A la primera guardia de la noche, cuando empezaban a aparecer las estrellas, me deslicé fuera de mi casa y me encaminé con paso cauteloso hacia la Puerta Norte a través del estrecho laberinto de las calles. Caía una ligera lluvia. Volutas de humo blanco se alzaban hacia el cada vez más oscuro cielo, procedentes de las lámparas de diez mil casas. Me dolía miserablemente el corazón. Nunca antes había abandonado Uruk. No tenía la menor idea de lo que había más allá de los muros de la ciudad. Estaba en mareos de los dioses.
Elegí ir a la ciudad de Kish. Eridu o Nippur estaban mucho más cerca y eran más fáciles de alcanzar; pero Kish parecía una elección más segura. Dumuzi tenía gran influencia en Eridu o Nippur, pero Kish le era hostil. No quería llegar a un lugar donde fuera detenido de inmediato y enviado de vuelta a Uruk como una atención al rey de Uruk. Era muy probable que el rey Agga de Kish no sintiera ninguna necesidad de hacerle favores a Dumuzi; y recordé que Lugalbanda había hablado a menudo de él como un resuelto guerrero, un buen oponente, un hombre de honor. A Kish, pues: a ofrecerme a la piedad de Agga.
Kish se hallaba a una gran distancia al norte, una marcha de varios días. No podía ir por el río. No había ninguna forma fácil de que un bote pequeño o una almadía pudiera viajar corriente arriba por el rápido Buranunu, y era demasiado arriesgado para mí intentar deslizarme a bordo de alguna de las grandes naves reales a vela que recorrían el río entre las ciudades. Pero sabía que había un sendero de caravanas que flanqueaba la orilla oriental del río. Si lo seguía hacia el norte y ponía un pie delante del otro, más pronto o más tarde llegaría sin lugar a dudas a Kish.
Caminé vivamente, y de vez en cuando corrí a un ligero trote, y pronto Uruk desapareció en la oscuridad a mis espaldas. No me detuve hasta la hora media de la noche. Por entonces tenía la sensación de estar lejos de casa, de haberme embarcado en un gran viaje que me llevaría hasta uno de los rincones más alejados del mundo, un viaje que nunca iba a terminar. Como no ha terminado hasta el día de hoy.
Aquella noche dormí en un campo recién airado, envuelto en mi capa y con la lluvia cayendo sobre mi rostro. Pero dormí, y dormí profundamente. Me levanté al amanecer, y me bañé en el lodoso canal de algún granjero, y tomé un desayuno de higos y pepinos. Luego seguí mi camino hacia el norte. Me sentía incansable, lleno de una inagotable energía, y no me preocupó en absoluto caminar durante todo el día. El dios que residía en mi interior me conducía, como siempre, a hazañas más que mortales.
El paisaje era más hermoso de lo que nunca hubiera imaginado. El cielo era enorme y luminoso: temblaba con la presencia divina. La primera y tierna hierba de otoño estaba empezando a brotar en las suaves praderas de la amplia y fértil llanura fluvial tras la dura sequía del verano. A lo largo de los canales se alzaban mimosas, sauces y álamos, cañas y juncos, todos ellos llenos de nuevos brotes. El oscuro río Buranunu discurría a mi izquierda, alzándose muy por encima de su cauce en el lecho de su propio légamo. En algún lugar, muy lejos hacia el este, sabía que se hallaba el segundo gran río, el rápido y salvaje Idigna, que forma el otro límite de la Tierra: porque cuando hablamos de la Tierra, nos referimos al territorio entre los dos ríos. Todo lo que se extiende más allá nos es desconocido; lo que hay entre ellos es el dominio que nos ha sido entregado por los dioses.
