparando nuestras armas.

La muchacha gimió, asustada, y corrió presurosa hacia una puerta.

Barcelona Blom la detuvo por un brazo.

– No nos dejes de esta manera. Nos gusta mucho tenerte aquí.

Apareció el teniente Ohlsen, seguido por toda la sección.

– ¿Qué diablos estáis haciendo? -gruñó. Y de una ojeada, descubrió el bote de mermelada volcado, la muchacha junto a la puerta y la botella de coñac medio vacía-. ¿Os habéis vuelto locos? Mientras toda la Compañía os espera, os ponéis tranquilamente a tragar confitura y a beber coñac.

– No grite tanto, mi teniente -cuchicheó Porta. Y le indicó la trampa que había en el suelo-. Es probable que haya todo un batallón de rusos ahí debajo, ensuciándose en los calzones. Por lo que respecta al coñac, no hay motivos para envidiárnoslo. Es infecto. Es tetracloruro.

El teniente Ohlsen se quedó atónito.

El legionario se adelantó, seguido por el Viejo. Ambos preparaban un cóctel Molotov.

– ¿Están en la cueva los Iván? -preguntó el legionario-. Entonces, abre la trampa, Hermanito, por favor.

– ¿Crees que estoy loco? -preguntó Hermanito, retrocediendo-. Si quieres abrir la trampa para poder echar tus fuegos artificiales, tendrás que hacerlo tú mismo. Yo estoy decidido a salir vivo de esta guerra.

– ¡Idiota…! -replicó el legionario.

Y se adelantó hacia la trampa con paso firme.

– Apartaos, que va a haber jaleo.

La muchacha lanzó un grito:

-Nix, nix, niño malinkij [9]en la cueva…

El legionario la sacudió de tal manera que la joven cayó al suelo.

– ¡Vamos, vamos! -gruñó Porta-. No irás a pegarle ahora a una chica-. Siempre había creído que los franceses eran galantes.

– ¿Habéis terminado de decir tonterías? -El teniente Ohlsen estaba furioso-. No estamos aquí para divertirnos. Antes de que hayamos podido suspirar, tendremos a Iván agarrado a nuestros cuellos.

Hermanito se acariciaba la pierna con su lazo.

– Comunico que he estrangulado un gato. Iván, mi teniente. Los miedosos de la cueva no tienen más que salir.

– Rodead la trampa -ordenó el teniente Ohlsen-. Las ametralladoras ligeras y las PM en posición. Kalb, prepare la carga. Al primero que salga armado, lo liquidáis. Si intentan cualquier cosa, tendrán derecho al cóctel.

Abrió la trampa con rápido ademán, y gritó:

– Salid uno a uno. Os doy cinco minutos. Después, empezaremos a actuar. ¡De prisa, señores, de prisa! Y sin armas, tovarich [10].

La primera en salir fue una viejecita, con las manos encima de la cabeza. La siguieron otras cinco mujeres. Una de ellas llevaba un bebé en los brazos.

– ¡Mierda si no son unas Flintenweiber! - murmuró Porta.

Después salieron varios hombres, ya no muy jóvenes. Heide y Barcelona les registraron con habilidad.

– ¿Puedo registrar a estas buenas mujeres? -preguntó Hermanito.

– Usted, hágase a un lado, Creutzfeld. Si toca a una mujer, le liquido -amenazó el teniente Ohlsen.

– No era más que una idea -gruñó Hermanito.

– ¿Queda aún alguien abajo? -preguntó el teniente Ohlsen a uno de los hombres.

Éste movió la cabeza, pero había contestado con demasiada rapidez.

– ¿Estás seguro, guerrero? -preguntó Porta, entornando los ojos-. Échale el lazo al cuello, Hermanito.

– Con placer -contestó el aludido.

Y lanzó el lazo de acero alrededor del cuello del individuo que estaba sumamente pálido.

Después, aflojó un poco la presión.

Porta sonrió diabólicamente.

– Es un juego fastidioso, sobre todo para ti. Si hay otros tovarich en la cueva, Hermanito apretará el lazo. ¡De prisa! Dinos si hay otros, antes de que bajemos a verlo nosotros mismos.

El hombre profirió una especie de gorgoteo y movió cabeza.

– ¡Cuidado, vais a estrangularlo! -intervino el teniente Ohlsen-. ¿Cuántas veces tengo que deciros que no quiero que uséis esos métodos de gángster? Así, pues, ¿no queda nadie en la cueva? -preguntó, dirigiéndose a los paisano que se mantenían junto a la pared.

– Eche el paquete, Kalb.

El pequeño legionario se encogió de hombros, desatornilló la cápsula de la granada del centro, pasó un dedo por el anillo.

Una de las mujeres chilló:

– Njet, njet!

El legionario le lanzó una mirada:

– Voilà, Madame. Entonces, ¿quedan otros?

El teniente Ohlsen se acercó a la trampa.

– Estaba seguro, Subid…

Un ruido.

Dos jóvenes salieron lentamente de la cueva. El legionario les dio un empujón.

– Menuda suerte tenéis, amigos míos. Treinta segundos más y os habríamos asado.

Heide y Barcelona les registraron con habilidad.

– Espero que eso es todo, ¿no? -preguntó el teniente Ohlsen.

El legionario y yo bajamos de un salto. Permanecimos un momento detrás de unos barriles, acechando. Después, registramos la cueva, que se extendía bajo toda la casa.