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El maravilloso viaje de Etana de Kish le trajo el heredero que deseaba; pero pese a ello Etana mora hoy en la Casa del Polvo y la Oscuridad, y Kish ya no domina toda la Tierra. En la época en que Enmebaraggesi era rey de Kish, la grandeza había empezado a crecer ya en Uruk. Meskiaggasher, hijo del sol, se convirtió en nuestro rey, cuando Uruk aún no era Uruk, sino sólo los dos poblados de Eanna y Kullab. Meskiaggasher hizo que Enmebaraggesi reparara en él. Después de él vino mi abuelo el héroe Enmerkar, que creó Uruk a partir de los dos poblados; y después de él, Lugalbanda. Y bajo esos dos héroes ganamos nuestra libertad de Kish y alcanzamos toda nuestra grandeza, de la que he sido depositario durante todas estos años.

En la época de mi juventud Enmebaraggesi llevaba muerto mucho tiempo y su hijo Agga era rey en Kish. Tuve mi primer atisbo de la ciudad en un brillante y soleado día de invierno: alzándose majestuosa sobre la lisa llanura del Buranunu, tras una muralla de muchas torres pintadas de deslumbrante blanco, llenas de largas y flameantes banderas esmeraldas y carmesíes. Vi que Kish era un lugar con dos jorobas, con dos centros gemelos en el este y en el oeste y un distrito bajo entre los dos. Los templos de Kish se alzaban sobre plataformas mucho más altas que la Plataforma Blanca de Uruk, con escalones que subían y subían hasta que parecían entrar en el cielo. Aquello me pareció una gran cosa, situar las casas de los dioses tan cerca de los cielos, y cuando reedifiqué los templos de Uruk tuve en mente las altas plataformas de Kish. Pero eso fue muchos años más tarde.

No estaba preparado para las maravillas de Kish. Todo a mi alrededor parecía gritar: “Soy grande, soy todopoderosa, soy la ciudad invencible.” Y yo tan sólo era un muchacho, que había salido de su casa por primera vez. Pero no había lugar para el miedo en mi corazón.

Me presenté ante las murallas de Kish, y un taciturno y barbudo guardián de la puerta salió, blandiendo perezosamente la maza de bronce de su función. Me miró de arriba a abajo como si yo no fuera absolutamente nada, sólo un trozo de carne caminando sobre dos piernas. Le devolví su insolencia con la mirada. Y con la mano apoyada ligeramente en la empuñadura de mi espada, le dije:

—Dile a tu amo que el hijo de Lugalbanda ha venido de Uruk para saludarle.

9

Esa noche cené en platos de oro en el palacio de Agga el rey, y así empezó mi estancia de cuatro años en Kish.

Agga me recibió cálidamente: no sé si por respeto a mi padre, o por una hábil intención de utilizarme contra Dumuzi. Es muy probable que por ambas cosas, porque era un hombre de honor, como me habían dicho, pero también era en cada fibra de su cuerpo un monarca, cuya intención era utilizar todo lo que llegara a sus manos en beneficio de su ciudad.

Era un hombre robusto de rosada piel, carnoso y de amplia cintura, amante de la cerveza y la carne. Su cabeza estaba totalmente desprovista de pelo. Se la hacía afeitar cada mañana en la habitación del trono de su palacio, ante una audiencia de cortesanos y funcionarios. Las hojas que utilizaban sus barberos estaban hechas de un metal blanco que nunca antes había visto, y eran muy afiladas. Agga dijo que era hierro, lo cual me sorprendió, porque tenía entendido que el hierro era un material mucho más oscuro y que no tenía mucha utilidad: es blando y no puede mantener un borde afilado. Pero más tarde le pregunté a un chambelán, que me dijo que era una clase especial de hierro que había caído del cielo en la región de Dilmun, y estaba mezclado con otro metal sin nombre que era el que le daba su color y su dureza especiales. Muchas veces desde entonces he deseado temer una provisión de ese metal para mis armas, y el secreto del trabajarlo, pero he sido incapaz de conseguir ninguna de las dos cosas.

