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Y en privado Agga me dijo que sus espías le habían informado que Dumuzi estaba fuera de sí por el temor de que yo estuviera organizando un ejército en Kish para derrocarle. Me dijo que en Uruk había sido proclamado enemigo de la ciudad, y que seguramente sería asesinado si alguna vez caía en las garras de Dumuzi. De modo que me quedé en Kish. Pero conseguí enviarle a mi madre noticias de que estaba bien y próspero y que sólo esperaba el momento más propicio para volver a casa.

Descubrí que Kish no era una ciudad muy distinta de Uruk en muchos aspectos. En Uruk comemos carne y pan, y bebemos cerveza y vino de dátiles, y lo mismo en Kish. Tanto en Uruk como en Kish las ropas eran de lana o de lino, según la época del año, y la moda imperante era muy similar en ambos lugares. Las calles de Uruk eran estrechas y tortuosas, excepto los grandes bulevares, e iguales eran las calles de Kish. Las casas eran de techo plano en Uruk, de un piso o a veces dos, de ladrillo cocido abajo, ladrillo de barro revestido de yeso blanco arriba, y lo mismo en Kish. Los idiomas que se hablaban en Uruk eran los mismos que los que se hablaban en Kish; en Kish se escribía sobre tablillas de arcilla del mismo modo que en Uruk, y los caracteres que inscribían en ellas eran los mismos. La única diferencia, y era grande para mí, estribaba en los dioses. Los templos principales de Uruk, por supuesto, son los dedicados a Inanna y al Padre Cielo An. En Kish nadie niega la grandeza de An o el poder de Inanna; pero los templos de Kish están dedicados al Padre Enlil, el señor de las tormentas, y a la gran madre Ninhursag. Eso era lo que me resultaba extraño, hallarme constantemente en presencia de esos dioses y no de los de Uruk. Siento más miedo que amor hacia Inanna la diosa, pero también hay amor, y es difícil vivir en un lugar donde Inanna no está presente. Aunque todo puede parecer idéntico externamente, es distinto internamente: en Kish hasta el aire tiene un color distinto, y su sabor es diferente también, porque uno no respira a Inanna con cada bocanada. Fue en Kish donde obtuve finalmente un conocimiento completo de las artes de la guerra, cuyo aprendizaje había retrasado un tanto últimamente: porque me había convertido ya en un hombre en años, y más que en un hombre en tamaño y fuerza, pero nunca había probado el sabor de la batalla. Agga me proporcionó ese primer sabor, y más aún…, de hecho todo un banquete, asado y vino en grandes cantidades.

Sus guerras tenían lugar en el este, en el áspero y montañoso reino de Elam. Esta nación es rica en muchas cosas de las que nosotros carecemos enteramente en la Tierra: madera, menas de cobre y estaño, y piedras tales como alabastro, obsidiana, cornalina, ónice. Y nosotros tenemos cosas de valor para ellos: el producto de nuestros ubérrimos campos, nuestra cebada y nuestro trigo y nuestros albaricoques y limones, y también nuestra lana y nuestro lino. Así que hay buenas razones para el comercio entre Elam y las ciudades de la Tierra, pero los dioses no lo quieren así: por cada año de paz que tenemos con los elamitas, hay tres años de guerra. Descienden a las tierras bajas en incursiones constantes, y nosotros enviamos nuestros ejércitos para hacerles retroceder, y luego para quitar—, les los bienes que necesitamos.

El padre de Agga, el real Enmebaraggesi, consiguió grandes victorias en Elam y por un tiempo lo sometió al dominio de Kish. Pero en tiempos de Agga los elamitas volvieron a estar levantiscos. Ahora había guerra a todo lo largo de la frontera. Así pues, en mi segundo año de exilio partí con el ejército de Kish a esa amplia llanura barrida por los vientos tras la que se extiende Susa, la capital de Elam.

