El día de la luna nueva que señalaba el inicio del nuevo año fui con todos los demás a la Plataforma Blanca, para aguardar fuera del templo de Enmerkar a que aparecieran Inanna y Dumuzi. Un ligero viento, húmedo y fragante, soplaba del sur. Era el viento que llamamos el tramposo, que promete la primavera pero que en realidad anuncia el invierno.
El rey apareció por el extremo occidental de la plataforma, con su oveja, con su chico. La multitud se abrió para dejarle pasar mientras subía lentamente los peldaños que conducían al templo. Su aspecto era espléndido. La luz del dios estaba sobre él, y su cuerpo resplandecía desde dentro.
Supongo que hay algo acerca de la realización del Sagrado Matrimonio que exalta a todos los hombres. Aquella era la sexta vez que Dumuzi había efectuado el rito desde que había sido coronado rey, y cada año, mientras le observaba cruzar la plataforma, me había sentido asombrado por la admiración que inspiraba en mí aquel hombre que en todas las demás ocasiones me parecía tan ordinario, tan flojo de alma. Pero cuando el dios está en el rey, el rey es un dios. Nunca podré olvidar el aspecto que tenía mi padre la noche de este rito, cuando, poderoso, grande e inmenso, sin mirar a ningún lado mientras cruzaba junto al lugar donde mi madre y yo permanecíamos de pie mirando, penetraba en el templo, y volvía a salir con Inanna a su lado, y tendía las manos hacia la gente de La ciudad, y entraba de nuevo para llevar a la diosa a su dormitorio. Pero el aspecto de Lugalbanda había sido siempre majestuoso. Jamás hubiera esperado que Dumuzi fuera capaz de rivalizar su magnificencia; y no obstante, cada año, en esa noche en particular, lo conseguía.
Esta noche, sin embargo, parecía estar ocurriendo algo desacostumbrado. Normalmente, el rey y la sacerdotisa salen para mostrarse juntos en el instante en que el creciente de la nueva luna aparece por encima del templo. Pero esta noche el momento llegó y pasó, y la puerta del templo siguió cerrada. No sé durante cuánto tiempo esperamos. Parecieron horas. Nos miramos los unos a los otros con ojos interrogadores, pero nadie se atrevió a hablar.
Luego, finalmente, la gran puerta de bronce se ¡abrió de par en par y la sagrada pareja apareció. Arate su vista, el silencio se hizo más intenso: era como un abismo de inmovilidad que englobaba todos los sonidos del mundo. Pero sólo por un instante. Un momento más tarde empezó a oírse un bajo murmurar y sisear, mientras los que ocupaban las primeras filas de la multitud se transmitían su sorpresa.
Desde donde yo estaba, muy atrás, fui incapaz al principio de decir qué era lo que se apartaba de lo habitual. Allí estaba Dumuzi con su resplandeciente corona y su atuendo real azul oscuro ricamente bordado; allí estaba Inanna, muy cerca a su lado. Luego me di cuenta de que la mujer que llevaba los sagrados ornamentos de marfil y oro y cornalina y lapislázuli no era Inanna, o al menos no la Inanna que había aparecido todas aquellas noches anteriores, cada año, a lo largo de mi vida. Esa mujer había sido baja y recia de cuerpo, y esta parecía haber sido modelada en una consistencia más delicada, esbelta, casi frágil, y alta, pues sus hombros llegaban virtualmente a la altura de los de Dumuzi. Y, cuando un momento más tarde imaginé quién debía ser, comprendí que estaba a punto de perder lo que nunca había sido mío, y que era impotente para impedirlo.
Tenía que ver su rostro. Me abrí camino hacia delante, empujando a la gente con mis hombros como si fueran palos secos.
A una distancia de veinte pasos miré directamente a sus ojos, y capté la oscura malicia que brillaba en ellos. Sí, por supuesto, era ella, traída bruscamente de su cámara subterránea a las alturas del poder sagrado de Uruk: ya no doncella de la diosa, sino de pronto, sorprendentemente, la propia Inanna. No pude moverme. Una terrible pesadez se apoderó de mis piernas y las arraigó al pavimento. Sentí un nudo en la garganta, como si fuera un terrón de arena que no pudiera ni tragar ni expulsar.
Me miró pero no pareció verme, aunque yo era más de una cabeza más alto que las personas más altas que me rodeaban. La ceremonia la había consumido enteramente. Observé mientras su mano tendía a Dumuzi el sagrado recipiente blanco de miel, y recibía de él el sagrado cuenco de cebada. Les oí intercambiar las palabras del rito:
—Mi sagrada joya, mi maravillosa Inanna —dijo Dumuzi. Y ella:
—Oh mi esposo Dumuzi, eres mi auténtico amor.
Con voz densa, dije a alguien que estaba de pie a mi lado:
—‹;Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Inanna?
—Esta es Inanna.
—¡Pero esa muchacha no es la suma sacerdotisa!
