Oímos un ruido sordo detrás de nosotros. Dimos media vuelta, preparados para disparar.
– ¡Cretino…! -gruñó el legionario al descubrir a Hermanito.
– ¿Quedan más gachís? -preguntó Hermanito, muy risueño-. Estoy dispuesto a ayudaros para registrarlas.
– Non, camarade, no te hagas ilusiones. No quedan más.
Subimos a reunimos con los otros. Porta había encontrado unas botellas, que probaba con prudencia.
– ¿Vodka? -preguntó a los paisanos-. ¿Nix vodka?
Nadie le contestó.
– Bueno, ¿estáis listos? -gritó el teniente Ohlsen-. Nos marchamos.
Heide fumaba, en un rincón, mientras observaba con recelo a los dos sujetos que acababan de salir de la cueva.
– ¿Qué sucede? -preguntó Barcelona-. ¡Vaya manera de mirarlos!
– ¿Tú que piensas, Porta?
– Lo mismo que tú, Julius. Esos dos no son precisamente niños del coro. Son colegas, estoy dispuesto a apostar una botella de vodka.
El teniente les escuchó con atención.
– Sin duda se trata de unos desertores. Es cosa que no nos importa
– ¿Con unas jetas así? -dijo Barcelona, riendo-. No, mi teniente, conozco ese tipo. Eran unos sujetos como éstos los que nos pegaban puntapiés en el trasero, en el batallón Thälmann [11].
– Tienes razón. A esta raza sólo se la encuentra en dos sitios. En la NKVD y en las SS. Esta raza no deserta.
– Dios sabrá lo que hacen aquí -reflexionó Porta, con los ojos semicerrados.
Hermanito hizo crujir su lazo.
– ¿Queréis que los estrangule?
– ¡Abajo las zarpas! -ordenó Porta.
El teniente Ohlsen, que había salido de la habitación con la patrulla, regresó en compañía de el Viejo.
– Vamos, salid -ordenó-. Aquí ya no tenemos nada que hacer. Los dos desertores no me interesan.
– ¿Desertores? -dijo Barcelona en voz alta-. ¿Entendéis el alemán? -preguntó a los dos jóvenes.
Éstos movieron la cabeza, esforzándose por sonreír:
– Tu turno, Porta -dijo Barcelona-. Háblales en el idioma de Stalin.
– ¿Quién manda aquí, Feldwebeld Blom? ¿Usted o yo? -preguntó el teniente Ohlsen, con tono seco.
Barcelona miró al teniente Ohlsen sin contestar.
– Si hay que interrogar a los prisioneros, ya daré yo las órdenes -prosiguió el teniente.
– Bien, mi teniente -contestó Barcelona, con los dientes apretados.
Porta se encogió de hombros, cogió su metralleta y abandonó la habitación en pos de nosotros. Ya en la puertas, volvió y miró, una vez más, a los dos hombres.
– Habéis tenido suerte, chicos. Mis saludos a vuestros colegas cuando volváis a verles. Si nuestro teniente no hubiese estado aquí, Hermanito habría cuidado de vosotros.
Luego, con una risotada:
– Voy a deciros una cosa: nuestro teniente no ha comprendido lo que es esta guerra. Pero nosotros y vosotros dos sí lo sabemos. Panjemajo, tovarich?
– En columna de a uno detrás de mí -ordenó el teniente Ohlsen.
– Pero, ¿dónde se han metido Hermanito y el legionario? -preguntó el Viejo, inspeccionando la columna.
Nadie lo sabía. La última vez que les habíamos visto estaban en la granja. El Viejo dio parte al teniente Ohlsen. Éste blasfemó, furioso.
– ¡Pandilla de cretinos! Vaya a buscarles, Beier, Llévese a varios hombres. Deben de estar en la cueva, bebiendo. Pero apresúrense a reunirse con la Compañía. Ya hemos perdido bastante tiempo.
El Viejo se llevó al primer grupo.
– Si esos dos bandidos han encontrado «schnapps» y nos lo han ocultado -dijo Porta-, oirán hablar de mí. Joseph Porta, Stabsgefreiter por la gracia de Dios.
Poco antes de alcanzar la granja, oímos un peculiar silbido de aviso.
Nos escondimos silenciosamente tras unos arbustos. Apareció el legionario.
– ¿Qué diablos hacéis? -preguntó el Viejo-. ¿Dónde está Hermanito?
– De caza, mi sargento -contestó el legionario, riendo-. Nuestros dos tovarich tienen la intención de gastarnos una broma. Hermanito lo está impidiendo.
De repente, un grito femenino resonó en las tinieblas.
– ¿De caza? -repitió el Viejo, secamente-. Si ese cerdo ha tocado a las mujeres, me lo cargo.
Se irguió y corrió hacia la granja, con la metralleta al hombro.
– Tenga cuidado -le aconsejó el pequeño legionario-. Esto es un avispero.
Algo zumbó por el aire. Barcelona cogió el objeto al vuelo y lo devolvió hacia el lugar de donde venía.
Un estallido. Y, después, un relámpago que desgarró la oscuridad.
– Principiantes -afirmó Barcelona-. No saben lanzar granadas.
– ¡Qué jaleo! -dijo, en la oscuridad, la voz de Hermanito.
Y a continuación estalló una violenta pelea. Blasfemias en alemán y en ruso. Ruidos de ramas que se rompían. Acero contra acero. Alguien lanzó un horrible estertor.
– Número uno -dijo la voz satisfecha de Hermanito, en las tinieblas.
Un ruido de pasos precipitados; después, resonó un disparo.
– ¡Maldita sea! ¿Qué sucede? -preguntó Heide.
– Id a ver – contestó el Viejo -. En guerrilla.
Entre los arbustos tropezaron con un cadáver. Porta se inclinó sobre él.
– Estrangulado -dijo brevemente.
Era uno de los dos jóvenes rusos. A su lado, había una carga triple; una de esas cargas que llevan una capa metálica llena de clavos en el centro, y que son capaces de diezmar una Compañía entera.
– Aparentemente, un pequeño recuerdo para nosotros -dijo Barcelona.
El Viejo no pudo contener su sorpresa.
– ¿Cómo lo habéis sabido?
– La joven nos lo ha dicho, sargento. C’est tout -contestó Hermanito.
– ¿Por qué ha delatado a sus compatriotas? -preguntó Barcelona.
– Sin duda, porque no les quiere -replicó secamente el legionario.
– Es posible, camarada. Pueden haber muchos motivos para que alguien se convierta en soplón.
– Si sus colegas se enteran de esto, la ahorcarán – declaró Barcelona.
Hermanito compareció. Jadeaba con fuerza.
– Ese cretino se me ha escapado. Estos malditos abetos pueden ocultar un regimiento entero. Pero tengo su «Nagan», y creo que le he metido una bala en el trasero.
El Viejo cogió la pesada pistola «Nagan» y la sopesó pensativo.
– Pistola de comisario. Hemos estado a punto de ser enviados al cielo. Gracias a Dios por habernos enviado a esa pequeña soplona.
Barcelona lanzó una carcajada sarcástica.
– Estoy seguro de que el buen Dios lo olvidará cuando Iván le ponga la mano encima.
– Esto no nos incumbe -dijo el Viejo, con un ademán, despreocupación.
Stege movió la cabeza.
– Desde luego, Schiller tenía razón.
– ¿Schiller? -preguntó Porta-. ¿Qué diablos tiene que ver Schiller con esto? Está muerto, ¿no?
– «El enemigo aprecia la traición, pero desprecia al traidor» -recitó Stege.