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– Entendido, Herr Stabsfeldwebel -respondió Stever, al tiempo que pensaba: «Todavía no lo sabes todo, maldito cerdo. Seré más que Unteroffizier. No tardará en llegar el día en que sea yo quien mande, mientras tú saltas para perder la grasa.»

El Verraco regresó ruidosamente a su cubil, muy satisfecho de sí mismo.

Durante el paseo de la tarde, Stever y Braum registraron los calabozos. Braum se ocupó de los del lado derecho del pasillo, y Stever de los de la izquierda. Hicieron varios descubrimientos.

En el calabozo 21, el de un coronel condenado a muerte, Braum encontró una rebanada de pan negro oculta bajo el colchón. En la celda 34, Stever confiscó una colilla de dos centímetros. En la de al lado, un pedazo de lápiz. Lo colocaron todo en un gran sobre azul. Stever estaba encantado. Era su trabajo preferido. Una especie de juego del escondite. Luego, los prisioneros serían castigados de acuerdo con el rito especial de el Verraco.

Stever terminaba de registrar el último calabozo cuando un silbido anunció la vuelta de los presos.

El teniente Ohlsen se detuvo un momento, sorprendido ante la puerta de su calabozo, y contempló el espantoso desorden que había ocasionado Stever. Después, se precipitó hacia el colchón y buscó febrilmente. Sollozaba.

La puerta se abrió sin ruido y Stever entró. Sostenía entre dos dedos una pequeña píldora amarilla.

– ¿No estarás buscando esto, por casualidad? -preguntó sonriendo con los dientes apretados.

El teniente Ohlsen avanzó unos pasos. El bastón de Stever silbó en el aire y le alcanzó en una rodilla. Ohlsen profirió un grito de dolor.

– Un prisionero ha de cuadrarse cuando un guardián entre su celda -le recordó Stever, siempre sonriente-. Si no lo hace, tenemos derecho a utilizar el bastón. Para eso lo llevamos. He de reconocer que lo habías calculado bien. Tragarte esta porquería un momento antes de la operación. ¿Cómo tienes tupé para hacer una cosa así? ¡Con las molestias que nos tomamos, y querer engañarnos! Pero te has equivocado en lo que a mí respecta, teniente. Hacía mucho que sospechaba que tenías algún truco. Estabas demasiado tranquilo. Tengo mucha experiencia en esas cosas. ¿Te das cuenta de los problemas que hubiera tenido si llegas a tragarte esta píldora? Hay quien cree que Stever no ve nada, pero tengo un radar hasta en trasero. Evito las complicaciones. Me sé de memoria el reglamento. Me sé de memoria todos los HDV. Para eso me enseñaron a leer en la escuela. Podrían utilizarme como HDV viviente en las bibliotecas. Siempre pido una orden escrita cuando ocurre algo que se aparta de lo corriente. Si un día vienen a decirme; «Stever, ha cometido usted un asesinato», me reiré en sus narices, y les enseñaré la orden escrita, y les diré: «Os equivocáis. A quien debéis ahorcar es a quien ha firmado este papel. Yo no soy más que un esclavo que se ciñe al reglamento. Y este reglamento no lo he hecho yo.» Ahora, tengo tu píldora, teniente, y me veo obligado a guardarla; de lo contrario, me espera el Consejo de Guerra. Quieren ver sangre, sea como sea, pero te aseguro que no será la mía. De modo que haremos como si nunca hubieses tenido la píldora. Causaría demasiadas complicaciones. Se la daré al gato gris. Anoche, cuando quise acariciarle, me arañó. Siento curiosidad por saber cómo funciona.

El teniente Ohlsen lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. La píldora era su último triunfo. Le había dado valor. Sólo la idea de que sería él mismo quien decidiría el momento. Ahora, lamentaba amargamente no habérsela tomado mucho antes. Era un error creer en la posibilidad de ser indultado en el último momento.