Había soñado sueños de batalla durante muchos años, desde los tiempos de mi infancia, cuando mi padre, en casa en un breve respiro entre sus guerras, me contaba historias de carros y de jabalinas. Había jugado a las batallas en los campos de Uruk, trazando planes de formaciones y conduciendo a mis compañeros de juegos en salvajes cargas contra invisibles enemigos. Pero existe un cántico de guerra que sólo los oídos de un guerrero pueden oír, un sonido agudo y penetrante que atraviesa el estancado aire corno la hoja de una espada, y hasta que has oído esta canción no eres un guerrero, no eres un hombre. No supe de esa canción hasta que la oí, por primera vez, junto a las aguas de un río llamado el Karkhah, en la Tierra de Elam.

Durante toda la noche, bajo una brillante luna, nos preparamos para el ataque, aceitando lo que estaba hecho de madera o cuero, puliendo todo lo que era de bronce hasta que resplandecía. El cielo era tan claro que podíamos ver los dioses caminar por él, grandes y oscuras figuras cornudas, azules contra la oscuridad, dando largas zancadas de nube en nube. El rostro gigantesco de An, calmado, observándolo todo, parecía llenar el cielo. El Gran Enlil estaba sentado en su trono, conjurando tormentas en distantes tierras. El poder de esos dioses era ardiente y duro en el aire, como el viento de la fiebre. Encendimos fuegos en su honor y sacrificamos bueyes, y bajaron hacia nosotros, de modo que pudimos captar la presión de su divino peso contra nuestros corazones. Y al amanecer, sin haber dormido ni una hora, me coloqué mi resplandeciente casco y me vestí con una corto faldellín de piel de oveja con una bragadura de cuero debajo y subí a mi carro como si aquel fuera mi vigésimo año en los campos de guerra.

Sonaron las trompetas. El grito de batalla rugió en doscientas gargantas:

—¡Por Agga y Enlil! ¡Por Agga y Enlil!

Oí mi propia voz, profunda y ronca, gritar esas mismas palabras, palabras que nunca hubiera imaginado que llegara a pronunciar:

—¡Por Agga y Enlil!

Y partimos llanura adelante.

El nombre de mi auriga era Namhani. Era un hombre de anchos hombros y pecho de barril de la ciudad de Lagash que había sido vendido a Kish cuando era un muchacho, y no había conocido otro negocio que la guerra: las cicatrices lo cubrían como cintas honoríficas, algunas de un color rojo furioso, algunas casi desvanecidas hacía tiempo en la oscuridad de su piel. Se volvió a mí y me sonrió justo antes de cargar. No tenía dientes, sólo cuatro o cinco muñones amarillentos y retorcidos.

Agga me había proporcionado un espléndido carro: de cuatro ruedas, no de dos ruedas como se entrega normalmente a los novicios. El hijo de Lugalbanda, me dijo, no puede montar nada menor. Para tirar de él, el rey había proporcionado cuatro robustos asnos, rápidos y fuertes. Yo mismo había ayudado a Namhani a colocarles los arreos, asegurando las cinchas, encajando yugo y collar, sujetando las riendas a las anillas en sus belfos superiores. Eran buenos animales, pacientes, astutos. A veces me pregunto cómo sería ir a la batalla con un carro tirado por poderosos caballos de largas piernas, en vez de por nuestros plácidos asnos: pero soñar en uncir caballos, esos salvajes y misteriosos animales del montañoso nordeste, es como soñar en uncir un torbellino. Dicen que en las tierras de más allá de Elam la gente ha hallado una forma de domesticar caballos y montarlos, pero creo que es una mentira. De tanto en tanto, en distantes regiones, he tenido atisbos de negros caballos corriendo como fantasmas por valles barridos por la tormenta. No veo ninguna forma en que esas criaturas, si es que pueden ser capturadas, puedan llegar a ser dominadas para nuestro uso.

Namhani sujetó las riendas y se inclinó hacia delante, contra la piel de leopardo que cubría el armazón del carro. Oí el gruñir del eje, el crujir de las ruedas de madera. Luego los asnos cogieron el ritmo y mantuvieron un paso regular, y avanzamos bamboleándonos sobre la suave y esponjosa tierra hacia la oscura línea de elamitas que aguardaban a lo largo del horizonte.

—¡Por Agga! ¡Por Enlil!

Y yo, gritando con todos los demás, añadí mis propios gritos de guerra: