Выбрать главу

Le habían nombrado instructor de combate individual de los quintos que llegaban regularmente de las cárceles, de los cuarteles y de los campos. Se hacía cargo de ellos en cuanto habían recibido la cinta zbV.

– ¿Por qué has aceptado, si no te gusta? -preguntó Hermanito, mientras mordía un pedazo de tocino que había robado al furriel de la 8.ª Compañía.

El pequeño legionario se encogió de hombros, encendió uno de sus perpetuos cigarrillos, echó el humo por la nariz y apoyó pensativamente el extremo encendido sobre una abeja medio muerta que se arrastraba por la mesa.

– Y tú, ¿por qué te has hecho soldado?

– Es fácil responder -replicó Hermanito con la boca llena de tocino-. Podía escoger entre ser esclavo de un campesino hipócrita, o entrar en las fuerzas armadas. A los dieciséis años, me alisté en la Caballería. No me aceptaron. Dijeron que era demasiado corpulento. Me enviaron a la Infantería, después de darme varios puñetazos en los hocicos, de propina. Allí, destrocé a todos los oficiales con mis marchas. Sólo colocando sin cesar un pie delante del otro. En pocas horas quedaban listos. Se imaginaban que podrían vencer a un chaval del orfanato. Me obligaban a comer tierra del campo de maniobras. Luego, durante ocho días, cagaba como un gusano. Pero, de todos modos, era mejor que trabajar para un maldito campesino. Y ahora, estoy aquí.

El legionario asintió,

– Naturalmente, cantarada. No conozco ni el orfanato ni el reformatorio, sino sólo el hambre y el paro forzoso. Bueno, escapé del avispero alemán una noche lluviosa de 1932. Fui a París, donde esperaba encontrar el sol. Pero resultaba tan triste como Berlín. Me hice adoptar por una puta que encontré en el Boulevard Saint-Michel, esperando el autobús que iba a Luxemburgo. Me enseñó a hablar el francés. Me convertí en su matón. De repente, tuve a la poli tras de mí. De toda las puertas malditas, escogí la peor, la que conduce a la oficina de alistamiento de la Legión Extranjera. Me recibió un sargento, que me enseñó un papel, mientras reía ruidosamente. Fuera, me esperaban los polis.

– ¿Qué prefieres? -me preguntó el sargento-. ¿La libertad con nosotros o una estancia prolongada en el fuerte de Saint-Martin-de-Rá?

En aquel momento, uno de los polis asomó la cabeza por la puerta, y aquello decidió el resto de mi vida. Alá había escogido. Cuatro semanas más tarde, estaba comiendo arena cerca de Casablanca. Olvidé a]eannette y encontré a otra llamaba Aischa. El mismo temperamento. Ésta vivía en el barrio negro.

El legionario se echó en su litera, junto a la ventara y le gritó a un recluta:

– ¡Vamos, vamos, cerdo! Límpiame el equipo a toda marcha. ¡Y procura que cuando hayas terminado brille todo como la plata!

Tiró una bota al aterrado recluta, un viejo de sesenta y tres años que había de morir como un héroe a orilles del Dnieper, al norte de Kiev.

SALIDA HACIA EL FRENTE

Al día siguiente, durante el ejercicio de tiro de la Compañía ocurrió un hecho lamentable. El Feldwebel Brandt fue muerto en el refugio del puesto de observación. Cuatro balas le dieron exactamente en mitad de la frente. Arrestaron al oficial de vigilancia durante algunas horas, pero después, le dejaron en libertad.

Mientras cargaban al muerto en un camión, entre cajas vacías de municiones y material de limpieza, Hermanito le dijo a Porta con satisfacción:

– ¡Parece mentira lo que pesa un cadáver! Sería lógico que fuera más ligero, después de haberse quedado sin alma.

Subieron al camión. Porta sacó una baraja. Se instalaron a ambos lados del cadáver, y lo utilizaron como mesa. Porta sacó una botella de «schnapps» del bolsillo y se la ofreció a Hermanito.

– Julius y yo hemos disparado en el mismo instante -dijo Hermanito, sin sonrojarse-. Le hemos dado de lleno. -Bebió y se seco los labios-. Gracias a Dios que nos hemos librado de este cretino.

Porta rió entre dientes.

– ¿Te has fijado cómo han palidecido las demás ratas de la guarnición? Saben que nos lo hemos cargado a conciencia, pero no pueden demostrarlo. ¿Cuánto te apuestas a que esta noche podremos beber toda la cerveza que queramos, sin tener que sacar la pasta?

Escupieron sobre el cadáver.

– ¿Crees que ahora estará en el infierno? -preguntó Hermanito.

– No cabe duda -replicó Porta-. ¿Crees que el buen Dios querrá saber nada con él?

– ¿Crees tú que el buen Dios querrá saber algo con nosotros, Porta?

– Cállate y juega. No hables de esto.

– Sus sesos han quedado esparcidos por el suelo.

– No debía de tener muchos -opinó Porta.

– Estaba casado -prosiguió Hermanito-. Visitaré a su mujer y me acostaré con ella. Así no habrá perdido nada.

– ¡Qué buen corazón tienes!

Vaciaron la botella y la tiraron por la parte posterior del camión.

Porta echó un naipe sobre el vientre del cadáver y anunció, triunfalmente:

– Arrastro.

Llegaron tarde al cuartel, y opinaron que era mejor dejar que el cadáver pasara la noche en el camión.

Dos días más tarde, cuando el Regimiento acababa de recibir la orden de prepararse para la marcha, un pequeño destacamento de tropas de refresco desfiló por el patio del cuartel. Todos nos habíamos acomodado a las ventanas del edificio de la 5.ª Compañía.

De repente, el Viejo se sobresaltó.

– ¡Vaya, Alfred! ¿Has visto quién está ahí, el segundo de la tercera fila?

El pequeño legionario rió en voz alta.

– Alá es sabio. Alá es justo. El Stabsfeldwebel Stahlschmidt. Sea bien venido.

El Verraco levantó la mirada. Reconoció al legionario y a el Viejo, palideció y pegó un codazo a el Buitre, que estaba a su lado.

– Verdaderamente, estamos a la puerta del infierno. Que tenga cuidado Stever, si le encuentro alguna vez cuando hayamos perdido la guerra.

– Stahlschmidt, sé de qué hablas, sé lo que piensas. Pero métete esto en la cabeza: ya no te conozco.

Porta lanzó un aullido.

– ¡Heil SS! ¡Ya estás entre nosotros! ¡Y sólo cinco minutos antes de la salida del tren!

En el centro de la columna, un soldado mortalmente pálido levantó la mirada.

En el cuello verde de su chaqueta se distinguía aún la marca de los escudos negros de las SS. Unos hilos oscilaban movidos por el viento. Llevaba una trompeta plateada en el hombro, unida al cordón amarillo de la Caballería.

Era el ex chofer del SD Standartenführer Paul Bielert.

El Hauptfeldwebel Edel recibió a los novatos de la manera acostumbrada:

– Pálidos gandules, sed bien venidos entre nosotros. Las pasaréis moradas antes de llegar al frente del Este. Soy muy bueno y comprensivo con los que quiero; pero a vosotros no os quiero. Para mañana y pasado mañana, servicios de letrinas para todos. Y prefiero aclarar en seguida que quiero que los cubos brillen como la plata.

El coronel Hinka se acercó lentamente. Su capote gris de cuero brillaba a causa de la humedad. Bajo la visera mostraba una ancha sonrisa juvenil. Movió la cabeza.

Edel dio media vuelta, hizo chocar los tacones, saludó, y gritó al estilo de un suboficial experimentado: