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El comandante de la prisión comprobó la identidad de los condenados.

El primer ayudante del verdugo se adelantó y degradó a los dos hombres, cortándoles las hombreras.

El teniente Ohlsen era el último. Su compañero de dolor ascendió la escalera. El pastor rezó por la salvación de su alma. Los dos ayudantes ataron al condenado. La tabla adquirió una posición horizontal.

El verdugo levantó el hacha. La hoja, en forma semicircular, brilló bajo el sol poniente. Con voz sonora, gritó:

– ¡Por el Führer, el Reich y la existencia del pueblo alemán!

El hacha bajó y atravesó el tendido cuello del hombre con un ruido sordo. Un breve estertor que parecía salir del cuerpo sin cabeza resonó contra los muros de la prisión. La cabeza cortada cayó en el cesto. El cuerpo se estremecía aun. Dos chorros de sangre manaban del cuello.

Los dos ayudantes del verdugo echaron hábilmente el cuerpo en uno de los ataúdes de madera de pino y colocaron la cabeza entre las piernas.

El Oberkriegsgerichtsrat, doctor Teckstadt, encendió lentamente un cigarrillo y se volvió hacia su colega, el doctor Beckmann:

– Dígase lo que se quiera de las decapitaciones, hay que reconocer que son eficaces rápidas y sencillas.

– A mí no me hacen gracia -dijo un Rittmeister, que casualmente oyó lo que se había dicho.

– Estar atado a esa tabla debe de causar una extraña sensación -dijo el doctor Beckmann.

– ¿Por qué preocuparse por eso? -preguntó sonriendo el doctor Jeckstadt-. Es algo que nunca nos ocurrirá. Nosotros somos juristas, sólo cumplimos con nuestro deber. Es justo castigar a los individuos que no quieren someterse. Todo descansa en los juristas. Sin nosotros, el mundo sería un caos.

– Tiene usted razón, querido colega -asintió el doctor Beckmann-. Las ejecuciones son necesarias, y las alemanas resultan las más humanitarias.

Antes de que el teniente Ohlsen pudiera darse perfecta cuenta de lo que le ocurría, estaba atado a la tabla. Sintió que se inclinaba hacia delante. Después, ya no sintió nada.

El verdugo se volvió hacia el grupo que hablaba en voz baja al pie del cadalso, y gritó con voz vigorosa:

– Ejecuciones realizadas de acuerdo con las sentencias de los jueces. ¡Heil Hitler!

Dos horas más tarde, el Kriminalrat Paul Bielert tenía en sus manos este documento:

Tribunal de División 56/X. Lugar del suplicio:

Guarnición Hamburgo. Prisión de la guarnición.

Prisión de la guarnición Altona.

Ejecución de la sentencia de muerte

dictada contra:

Teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen.

Presentes:

Como presidente de la ejecución: Oberkriegsgerichtsrat doctor Jackstadt. Como jefe de la oficina de castigo: SS Sturmbannführer Von Verkler.

A las 19,05 horas, han sacado al condenado de su celda, y le han atado las manos a la espalda. Dos soldados de la guardia le han conducido hasta el cadalso.

El verdugo Röttger estaba preparado con sus dos ayudantes.

También estaba presente:

El comandante de la prisión de la guarnición, comandante Von Rotenhausen.

Después de haber comprobado la identidad del reo, el presidente ha dado la orden de ejecución al verdugo. El condenado, que estaba tranquilo, se ha dejado colocar en el tajo sin ofrecer resistencia. Tras de lo cual, el verdugo ha llevado a cabo la decapitación con un hacha de mano, y ha comunicado que se había cumplido la sentencia.

El Bello Paul sonrió y estampó su sello en el documento macabro. Para él, el caso había terminado. Había vuelto a vencer. Otra sentencia de muerte que enriquecería su informe mensual al RSHA de Berlín.

En el estómago de Porta, catorce cervezas, nueve vodkas y siete absentas se disputaban el derecho de permanencia. Porta avanzó hacia la orquesta, vaciló y cayó varias veces. Se dirigió hacia el piano con muchas dificultades. Cayó tres veces al suelo y se levantó con ayuda de un músico. Con un gorgoteo, vomitó en el interior del piano.

– ¡Cerdo! -gritó el pianista-. ¡Estáis ensuciando mi piano!

– ¡Cállate, cretino! -replicó Porta, entre dos hipos, mientras vaciaba una jarra de cerveza en el piano-. La bebida barata no es buena -explicó-, pero ahora el juguete tiene buena cerveza fresca. -Se sentó en el taburete y sus dedos empezaron a acariciar las teclas. Constituía un hermoso cuadro de soldado borracho-. Cantad, pandilla de traseros rosados -gritó.

Bernard el Empapado se subió de un salto a una mesa y golpeó el techo con dos botellas de champaña:

Vor des Kaserne

vor dem grossen Tot

stand eine Laterne,

und steht sie noch davor,

so woll’n wir uns da wiedersehn

bei der Laterne woll’n wir stehn

wie eins, Lili Marleen.

Hermanito no cantaba. Permanecía sentado en un rincón, con una mujer a la que sostenía mientras desnudaba. Era como un marmitón desplumando un pollo. La mujer gritaba con una mezcla de miedo y de regocijo.

– Alá rehúsa escucharla -dijo el pequeño legionario.

El pianista seguía rezongando. Porta le abrazó, sonriendo cariñosamente.

– ¿Estás enfadado, viejo aporreador de notas?

Al instante, el atónito pianista fue enviado a tierra y rodó como un barril hacia la cocina, donde le detuvieron las piernas de dos camareros. Heide y Barcelona le levantaron, le llevaron en vilo hasta la calle, le lanzaron como si fuera un saco y lo lanzaron sobre los otros sacos de cerveza

En el mismo momento, una pequeña procesión compuesta por seis soleados SD, un pastor, un medico, varios funcionarios del tribunal y del Servicio de Seguridad, que rodeaban a una vieja, entro en el pasadizo de la prisión de Fuhlsbüttel, situada detrás del aeropuerto. No caminaban con pasos decididos. Era como si quisieran ganar tiempo antes de llegar a la puerta verde que había en el extremo del corredor.

Al cabo de un cuarto de hora, la pequeña procesión volvíaa salir. Pero la vieja ya no les acompañaba.

EL ANIVERSARIO DE BERNARD EL EMPAPADO

Un ruido enorme salía del garito «Las tres liebres», en la Davidstrasse. Se le podía oír hasta en el dispensario de Berhardt Nocht Strasse. Era una feria del más puro estilo. En la puerta de la calle colgaban guirnaldas de papel. Las bombillas centelleaban.

El dueño, Bernard el Empapado, celebraba su cumpleaños en la sala más reservada. Sólo había invitado a los amigos íntimos de la casa.

Hermanito llegó a primera hora de la tarde. Fue uno de los más madrugadores. Encontró a el Empapado en la cocina, encaramado en una escalera doble, desde donde dirigía los preparativos de la fiesta de la noche.

– He oído decir que era tu cumpleaños -dijo Hermanito.

– En efecto -gruñó el Empapado.

– Bueno, pues, entonces, muchas felicidades -masculló Hermanito, echándose el gorro hacia la nuca.

– Gracias -contestó Bernard.