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—¿De veras? ¡Qué chiquillo más dulce eras entonces! —Me lanzó una descarada mirada—. Pero ya no eres ningún chiquillo. Abisimti me dice que eres un auténtico hombre.

Abrumado, avergonzado, exclamé:

—¡Creía que los hechos de las sacerdotisas eran secretos sagrados!

—Abisimti me lo cuenta todo. Somos como hermanas.

Cambié mi peso de uno a otro pie, inquieto. Como la otra vez, hacía tanto tiempo, sentía irritación e incertidumbre, porque era incapaz de decir si se estaba burlando de mí. Me sentía extrañamente indefenso ante su astucia. Había crecido, sí, pero ella también; y si bien yo no había pasado mucho de los doce años, ella tenía al menos dieciséis, y por lo tanto seguía estando muy por delante de mí. Había en ella como un borde afilado que me cortaba cada vez que intentaba un avance.

Finalmente dije, un poco demasiado bruscamente:

—¿Por qué estoy aquí? —Creí que ya era tiempo de que volviéramos a encontrarnos. Primero te vi un día durante el festival, cuando estabas en el templo llevando ofrendas. Mis ojos repararon en ti y me pregunté quién serías, y pregunté a alguien: ¿Quién es ese hombre? Y me dijeron: No es un hombre, sólo es un muchacho, el Ihijo de Lugalbanda. Me sorprendió que hubieras crecido tan rápido, porque pensé que tenías que ser todavía muy joven. Luego, unos pocos días más tarde, Abisimti dijo que un príncipe había acudido a ella en el claustro y que ella lo había conducido a la virilidad, y yo le pregunté de qué príncipe se trataba, y ella me dijo que era el hijo de Lugalbanda. Pensé que debía hablar de nuevo contigo, después de oír a Abisimti. Las palabras de Abisimti me hicieron sentir curiosidad hacia ti.

Me enfureció que siguiera siendo tan simplle leer los significados dentro de sus significados. ¿Estaba diciendo que deseaba ir al claustro conmigo? Así parecía, o ¿para qué me habría hecho llamar, y por qué otro motivo sus ojos me estarían estudiando tan sensualmente? Bien, me iría de buena gana con ella…, ¡más que de buena gana! Su belleza me volvía loco, incluso entonces. Pero no estaba seguro de que fuera eso lo que ella quería, y no me atrevía poner el ¡asunto a prueba, por temor a ser rechazado. Uno no puede obtener a las sacerdotisas de Inanna por simple petición, sólo a aquellas que aguardan en el claustro, que se han dedicado libremente a la sagrada prostitución. Es motivo de vergüenza acercarse a las otras, que son puestas aparte como esposas del dios, o del rey en el que el dios se ha encarnado. No sabía a qué clase pertenecía ella. Y quizá aquello era un simple? juego para ella, y yo sólo su juguete, un hombre-muñeco ahora en vez del niño-muñeco que había sido Ha otra ocasión. Sentí la tela de araña que estaba tejiendo a mi alrededor, y me sentí perdido en ella.

—¿Cómo te han ido las cosas? —preguntó—, ¿Qué has hecho? Yo nunca abandono el templo; no poseo noticias de la ciudad, excepto los rumores que me traen las doncellas. —Mi madre es sacerdotisa de An. Yo hago algunos servicios en su templo. Estudio las cosas que estudian los jóvenes. Aguardo a entrar por completo en mi edad adulta.

—¿Y entonces?

—Haré lo que los dioses requieran de mí.

—¿Te ha elegido ya algún dios para ser él?

—No —dije—. Todavía no.

—¿Lo deseas?

Me encogí de hombros.

—Ocurrirá cuando ocurra.

—Inanna me eligió a mí cuando yo tenía siete años.

—Ocurrirá cuando ocurra —repetí.

—Cuando lo sepas, ¿vendrás a mí y me dirás de qué dios se trata?

Me miraba muy fijamente. Parecía estar reclamándome algo, y yo no podía comprender por qué. Ni me gustaba. Pero su poder era intenso. Me oí a mí mismo decir sumisamente:

—Sí, te lo diré. Si es eso lo que deseas.

—Eso es lo que deseo —dijo.

Algo se ablandó entonces en ella; aquel filo malicioso se apartó de ella, así como la expresión que yo había interpretado como perversidad. Tomó un amuleto de una bolsa que llevaba a la cintura y lo apretó contra mis manos, una estatuilla de Inanna, con grandes pechos e hinchados muslos, tallada en algún tipo de lisa piedra verde que nunca antes había visto. Parecía brillar con una llama interior.

—Guárdala siempre contigo —dijo.

Me turbó tomarla de sus manos. Parecía como si el precio de aquella estatuilla fuese mi alma.

—¿Cómo puedo aceptar algo tan precioso? —dije.

—No puedes rechazarla. Sería un pecado devolver los regalos de una diosa.

—Los regalos de una sacerdotisa querrás decir.

