»Date una vuelta por una calle elegante teniente. ¿Qué verás? ¿Tiendas en las que se vende azúcar, coles, sacos de patatas? Nada de eso. Bragas de todos los colores y medias elegantes. Tú aprietas de lo lindo en tu tanque. Te cuelgan del pecho una hermosa Cruz de Hierro. Tendrías mujeres, y en cantidad. A esa Cruz de Hierro habría que llamarla un imán de mujeres. Hay dos cosas que cuentan: la pasta, mucha pasta; o bien condecoraciones difíciles de obtener. Condecoraciones tan importantes que causen miedo a los cazadores de hombres. Daría mucho por tener una Cruz de Caballero, teniente. Cítame un solo rey que sea guapo. No podrás. Y, sin embargo, tiene cuanto desea. ¿Porque es rey? El secreto reside en la quincalla que lleva en el pecho. Todos corren tras eso. Es un imán. Vale más que una tarjeta de entrada para un burdel. Bueno, me largo.
Cerró la puerta de golpe, y se alejó por el pasillo.
El lunes por la mañana, el comandante Von Rotenhausen leyó la sentencia. Se agitó nerviosamente durante la lectura, como si tuviera necesidad de ir al retrete y le costara trabajo contenerse. Le acompañaban Stever y el Buitre, con el fusil ametrallador sobre el hombro. El comandante Rotenhausen no quería correr riesgos.
Poco antes de mediodía, un ojo atisbo durante mucho rato y con insistencia a través de la mirilla. Un ojo oscuro, parpadeante… Por espacio de unos diez minutos, el ojo permaneció pegado a la mirilla. Era la mirada hambrienta de un vampiro.
Una hora más tarde. Stever hizo su ronda.
– El carnicero en jefe te ha visto. Sus tres hachas acaban de llegar ¿Quieres verlas? Son impresionantes, relucientes y cortantes. A su lado, una navaja carece de filo. Están en la celda de paso, en unas magníficas fundas de cuero amarillo, con el águila dorada en la empuñadura. El Buitre ha intentado levantarla. Le gustaría cortarle la cabeza a alguien. Yo no pido nada. Estos asuntos traen desgracia. ¿Cómo dice el libro de Dios? «Quien golpee la cabeza a otro recibirá los mismos golpes.» Y no veo motivos para poner en duda lo que es sagrado.
– El pastor aún no ha venido -murmuró el teniente Ohlsen-. No puede ocurrir nada antes de que me visite.
– No temas. Ya vendrá. Con los prusianos, el orden está asegurado. No somos tan inhumanos como para enviar a alguien al cielo sin haberle preparado antes el camino. Pero aún no se ha presentado. Siempre telefonea antes, y después hay que esperar unas dos horas. Por el momento, presta servicio en una Compañía de Comunicaciones. Durante la guerra, los pastores y los cirujanos tienen siempre mucho trabajo. En tiempos de paz, no son tan importantes.
Por la noche, se oyó un grito. Un grito largo y profundo que despertó a toda la guarnición. Los centinelas blasfemaron y gritaron.
No tardó en llegar el Verraco. Se oyó ruido de voces. El grito cesó y la horrible tranquilidad esperada volvió a reinar en la cárcel.
El pastor compareció el martes, a las diez y media de la mañana. Era un hombrecillo abatido, con grandes ojos azules y boca temblorosa. Su nariz goteaba sin cesar, y se la secaba con la manga de su sotana. Trajo un altar plegable que montó con ayuda del teniente Ohlsen. De un maletín estropeado sacó una figurita de Jesús, hecha de cartón pintado. La corona de espinas se había roto, pero el pastor reparó el desperfecto con un poco de saliva. Había también dos ramos de flores artificiales, envueltas en papel de seda. Se había olvidado su Biblia, y tuvo que pedir prestada la del teniente Ohlsen, que estaba en la celda.
Cuando todo estuvo colocado, presentaba un aspecto amable. El Verraco pegó el rostro a la mirilla. En voz baja, iba comunicándole a Stever cuanto ocurría en el interior.
