– Hay algo que no funciona bien en tu sesera -replicó Stever-. En el fondo, ¿qué te ocurre aquí? Nada extraordinario. Como promedio, liquidamos a cinco o seis tipos por semana. A veces más, a veces menos. Y hay semanas en las que no fusilamos a nadie. Pero en el frente liquidan a todo un batallón en menos de una hora. ¿Crees que esto preocupa a los jefes de batería? ¿Crees que al comandante de un tanque se le crispan los nervios porque ha aplastado a toda una sección con sus orugas? Date una vuelta por el hospital militar de San Jorge y verás cosas buenas. Y aquéllos son todos inocentes. Su único crimen consiste en haber nacido alemanes y hombres, lo que les obliga a ponerse el uniforme verde y a defender la patria. Pero los que tenemos aquí, y a quienes cortamos la cabeza, han hecho algo, y están encarcelados por su culpa.
– Stever, no me gusta ver al hombre del hacha. Apenas tiene tiempo de secar la sangre cuando cae la cabeza siguiente. Y los condenados, al fin y al cabo, no son tan criminales como eso.
– Ahí es donde te equivocas, Hölzer. Si violas la ley, eres un criminal, y eso aunque no hayas hecho más que ignorar un semáforo rojo. En este país, está prohibido decir lo que se piensa. Al que lo hace, le cuesta la cabeza.
Stever agitó un dedo ante las narices de Hölzer, mientras se recostaba en el cuerpo del general ahorcado.
– ¿Es que tú y yo decimos tal vez lo que pensamos?
Hölzer se rascó debajo del casco. Después, respondió con firmeza:
– ¡No, diantre! ¡No estamos tan locos!
– Ya lo ves -dijo, riendo Stever-. Somos unos buenos ciudadanos. No cambiaremos de color hasta que cambie la bandera. Personalmente, lo mismo me da tener que levantar la pata derecha y gritar: «¡Viva el Moro Muza!», en lugar de: «¡Heil Hitler!»
– No quiero quedarme aquí, Stever. Quiero marcharme. Cuando vuelvan del frente se cargarán a el Verraco, y entonces los tipos como tú y como yo recibiremos también. Si eres sensato, Stever, vente conmigo. Pronto sonará la hora. La derrota no tardará en mostrarse. Ya es tiempo de esconder las camisas pardas.
– Quédate, Hölzer. No cometas estupideces. Es mejor que ayudemos a dos o tres prisioneros aquí, en los calabozos. Birlaremos unos papeles y, si es posible, un sello. Prepararemos una evasión y luego, cuando se arme el jaleo gordo, seremos dos héroes y todo lo demás quedará olvidado. De nada te servirá ir a detener las balas de los rusos. Date un paseo mañana por la mañana. Llégate al cuartel del 76.° Regimiento. Van a enviar una Compañía al frente. Acompáñales a la estación. Hazles gestos de despedida y grita: «¡Heil Hitler!» hasta que te quedes ronco. Estoy dispuesto a pagarte una botella por cada rostro alemán que veas. Pero no verás ninguno. Te parecerá que todos van a un entierro. Sé que tienes una gachí estupenda de veras, perfumada y todo. ¿Crees que encontrarás a igual en las trincheras? Escucha el consejo de un hombre sensato. Quédate aquí. Dale coba a el Verraco. Asiente a todo le diga. Haz lo que te ordene. Diviértete y bebe tanto puedas. ¿Tienes tú la culpa de que esta cárcel sea como es? No, señor. ¿Te invitaron el día que redactaron sus leyes? ¿Acaso no te han amenazado con la muerte si no venías? ¿Te harías confeccionar por tu sastre un traje tan birria como el que llevas, si tuvieras que pagarlo de tu bolsillo?
– ¡Mierda, Stever! No puedo ver el gris ni el verde. Tampoco el caqui me satisface. Lo que me gusta es el azul marino, con rayitas blancas, con un pantalón tan estrecho que necesites un calzador para ponértelo. Válgame Dios, Stever, Obergefreiter de Caballería, eso sí que sería estupendo. ¿Cuándo cambiaremos de piel?
Stever se echó a reír.
– Haz como yo. Acostúmbrate desde ahora a decir: «Yes, Sir. No, Sir.»
Contemplaron pensativamente al general ahorcado.