—La diosa habla a través de sus sacerdotisas. Esto es tuyo, y mientras lo lleves estarás bajo la protección del poder de la diosa. Quizá sí. Pero me hacía sentir inquieto. En Uruk todos estamos bajo la protección del poder de la diosa; pero pese a todo Inanna es una diosa peligrosa, que trata a sus súbditos de formas misteriosas, y no es prudente acercarse demasiado a ella. Mi padre había hecho su servicio a Inanna, como debe hacerlo un rey de Uruk, pero siempre que había ido en privado a algún templo había sido al del padre cielo An. Y yo mismo me sentía más cómodo con Enlil de las tormentas que con la diosa. Pero no tenía otra elección más que tomar el amuleto. Podía ser peligroso adorar a Inanna, pero era mucho más peligroso irritarla.

Cuando la dejé aquel día me sentía extraño, como si hubiera sido obligado a entregar algo de gran valor. Pero no tenía la menor idea de lo que era.

Fui llamado varias veces más en los meses siguientes a la cámara de audiencias al extremo de aquel corredor de demonios y magos a mucha profundidad bajo el templo de Enmerkar. Cada vez era lo mismo: una conversación no conclusiva, un desconcertante despliegue de flirteos amenazadores que no conducían a ninguna pare, y al final una sensación de que ella había jugado conmigo a un juego cuyas reglas no comprendía. A menudo tenía algún pequeño regalo para mí, pero cuando yo le traje uno ella no lo aceptó. Deseaba saber muchas cosas: noticias de la corte, de la asamblea, del rey. ¿Qué era lo que yo había oído? ¿Qué se decía en palacio? Era insaciable. Empecé a mostrarme cauteloso con ella, diciendo poco, respondiendo a sus preguntas de la forma más breve y vaga que me era posible. No sabía lo que ella deseaba de mí. Y temía el poder de su belleza, que sabía era lo bastante fuerte como para barrerme a la destrucción. Con cualquier otra hubiera podido decir, pese a mi juventud: “Vamos, ven conmigo, yace conmigo.” ¿Pero cómo podía decirle algo así a ella? Escudada como estaba por el aura de la diosa, era inalcanzable hasta que ella diera su consentimiento. A una de sus palabras, a un simple gesto de uno de sus dedos, hubiera caído de rodillas ante ella. Pero ella no pronunciaba la palabra. No hacía el gesto con el dedo. Yo rezaba para que los dioses me entregaran en sus brazos, alguna de esas veces que enviaba a por mí. Pero aunque la calidez de su sonrisa decía una cosa, el helado destellar de sus ojos decía otra, y me mantenía apartado de ella como si yo fuera un eunuco. Parecía estar más allá de mi alcance. Pero yo no había olvidado la sorprendente cosa que me había dicho en mi infancia, el día de la coronación de Dumuzi: Cuando seas rey, yaceré en tus brazos.

6

Luego fue el mes de tashritu, la estación del año nuevo, cuando el rey entra en Sagrado Matrimonio con Inanna y renacen todas las cosas. Es el tiempo en que el dios cruza el umbral del templo comió una retumbante tormenta y lanza su semilla dentro” de la diosa, y vuelven las lluvias después de la larga, dura y seca muerte en vida que es el verano.

Es el mayor y más sagrado festival de Urulk, del que depende todo lo demás. Los preparativos ocupan a todo el mundo en la ciudad durante semanas mientras el verano se desvanece. Lo que ha sido mancillado durante el año debe ser purificado mediante sacrificios y fumigaciones. Aquellos ritualmente polutos por nacimiento, los miembros de las castas impuras, deben salir fuera de las murallas y construir un poblado temporal para ellos. Los animales débiles y deformados deben ser sacrificados. Todas las casas y edificios públicos que necesitan reparaciones son arreglados, y se sacan las decoraciones festivas. Luego, finalmente, llegan los desfiles, conducidos por arpistas y timbaleros. Las prostitutas se visten con pañuelos de brillantes colores y la capa de la diosa. Los hombres adornan su costado izquierdo con ropas de mujer. Sacerdotes y sacerdotisas pasean por las calles las ensangrentadas espadas, las hachas de doble filo, con que se han realizado los sacrificios. Los bailarines dan brincos y saltan a la cuerda. En su templo, Inanna se baña v se aplica ungüentos y se reviste con los ornamentos sagrados, el gran anillo de cornalina y las cuentas de lapislázuli y la resplandeciente placa de oro en sus ingles, y las joyas para su ombligo y sus caderas y su nariz y sus ojos, y los pendientes de oro y bronce, y los adornos de marfil para los pechos. Y el dios Dumuzi, el portador de fertilidad, entra en el rey, que se dirige en bote al distrito del templo y cruza el umbral del santuario de Eanna, conduciendo una oveja y sujetando a un chico. Se detienen todos en el porche del templo, sacerdotisa y rey, diosa y dios, mientras toda la ciudad lanza vítores de alegría; y luego entran, al dormitorio que ha sido preparado para ellos, y él la acaricia y penetra en ella y ara en ella y arroja su fructífera semilla en su seno. Así ha sido desde el principio, cuando sólo existían los dioses y el reinado aún no había descendido de los cielos.