Sea como sea, nunca he visto a un hombre tan apuradamente afeitado como Agga. Los altos funcionados de su trono también llevaban el cráneo” afeitado, excepto aquellos cuyos antepasados se remontaban a los pueblos del desierto, cuyo denso y rizado pelo resulta demasiado difícil de afeitar. Puedo comprender eso, porque mi pelo es similar, como lo era el del Lugalbanda. Supongo que debe haber algo de sangre del desierto en mí: mi altura y la textura de mi pelo y barba parecen confirmar esa suposición, aunque mi nariz no es tan aguileña y afilada como la de ellos Casi todas las ciudades de la Tierra tienen a varios de esos descendientes de los hijos del desierto dentro de sus murallas, y en Kish había más que en ningún otro lugar que haya visto nunca. Debían representar casi la mitad de la población, y oía su lenguaje, tan distinto del nuestro, casi tan a menudo como oía éste.

Agga sabía que yo había tenido que huir de Dumuzi. Parecía saber mucho de lo que ocurría en Uruk; mucho más, de hecho, que yo. Pero no me resultaba sorprendente que un rey tan poderoso como Agga mantuviera una red de espías en la ciudad que era su mayor rival. Lo que me sorprendió fue la fuente de donde procedía su información. Pero eso no lo supe hasta mucho más tarde.

—¿Qué hiciste para que el rey se volviera de este modo contra ti? —me preguntó Agga.

Eso era lo mismo que yo me había estado preguntando. Era extraño que Dumuzi decidiera de pronto considerarme como un enemigo, después de prestar tan poca atención a mi persona durante los seis o siete años transcurridos desde la muerte de mi padre. Durante ese tiempo yo no había desafiado de ningún modo su poder. Aunque era fuerte y alto por encima de mi edad, todavía estaba muy lejos de cualquier tipo de protagonismo en el gobierno de la ciudad. Seguro que tanto Dumuzi como los demás eran muy conscientes de eso. Si alguna vez en mi niñez había alardeado de que me convertiría en rey algún día, sólo habían sido charlas de niños, mientras el reinado de mi padre Lugalbanda estaba aún fresco en mi memoria. Todos los sueños de poder real que hubiera podido tener desde entonces —y no podía negar que los había tenido—, había sabido mantenerlos enteramente para mí.

Pero mientras me sentaba a la mesa de Agga considerando estas cosas, recordé que había alguien más en Uruk que se había dedicado al pasatiempo de predecir mi destino, y que parecía no tener ninguna duda de que yo sería rey. ¿Acaso no me había susurrado los placeres que íbamos a compartir cuando llegara ese día? ¿Acaso no había ido tan lejos como a imaginar el nombre bajo el cual iba yo a reinar?

Y estaba muy cerca de los oídos de Dumuzi.

—¿Qué pensaría Dumuzi —le pregunté a Agga— si llegara a sospechar que el divino Lugalbanda ha entrado en mi alma, y que su divino espíritu residía ahora en mí?

—Ah, ¿es ése el caso? —dijo rápidamente Agga, con ojos brillantes.

Tomé mi jarra de cerveza y di un sorbo, y no ofrecí ninguna respuesta.

Al cabo de un momento, y tras observarme atentamente, dijo:

—Si ése fuera el caso, o si Dumuzi creyera simplemente que era el caso…, bien, entonces creo que parecerías alguien muy peligroso a sus ojos. Sabe muy bien que él no vale ni cinco pelos de la barba de tu padre. Teme incluso el nombre de Lugalbanda. Sin embargo, Lugalbanda muerto no constituye ninguna amenaza para el trono de Dumuzi.

—Sí, seguramente es así. —Ah —dijo Agga, sonriendo—, pero si llegara saberse en Uruk que el espíritu del gran y valeroso Lugalbanda había ido a residir al fornido cuerpo del noble hijo de Lugalbanda, y si ese hijo estuviera creciendo hacia una edad en que podía esperar jugar algún papel en el gobierno de la ciudad…, bien, sí entonces parecerías alguien peligroso a los ojos Dumuzi, alguien realmente peligroso…

—¿Lo bastante peligroso como para hacerme asesinar?

Agga volvió hacia arriba las palmas de sus manos.