– Démela -balbució-. Démela, Stever.

– De ningún modo -rehusó Stever, moviendo la cabeza-. Has de seguir el reglamento. Pero puedo proporcionarte un consuelo: todo va muy de prisa. En cuanto estás en el tajo, todo irá tan rápido que no te darás cuenta de nada -Rebuscó en sus bolsillos y sacó una carta-. Mira, aquí hay algo para ti. Pero no olvides que ya puedes estarme agradecido.

– Una carta no puede ser peligrosa -dijo el teniente Ohlsen, desalentado.

– ¿No? Pues el comandante y el Verraco opinan lo contrario. La tinta puede estar envenenada. En Munich, hubo un asunto así. Fue aquel caso de los estudiantes. Uno de los tipos estuvo a punto de estirar la pata. «Veneno», dijo el matasanos. Se estrujaron el cerebro para averiguar cómo lo había conseguido. Y luego, uno de los sabios de la Kripo pensó en las cartas que el prisionero había recibido. Enviaron toda la mierda al laboratorio, y descubrieron veneno en la tinta. Entonces, empezaron a funcionar los engranajes. Y detuvieron al que había escrito las cartas. Fue a parar al cadalso, con los demás. Desde entonces, cuando en la puerta de la celda hay un círculo rojo, las cartas están prohibidas. Pero el Obergefreiter Stever tiene buen corazón. Todos somos seres humanos. Lee la carta en mi presencia. Pero te lo advierto: si te la llevas a la boca, te pego un mamporro.

El teniente Ohlsen leyó con rapidez las pocas líneas de la carta.

Procedía de el Viejo.

Stever recuperó la carta y empezó a leerla tranquilamente.

– El Alfred de que habla tu camarada, ¿es el de la cicatriz?

El teniente Ohlsen asintió con la cabeza.

– No puedo ver a ese tipo. Ni siquiera querría tenerle aquí. Algo me dice que tiene algún agravio contra mí, y, sin embargo, yo me limito a cumplir lo que se me ordena. Podrías hacerme un favor, teniente: escribe unas palabras de recomendación detrás de esta carta. Por ejemplo: «El Obergefreiter Stever es un buen sujeto que me ha cuidado bien. Hace lo que se le ordena.» Y podrías terminar, añadiendo, por ejemplo: «P. S. Es un amigo de los prisioneros.» Firma, nombre y graduación. Esto le da un tono oficial.

Stever coloco la carta ante el teniente Ohlsen y le entregó un bolígrafo.

– Demuestre primero que es amigo de los prisioneros, Stever, y escribiré.

– De acuerdo -replicó Stever, sonriendo-. ¿Qué deseas?

– La píldora.

– Estás chiflado, teniente. Si la diñas, me ponen junto a la pared.

– Usted es quien decide, Stever. Pero nunca podrá escapar de aquellos tipos. Yo, en su lugar, me pondría un cuello de acero.

Stever se estremeció.

– No me atrevo a darte la píldora, teniente. Pero que no seria mala idea largarse de aquí.

Fueron a buscar al teniente Ohlsen inmediatamente después de la cena. Recorrieron el pasillo y salieron al patio. El pastor les precedía, rezando una oración. Entraron en un tercer patio, rodeado de edificios penitenciarios. Allí se estaba al abrigo de las miradas extrañas. El cadalso era de madera burda.

Vestidos con levitas, sombreros de seda y guantes blancos, el verdugo y sus dos ayudantes esperaban en la plataforma.

El otro condenado a morir decapitado había llegado un poco antes que el teniente Ohlsen. Al pie del entarimado, estaban alineados los miembros del Consejo de Guerra y los oficiales. Un miembro del Consejo de Guerra leyó la sentencia. Nadie podía entender su murmullo. Era un hombre que sabía dominarse. Había aprendido este arte durante cinco años. Tiempo atrás, había sido un hombre culto.