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Sentí una presión detrás de mi oído derecho, una advertencia. Entonces supe lo que ella quería que le dijera, y temí dejárselo saber. No dije nada. Hablar con ella era como cruzar un torrente de resbaladizo fondo; en cualquier momento puedes perder pie: y verte arrastrado por la corriente.

—¿Por qué me ocultas cosas, Gilgamesh?

—No debes llamarme por ese nombre.

—Supongo que no. Pero no me eludirás tan fácilmente.

—¿Por qué crees que te estoy ocultando algo?

—Sé que lo estás naciendo.

—¿Puedes ver en mi mente?

Sonrió de forma enigmática.

—Quizá pueda.

Me obligué a mantener una resistencia obstinada.

—Entonces no tengo secretos para ti. Ya lo sabes todo —dije.

—Quiero oírlo de tus labios. Pensé que vendrías a mí hace días para decírmelo; y cuando no lo hiciste, te he. hecho llamar. Has cambiado. Hay algo muevo dentro de ti. —No —dije—. Tú eres quien ha cambiado.

—Tú también —dijo Inanna—. ¿No te pedí que cuando un dios te eligiera vinieras a mí y me dijeras de qué dios se trataba?

La miré, asombrado.

—¿Sabes eso?

—Es fácil de decir.

—¿Cómo? ¿Puedes verlo en mi rostro?

—Puedo sentirlo casi desde el otro lado de la ciudad. Ahora tienes un dios dentro de ti. ¿Puedes negarlo?

Agité negativamente la cabeza.

—No, no negaré eso.

—Prometiste decírmelo cuando fueras escogido. Fue una promesa.

Aparté la vista de ella y dije abatido:

—Ser elegido es una cosa muy íntima.

—Fue una promesa —insistió.

—Creí que estabas demasiado ocupada para verme…, el festival del Matrimonio, el funeral de la antigua Inanna…

—Fue una promesa —dijo de nuevo.

Todo un lado de mi cabeza estaba pulsando. Me sentía impotente ante ella. Lugalbanda, rogué, guíame, ¡guíame! Pero todo lo que podía sentir era el pulsar.

—Dime el nombre del dios que te protege ahora —exigió.

—Tú sabes todas las cosas —aventuré—. ¿Por qué tengo que decirte lo que ya conoces?

Aquello la divirtió, pero también la irritó. Se apartó de mí y paseó arriba y abajo por la habitación, y tomó sus grandes haces de cañas y los apretó fuertemente, y no me miró. Hubo un silencio que me ató como bandas de bronce. Me sentí ahogar bajo su fuerza. No es baladí revelarle a alguien tu dios personaclass="underline" significa rendir una porción de la fuerza que ese dios te proporciona. Todavía no me sentía lo suficientemente seguro de mi propia fuerza como para permitirme una rendición de aquel tipo. Pero del mismo modo tampoco estaba lo bastante seguro como para negarle a Inanna el conocimiento que me pedía. Se lo había prometido a una sacerdotisa, pero era la diosa quien me exigía ahora que cumpliera mi promesa.

Dije, muy lentamente:

—El dios que ha entrado en mí es mi padre, el héroe Lugalbanda.

—Ah —exclamó—. ¡Ah!

No dijo nada más, y el terrible silencio descendió de nuevo.

—No debes decírselo a nadie —murmuré.

—¡Soy Inanna! —exclamó, furiosa—. ¡Nadie me da órdenes!

—Sólo te pido que no lo digas. ¿Representa tanto pedirte eso?

—No debes pedirme nada.

—Sólo prométeme…

—No hago promesas. Soy Inanna.

La fuerza de la diosa llenó la habitación. La auténtica presencia divina crea una gelidez mucho más profunda que el más frío viento invernal, porque sorbe hacia ella todo el calor de la vida; y en aquel momento sentí que Inanna tomaba el mío, lo bombeaba fuera de mí, convirtiéndome en un simple cascarón helado. No podía moverme. No podía hablar. Me sentí joven, estúpido e inocente. Vi alzarse ante mí a la auténtica diosa encarnada, con unos ojos amarillos resplandeciendo como los de un animal de presa en la noche.

8

Unos días más tarde, cuando regresaba a mi casa tras un día de entrenamiento con la jabalina, hallé una tablilla sellada encima de mi cama. Recuerdo que era el decimonono día del mes: siempre el menos afortunado de los días. Rompí apresuradamente el envoltorio de arcilla marrón y leí el mensaje que contenía, y lo leí de nuevo, y lo leí una tercera vez. Aquellas pocas palabras inscritas en la tablilla me impresionaron fuertemente. Me arrastraron en un breve instante lejos del confort de mi ciudad nativa y me lanzaron a una vida de exilio, como si no fueran unas meras palabras, sino el tormentoso aliento de Enlil, el sumo dios.