– Ése ha cambiado ya de piel -murmuró Stever-. Si el capellán no miente, ahora está en una nube, riéndose de nosotros. Sin reglamento ni preocupaciones. En el fondo, me da lástima. Hubiera podido ser nuestro abuelo. ¡Dios, si he llegado a atizarle! Era uno de los tipos más duros que he visto. No puedes tener idea de la gente que a la que he golpeado, Hölzer. Soy un experto en eso, y siempre harán falta tipos como yo. En la vida, lo importante es ser especialista en algo. Fíjate, hace media hora el Verraco me ha propuesto un montón de cosas. He dicho que sí a todas sus cretinadas, pero no tengo ni la más ligera intención de seguir la vía que me ha indicado. Tengo un camarada de Regimiento que había pertenecido a las SS. Cuando nos enteramos en el escuadrón, yo servia entonces en el l.er Regimiento de Caballería, en Stettin. Te aseguro que le hicimos la vida difícil. Cada noche le atizábamos. Tiene una gran cicatriz en el labio inferior, que procede de entonces. Le dimos unas buenas duchas bajo todos los grifos de agua fría. Dio parte, pero el coronel, lo mismo que el capitán, se quedó tan tranquilo. ¿Y sabes qué, Holzer? Hoy es SS Haupsturmführer y trabaja a las órdenes de el Bello Paul. ¿Sabes cuál es su especialidad, Holzer?
– No -murmuró Holzer, vacilante, mientras por el rabillo del ojo contemplaba al general que yacía bajo la ventana-. ¿Cómo diablos quieres que sepa cuál es la especialidad de tu camarada de Regimiento? De lo único que me alegro es de no conocerle. Cuando cambie la cosa, sólo esto será motivo suficiente para que te busquen las cosquillas.
– Tienes toda la razón, Hölzer. No eres tan tonto como eso. Pero por el momento, hablemos de mi camarada Regimiento, y cuando todo cambie le detendremos y nos presentaremos con él como rehén. Nunca adivinarás cuál es su especialidad. Mi camarada de Regimiento consigue que todo el mundo diga exactamente lo que quieren sus jefes. Pero solo recurren a él cuando se encuentran con un tipo especialmente tozudo. Tiene sus dominios en el fondo de un subterráneo. Allí vive.
– ¡Cállate, Stever! -protestó Holzer-. No quiero saber nada más de eso. -Luego, dominado por la curiosidad, siguió hablando-: Por otra parte, sí me interesa saber cómo se las arregla tu camarada.
Stever se echó a reír.
– Es de lo más sencillo. Con electricidad de doscientos veinte voltios. Unos delgados hilos eléctricos y agua. De vez en cuando, un brazo roto. Cuando han sufrido el tratamiento de mi camarada durante una media hora, siempre tienen prisa por confesar. Él es un tío listo que lo tiene todo preparado para poder apearse del tren en un abrir y cerrar de ojos y cambiar de camisa. En cuanto a nosotros dos, Hölzer, sólo se trata de hacer lo que se nos ordena. En resumen: donde hay patrón no manda marinero. -Stever lanzó una risotada y añadió secamente-: No tenemos ninguna responsabilidad.
Esta interesante conversación fue interrumpida por el médico aspirante, que llegó en tromba, con su blusa blanca flotando a sus espaldas.
Stever dio el parte. El médico aspirante miró al ahorcado, se encogió de hombros, sacó unos papeles de su cartera, se sentó ante la burda mesa… Llenaron y sellaron rápidamente el acta de defunción. Al entregársela a Stever, el médico no pudo dejar de manifestar:
– Si todos los fallecimientos fuesen tan claros, la cosa resultaría fácil. Retire a este tipo. Obergefreiter, y enciérrelo.
Tras de lo cual desapareció como una nube blanca arrastrada por el viento.
Stever y Hölzer levantaron el taburete caído y empezaron a bajar al general.
– Confiesa que es estúpido -rezongó Hölzer-. Primero, lo ahorcamos y sudamos como animales para hacerle un buen nudo, y ahora, vuelta a sudar para descolgarle. Estoy hasta la coronilla.
– ¡Maldita sea, deja de decir estupideces! -rezongó Stever-. En el fondo, aquí no se está tan mal. Podemos quedarnos detrás de las rejas de hierro y reírnos de los cretinos que hacen el ejercicio. ¿Te acuerdas aún de manejar las armas? Yo he olvidado hasta la fecha de mi último ejercicio.