– Ahora le da las galletas y la bebida -informó el Verraco-. No entiendo cómo lo autorizan. En el reglamento 4 la prisión, página 216, apartado 3.°, está escrito que el consumo de bebidas alcohólicas queda prohibido, y ahí se están atizando un buen trago. ¡Lo que hay que ver! Oye, Stever, ya empieza. El viejo le bendice. Levanta las zarpas tan hacia arriba que casi toca el techo.
Oyeron, tenuemente, cómo el pastor murmuraba algo, ElVerraco se echó a reír.
– ¡Diantre! No me sorprendería que un ángel atravesara las paredes. -Pegó una palma en su voluminosa pistolera-, Si ocurriera, vive Dios que sabría recibirle. Yo, el Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt, no toleraré ningún atentado a mi prisión. El ángel de Dios aprendería a conocerme.
– Es comprensible, Herr Stabsfeldwebel -creyó oportuno decir Stever.
El Verraco se excitó hasta lo indecible.
– Dios, ángel o lo que sea, si sigue un camino que no sea reglamentario, si no lleva un permiso firmado por el juez, tendrá que vérselas conmigo. En mis dominios reinan la disciplina y el orden. Esto no tiene nada que ver con el caos del paraíso. Obergefreiter, ahora se arrodillan. ¡Válgame Dios, esto sí que es un espectáculo!
Durante tres segundos, cedió a Stever su puesto en la mirilla. Éste suspiraba de placer. Era una maravillosa administración del sacramento, de las que no se ven todos los días.
El Verraco le empujó lentamente, y recuperó su localidad de primera fila.
– Bueno, ya ha terminado. Ahora están sentados en la cama cogidos de la mano. El viejo lloriquea. Extraños héroes…
– ¿Por qué llora el guerrero del cielo? -preguntó Stever-. No es a él a quien van a afeitar.
El Verraco se encogió de hombros. No sabía muy bien lo que debía contestar; pero después de reflexionar un poco llegó a la evidente conclusión de que había que demostrar pena cuando se era pastor y se consolaba a alguien que iba a ser ejecutado.
El Verraco dio unos pasos por el corredor. Después, señaló con el pulgar la puerta cerrada de la celda.
– Esto nunca nos ocurrirá a nosotros dos, puedes estar tranquilo -aseguró.
Stever guardó silencio. La idea de ponerse en contacto con la Gestapo seguía dándole vueltas al cerebro. Miró pensativamente el cuello de el Verraco y estuvo de acuerdo consigo mismo en que, verdaderamente, haría falta un buen golpe para separar aquella cabeza de aquel cuello de toro. Jamás había visto un cuello tan grueso. ¡Resultaba increíble que la prisión pudiera convertir a alguien en un ser tan repugnante y gordo!
– ¿Qué mira con esos ojos? -preguntó el Verraco.
– El cuello de Herr Stabsfeldwebel -repuso Stever.
El Verraco se tocó el cuello.
– ¿Mi cuello? -murmuró, pensativo-. ¿Qué le ocurre a mi cuello?
– Es grueso, Herr Stabsfeldwebel.
– En efecto, Stever. Es un cuello de suboficial. No resulta fácil cortarlo.
– El hacha está muy afilada, Herr Stabsfeld.
– ¡Diantre! ¿Qué le ocurre a usted, Stever? ¿Tiene miedo? ¡Menudas ideítas se le ocurren! ¿No convendría que fuera a ver al psiquiatra? -Estuvo a punto de hacerse un nudo en la lengua al pronunciar la «p»-. Pensaba que algún día sería usted Unteroffizier, pero con esos pensamientos enfermizos, no es posible. ¿No estará borracho, Stever? En tal caso, le perdono. Debiera saber que jamás se ejecuta a un Stabsfeldwebel. Constituyen la columna vertebral de la sociedad, ¡diantre! Si los Stabsfeldwebel nos declaráramos en huelga, menudo lío se organizaría. Todo se derrumbaría como un castillo de naipes: Adolph, Hermann, Heinrich, Joseph, podrían echarse al suelo y golpearse la cabeza contra el pavimento. No lo olvide nunca. -El Verraco pegó una fuerte patada con el pie derecho, y miró a Stever-. ¿Entendido, Obergefreiter?