De los ríos surgen dificultades y peligros: terribles torrentes, inundaciones mortales, pero de ellos también brota la fertilidad, y vi signos de ese gran don por todas partes. Todo esto se lo debemos al Padre Enki. Cuentan la historia del dios sabio que tomó la forma de un toro salvaje, y hundió su gran falo en los secos lechos de los dos ríos y arrojó en ellos su semilla en poderosos chorros que los llenaron con la dulce y resplandeciente agua de la vida. Así es siempre: el agua del padre proporciona fecundidad a la Tierra, que es nuestra madre. Fue también Enki quien, una vez hubo llenado los ríos con su fértil flujo, concibió los canales que conducen el agua del río hasta los campos, y trajo los peces y las redes a las marismas, y la hierba verde a las colinas, y los cereales y verduras a las tierras cultivadas, y el ganado a los pastos, y depositó cada uno de éstos en las manos de un dios especial.
Había oído esas cosas del arpista Ur-kununna, y del maestro en la escuela; pero entonces sólo me habían parecido palabras. Ahora se habían vuelto realidad. Vi los ricos campos de labor de trigo y cebada. Vi las palmeras datileras cargadas de frutos aún no maduros. Vi las moreras y los cipreses, las viñas llenas de resplandecientes racimos, los almendros y nogales, los rebaños de bueyes y cabras y ovejas. La Tierra estaba cargada de vida. En las lagunas a lo largo de los canales vi revolcarse los búfalos, grandes bandadas de pájaros de brillante plumaje, y una gran abundancia de tortugas y serpientes. En una ocasión vi un león de negra melena; pero él no me vio a mí. Ansiaba ver un elefante, de los que había oído maravillosos relatos, pero los elefantes estaban en algún otro lugar en ¡aquella estación. De los demás animales, sin embargo jabalíes y hienas, chacales y lobos, águilas y buitres, antílopes y gacelas—, había una multitud.
Cuando estaba en los lugares salvajes, cazaba liebres y gansos para comer, y también encontraba bayas y nueces. En los poblados los granjeros me recibían y compartían conmigo sus judías y sus guisantes y sus lentejas, su cerveza, sus dorados melones. No dije a nadie mi nombre ni de dónde venía; pero mi prestancia era la de un joven príncipe, y quizá por eso se mostraban tan hospitalarios conmigo. En cualquier caso, es una ofensa a los dioses darle la espalda a un pacífico extranjero. Las muchachas de esas granjas de buen grado me mantenían caliente por las noches, y lamenté tener qué abandonar a más de una, y luché conmigo mismo para rechazar el deseo de llevarme conmigo a alguna de esas tiernas compañeras. Pero cada vez vencí, y siempre me marché de los poblados solo y solo estaba cuando finalmente llegué a la gran ciudad de Kish.
Mi padre acostumbraba a hablar generosamente de Kish. Si hay alguna ciudad que pueda proclamar con justicia ser igual a Uruk —decía—. ésa es Kish. —Pensé que tenía razón.
Como Uruk, Kish se extiende cerca del Buranunu, de modo que prospera con el comercio fluvial entre ciudad y ciudad y con el comercio marítimo que sube río arriba procedente de las tierras oceánicas. Al igual que Uruk, está amurallada y es segura. La habita mucha gente, aunque no tanta como en Uruk, que es probablemente la ciudad más grande del mundo: mis recaudadores de impuestos, en el quinto año de mi reinado, censaron noventa mil personas, incluidos los esclavos. Creo que Kish sólo tiene dos tercios de esta cantidad, lo cual sigue siendo de todos modos un número elevado.
Largo tiempo antes de que Uruk se hiciera grande, Kish había alcanzado ya el más alto poder en toda la Tierra. Eso fue cuando el reino descendió de los cielos por segunda vez, después de que el Diluvio hubiera destruido las anteriores ciudades. Kish se convirtió entonces en la sede del reino, cuando Uruk era sólo un poblado. Recuerdo al arpista Ur-kununna cantarnos la historia de Etana, rey de Kish, el que trajo la estabilidad a toda la Tierra y fue aclamado en todas partes como gobernante absoluto. Fue Etana quien se elevó a los cielos con la ayuda de un águila cuando, debido a que no había tenido descendencia, fue en busca de la planta de la fecundidad, que sólo crece en los cielos.