—Desde esta noche sí lo es —respondió el otro. Y alguien, a mi otro lado, añadió—: Dicen que la vieja estaba enferma, y empeoraba de día en día, y luego murió a la hora del atardecer. Pero ya tenían a otra preparada para ser consagrada. La trajeron apresuradamente para bañarla y vestirla, y se casará con Dumuzi esta noche. Por eso se ha producido este retraso.
Oí las palabras resonar en las cavernas de mi mente: se casará con Dumuzi esta noche, y creí que iba a derrumbarme sobre el pavimento.
El rey paladeó un sorbo del recipiente de miel, y se lo devolvió a ella para que pudiera libar un sorbo también. Unieron sus manos y vaciaron el cuenco de cebada al suelo, y derramaron la dorada miel sobre la semilla. Los músicos del templo hicieron sonar sus instrumentos y cantaron el himno de la unión del dios y de la diosa. Ya casi todo había terminado ahora. Dentro de unos pocos momentos entrarían de muevo. En el divino dormitorio, las doncellas despojarían a la diosa de sus anillos y cuentas y cubrepechos y la brillante hoja triangular de oro que cubría sus ingles, y luego él la acariciaría, y le hablaría con las palabras del Sagrado Matrimonio, y luego…, y luego…
No podía seguir mirando más tiempo.
Me di la vuelta y me alejé de la plataforma como un toro furioso, empujando a todos los que no se apartaban de mi camino con la suficiente rapidez. A mis espaldas oía la música de los címbalos y las flautas. No podía soportar aquel sonido. Ahora ya deben estar en el dormitorio, pensé, y él la está tocando, acariciando sus lugares secretos, la boca de él contra la boca de ella, cubriéndola con su cuerpo, penetrándola…
Corrí ciegamente de un lado para otro en la oscuridad, sin saber dónde iba y sin importarme tampoco. Un dolor que había conocido demasiado a menudo estaba abrumándome de nuevo. Me sentía solo, rechazado, un extraño en mi propia ciudad. No tenía ni padre ni hermano ni esposa, ni siquiera nadie a quien pudiera llamar realmente amigo. Mi soledad era como un muro de fuego a mi alrededor. Ansiaba poder recurrir a alguien —a cualquiera—, pero no había nadie. Todo lo que podía hacer era correr; y corrí y corrí hasta que creí que mi pecho iba a estallar. Finalmente me descubrí avanzando tambaleante por las desiertas calles del distrito conocido como del León, donde se hallan los barracones militares. No era por accidente que mis pies me habían llevado allí: cuando ese tipo de ceguera cae sobre nosotros, somos guiados por los dioses. Por aquel entonces, en el centro del distrito del León había un templo consagrado a la divinidad de Lugalbanda, erigido allí por Dumuzi en los primeros tiempos de su reinado: nada grande ni majestuoso, sólo una imagen de mi padre un poco mayor que su tamaño real, iluminada desde abajo por tres pequeñas lámparas de aceite que ardían día y noche, un tributo bastante pequeño para un gran rey que se había convertido en un dios. Me dejé caer ante él y me agarré fuertemente a los ladrillos de su base. Y bruscamente sentí algo extraño y familiar penetrar en mi mente. Era la misma sensación extraña que me había asaltado por primera vez el día de los ritos funerarios de mi padre, y que me había tocado de una forma más ligera dos o tres veces en los años transcurridos desde entonces: algo parecido a una presión contra mi frente, la sensación de grandes alas invisibles aleteando contra mi alma. Pero esta vez era mucho más poderoso que nunca antes. No había forma de resistirse a su fuerza. Sentí un hormigueo en mi piel, un embotamiento general. Capté un débil sonido zumbante, como el que uno oye cuando una distante bandada de langostas se alza en el cielo del atardecer y avanza por encima de la llanura. Y luego el zumbido se hizo más fuerte, como si las langostas estuvieran ahora al alcance de la mano y densas nubes negras de ellas oscurecieran el rostro del sol. Noté el acre olor de velas ardiendo, aunque no había velas a mi alrededor. Afuera en las calles y en los edificios cercanos a mí se alzó un frío fuego azul que barrió sobre mí oleada tras oleada, envolviéndome sin quemarme. Me levanté, o mejor floté sobre mis pies. Vi ante mí un túnel, perfectamente redondo, con lisas paredes resplandecientes de las que irradiaba una brillante luz azul. Fui arrastrado hacia ella. Cedí a su empuje. Oí el lento y rítmico resonar de un tambor, más y más fuerte a cada golpe. Me sentía carente de voluntad, completamente esclavizado por el poder del dios, y eso me aterraba más profundamente de lo que nunca me hubiera sentido aterrado en toda mi vida. Porque me sentía perdido, me sentía arrastrado hacia abajo a un lugar de destrucción donde todas las identidades se mezclan en el fuego azul que lo consume todo.