Una voz suave que surgió detrás de mi oído derecho dijo:
—No temas nada. Lugalbanda está contigo. Existe un pacto entre nosotros por todo el tiempo que se aproxime.
Con esas palabras, todo el temor y el pesar y el dolor huyeron de mí, y conocí una alegría sin límites, un interminable arrebato, una sensación de profundo éxtasis.
No había peligro. Un dios estaba conmigo, y yo estaba seguro. Ahora no me resistí a nada. Un dios estaba conmigo. Con cada inhalación inhalaba divinidad. Me rendí por completo. Finalmente dejé que el dios fluyera a través de las paredes de mi alma y entrara y me poseyera hasta lo más íntimo.
No temas nada. Lugalbanda está contigo.
Dancé una danza alocada, rugiendo y golpeando el suelo con mis pies. Lugalbanda colocó en mis manos un tambor, y lo golpeé y canté sus alabanzas. La energía me atravesó de parte a parte, y un gran calor. Corrí hacia delante sin temor a nada, entrando en el túnel azul, siguiendo un remolineante y oscilante globo de intensa luz púrpura que resplandecía como un pequeño sol delante de mí. Corrí durante toda la noche sin cansarme, a través de todos los distritos de la ciudad, a través del distrito del León y del de las Cañas y del de la Colmena, a través de Kullab y Eanna más allá del palacio real, subiendo los peldaños de la Plataforma Blanca y volviendo a bajarlos, entrando y saliendo de este y de aquel otro templo, pasando junto a las cervecerías, las tabernas, los prostíbulos, el mercado de especias, los muelles fluviales, los corrales para el ganado, los mataderos y tenerías, la calle de los escribas y la calle de los adivinos. Bajé la vista al corazón de la tierra y vi demonios y fantasmas afanándose en ígneas cavernas. Me recliné en el brazo derecho de Lugalbanda y crucé los cielos, y vi a los grandes dioses muy lejos en sus esferas de cristal, y les saludé. Descendí de nuevo al mundo y viajé de tierra en tierra, y moré temporalmente en Dilmun la bendecida, y en Meluhha y Makan, y en las Montañas del Cedro guardadas por demonios, y en muchos otros lugares distantes, llenos de maravillas y milagros que jamás hubiera creído, de estar en mi sano juicio.
No recuerdo lo que ocurrió después. Pero de pronto era por la mañana, y me encontré tendido boca arriba en el suelo, despatarrado, en una calle frente al santuario de Lugalbanda.
Me sentía tan rígido y dolorido como si una serie de monstruos hubieran estado doblando cada uno de mis miembros por el lado equivocado. No tenía la menor idea de cómo había ido a parar al lugar donde estaba, ni lo que había ocurrido la noche anterior. Pero resultaba claro que había pasado la noche durmiendo al cielo raso, y sabía que debía haber estado haciendo cosas extrañas. La mandíbula me dolía miserablemente y notaba la lengua hinchada y dolorida —quizá me la había mordido una o dos veces—, y había saliva seca en mi barbilla y en mi ropa. Dos soldados jóvenes de aspecto desconcertado estaban inclinados sobre mí.
—Creo que está vivo —dijo uno de ellos.
—¿De veras? Sus ojos son como cristal. Hey, ¿estás vivo? ¡A ti te lo digo!
—Habla más consideradamente. Es el hijo de Lugalbanda. —Eso no significa nada, si está muerto.
—Pero está vivo. Mira, respira. Sus ojos se mueven.
—Sí, es cierto. —Y a mí—: ¿Eres realmente el hijo de Lugalbanda? Oh, creo que sí lo eres. Llevas un anillo de príncipe. Anda, ven. Deja que te ayudemos.
Aparté su mano.
—Puedo arreglármelas —dije con voz como cobre oxidado—. ¡Apartaos, apartaos!
De alguna forma conseguí ponerme en pie, no sin mucho vacilar y tambalearme. Los soldados aguardaron a unos pasos, preparados para sostenerme, con expresión algo aprensiva, supongo, debido a mi tamaño. Pero mantuve mi equilibrio. Uno de ellos guiñó un ojo y dijo:
—Has estado celebrando el Matrimonio un poco demasiado, ¿eh, mi señor? Bien, eso no es ningún pecado. ¡Gloria a ti, mi señor! ¡Gloria al nuevo año!
El Matrimonio. ¡El Matrimonio! Los recuerdos volvieron como una avalancha, y con ellos el dolor. Inanna, Dumuzi, Dumuzi, Inanna.
Me di la vuelta, estremeciéndome, recordándolo ahora todo. Y aquella terrible sensación de soledad, de saber que había permanecido solo bajo las indiferentes estrellas, volvió a mí. De nuevo me atravesó una tormenta del espíritu que hizo que los dolores y magulladuras de mi debilitado cuerpo no parecieran nada.
Fruncieron el ceño.
—¿Te encuentras bien? ¿Hay algo que podamos hacer por ti?
—Simplemente dejadme —dije débilmente.
—Como desees, mi señor. —Se encogieron de hombros y empezaron a alejarse calle abajo—. ¡Las dulzuras de Inanna recaigan sobre ti, mi señor! —me dijo uno de ellos por encima del hombro. Y el otro se rió y le dijo—: Y este año tienen que haber sido auténticas dulzuras. ¿No la viste? ¿A la joven, quiero decir?
—¡Oh, por supuesto que la vi! ¡Qué goces habrá conseguido el rey de ella! —¡Ya basta! —gruñí.
Y otra vez ellos, ya distantes:
¡La diosa ha muerto! ¡Viva la diosa!