La tablilla-decía: Huye inmediatamente de Uruk. Dumuzi quiere tu vida.

Estaba firmada con el sello de Inanna. Mi respuesta inmediata fue de ciego desafío. Mi corazón latió alocadamente; mis manos se convirtieron en puños. ¿Quién era Dumuzi para atreverse a amenazar al hijo de Lugalbanda? ¿Qué tenía que temer de una torpe babosa como él? Y también pensé: el poder de la diosa es más grande que el poder del rey, así que no tengo necesidad de huir de la ciudad. Inanna me protegerá. Mientras caminaba de un lado para otro cíe mi cuarto, en el calor de mi ira, uno de mis sirvientes entró en la habitación. Vio mi rabia y empezó a retroceder, pero le dije que se quedara.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Dos hombres, oh señor… Vinieron dos hombres…

—¿Quiénes eran?

Por un momento su boca luchó por formar las palabras. Finalmente consiguió decir:

—Esclavos de Dumuzi, creo. Llevaban su banda roja al brazo. —Sus ojos brillaban con miedo—. Traían consigo cuchillos, mi señor. Los llevaban ocultos entre sus ropas, pero vi su brillo. Mi señor… Mi señor…

—¿Te dijeron qué querían?

—Hablar contigo, dijeron. —Tartamudeaba. El miedo hacía que el aspecto de su rostro fuera paludo y enfermizo—. Les d-d-dije que estabas con la d-diosa, y respondieron que volverían…, que r-r-regresarían esta tarde…

—Ah —dije lentamente—. Entonces es cierto. —Lo cogí por su túnica y lo atraje hacia mí y susurré—: ¡Vigila! Si los ves rondar por aquí, ¡avísame de inmediato!

—¡Lo haré, oh señor!

—¡Y no le digas a nadie dónde podrían hallarme!

—¡Ni una palabra, oh señor!

Lo despedí, y se marchó inmediatamente. Empecé a pasear de nuevo de un lado a otro de la habitación. Me di cuenta de que tenía la garganta seca y temblaba, más de rabia y desaliento que de miedo. ¿Qué otra cosa podía hacer excepto huir? Comprendía la locura de lo que había estado pensando hacía unos momentos, cuando me había mostrado tan atrevido. Podía ser valiente, sí; pero seguramente moriría en el empeño. ¡Qué engreído había sido! Preguntándome quién era Dumuzi, cómo podía amenazar al hijo de Lugalbanda. Bien, Dumuzi era el rey, y mi vida estaba en sus manos si así lo decretaba. Y si Inanna tuviera alguna forma de protegerme, ¿me hubiera enviado aquel aviso diciéndome que huyera? Me enfrentaba a un terrible vacío. Sabía que no podía demorarme ni un momento, ni siquiera para buscar explicaciones. En el tiempo de un parpadeo, Uruk estaba perdida para mí. Debía marcharme y hacerlo rápidamente, sin tan siquiera pararme a decirle adiós a mi madre, o a arrodillarme ante el santuario de Lugalbanda. En este mismo momento los dos asesinos que Dumuzi había elegido podían estar regresando en mi busca. No podía vacilar.

No tenía intención de estar fuera mucho tiempo. Buscaría refugio en alguna otra ciudad para unos cuantos días, o si era necesario un par de semanas, hasta que pudiera averiguar qué había hecho para convertirme en el enemigo del rey, y cómo podía repararlo. En aquellos momentos no me daba cuenta de que iniciaba cuatro años de exilio. Pero eso es lo que fueron.

Torpemente, con manos temblorosas, reuní unas cuantas pertenencias. Metí tanta ropa como pude en una bolsa que pudiera llevar al hombro, y tomé mi arco y mi espada, y el amuleto de Pazuzu que mi madre me había dado hacía mucho tiempo, y la pequeña estatuilla de piedra verde de la diosa que había recibido de Inanna cuando ella era solamente una sacerdotisa. Había adquirido una tablilla donde estaban inscritas varias frases mágicas, cosas para usar en caso de heridas o enfermedad, y lo llevé todo conmigo, junto con una bolsita de piel con la droga que uno quema para mantener alejados a los fantasmas en el desierto. Finalmente cogí un cuchillo pequeño de estilo antiguo con el mango enjoyado, no muy útil pero que me era muy querido porque me lo había dado Lugalbanda al regreso de una de sus guerras.