Luego salimos al gran salón de las fuentes, donde nos aguardaba mucha gente. Y desde allí partimos en procesión, la procesión más grande que jamás haya visto, hasta el templo de Enmerkar.
Una docena de sacerdotes abrían el camino, desnudos como deben ir los sacerdotes cuando acuden delante de un dios, y una docena de princesas también, igualmente desnudas. Tras ellos avanzaban dos docenas de fornidos guerreros que habían luchado en las campañas de Lugalbanda. Iban abrumados en sus armaduras completas, incluidos los cascos de cobre, y llevaban sus hachas y sus escudos. Sentí pena por ellos, teniendo en cuenta que era el mes de abu, cuando el azote del verano cae pesadamente sobre la Tierra, y no llueve, y el calor es un peso insoportable. Detrás de los guerreros venían los miembros de la casa de Lugalbanda: despenseros, doncellas, coperos, bufones y acróbatas, caballerizos, carreros, jardineros, músicos, bailarinas, barberos y todos los demás. Todos ellos iban vestidos con sus mejores galas, con ropas más elegantes de las que nunca les hubiera visto, y llevaban los utensilios de sus respectivas profesiones como si se encaminaran a esperar a Lugalbanda. Conocía a la mayoría de aquella gente. Servían en el palacio desde antes de que yo naciera. Sus hijos eran mis compañeros de juegos, y a veces había comido en sus casas. Pero cuando les sonreí y les saludé desviaron la mirada, y sus rostros eran solemnes.
La última persona de aquel grupo era alguien que me resultaba particularmente querido. Me deslicé de mi lugar en la parte de atrás de la procesión para caminar a su lado. Era el viejo Ur-kununna, el arpista de la corte: un hombre de largas piernas y blanca barba, de aspecto muy serio pero con alegres ojos parpadeantes, que había vivido en todas las ciudades de la Tierra y conocía todos los himnos y todas las leyendas. Cada tarde cantaba en el patio Ninhursag de palacio, y yo me sentaba a sus pies hora tras hora mientras él tocaba su arpa y cantaba el relato del matrimonio de Inanna y Dumuzi, o el descenso de Inanma al mundo inferior, o la historia de Enlil y Ninlil, o del viaje del dios-luna Nanna a la ciudad de Nippur, o la del héroe Ziusudra, que construyó la gran barca gracias a la cual la humanidad sobrevivió al Diluvio, y que fue recompensado por los dioses con la vida eterna en el paraíso sobre la Tierra que es conocido como Dilmun. También nos cantaba baladas de las guerras de mi abuelo Enmerkar con Aratta, y la famosa de las aventuras de Lugalbanda antes de que fuera rey, cuando en sus vagabundeos entró en un lugar donde el aire era venenoso, y casi perdió la vida, pero fue salvado por la diosa. Ur-kununna me había enseñado algunas de aquellas canciones, y me había enseñado también cómo tocar su arpa. Su actitud hacia mí era siempre cálida y tierna, sin mostrar jamás impaciencia. Pero ahora, cuando corrí a su lado, se mostró extrañamente remoto: como todos los demás, no dijo nada, y cuando le señalé que me gustaría llevar su arpa agitó negativamente la cabeza de una forma casi brusca. Entonces mi madre me llamó con un siseo y me ordenó que volviera al lugar que ella y sus cinco doncellas ocupaban al final de la procesión.
Descendimos las interminables hileras de los escalones de palacio, y entramos en la Calle de los Dioses, y recorrimos el Sendero de los Dioses que conduce al recinto de Eanna donde se hallan los templos, y subimos la multitud de escalones hasta la Plataforma Blanca, y la cruzamos, cegados por el reflejo de la brillante luz del sol, hasta el templo de Enmerkar. A lo largo de todo el camino las calles estaban alineadas con silenciosos ciudadanos, miles de ellos: toda la población de Uruk debía estar allí.
En los escalones del templo estaba Inanna, aguardando para recibirnos. Al verla temblé. Desde tiempos muy antiguos Uruk y todo lo que había en su interior le pertenecían, y temía su poder. La que estaba allí de pie era por supuesto la sacerdotisa Inanna de carne humana, y no la diosa. Pero por aquel entonces yo no conocía la diferencia entre ellas, y creía estar en presencia de la propia Reina de los Cielos, la Hija de la Luna. Lo cual era en cierto modo, puesto que la diosa se encarna en la mujer, aunque siendo tan joven aún no había captado aquella sutileza.
La Inanna que nos admitió en el templo aquel día era la vieja Inanna, de rostro de halcón y ojos terribles, y no la más hermosa pero no por ello menos feroz en quien la diosa se encarnaría a continuación. Iba ataviada con una brillante capa de piel escarlata, dispuesta sobre un armazón de madera, de modo que se alzaba majestuosamente desde sus hombros y se alzaba por encima de su cabeza. Lugalbanda llevaba los pechos desnudos y pintados en las puntas. Sus brazos mostraban adornos de cobre con forma de serpientes, porque la serpiente es la criatura sagrada de Inanna; y en torno a su garganta llevaba enrollada no una serpiente de cobre sino una viva, de un grosor de dos o tres dedos, pero adormecida por el terrible calor, sin molestarse siquiera en asomar su lengua bífida. Cuando pasamos por su lado, Inanna nos roció con agua perfumada de una jarra de oro y nos habló con bajos murmullos canturreados. No usó el lenguaje de la Tierra, sino el secreto lenguaje-misterio de los adoradores de la diosa, aquellos que siguen la Antigua Manera que se seguía en la Tierra antes de que los míos bajaran a ella desde las montañas. Todo aquello me resultaba aterrador, porque era tan solemne y tan fuera de lo normal.
Dentro de la gran nave del templo estaba Lugalbanda.
Yacía tendido sobre una gran losa de pulido alabastro, y parecía dormir. Nunca me había parecido tan regio: en vez de su habitual falda de volantes llevaba un manto de lana blanca y una túnica azul oscuro ricamente bordada con cuentas de plata y oro, y su barba había sido espolvoreada con polvo de oro, de modo que relucía como el fuego del sol. Junto a su cabeza reposaba, en lugar de la corona que había llevado durante toda su vida, la cornuda corona de un rey que es al mismo tiempo un dios. Al lado de su mano izquierda estaba su cetro, decorado con anillos de lapislázuli y mosaicos de conchas marinas brillantemente coloreadas, y al lado de la derecha una soberbia daga con la hoja de oro, una empuñadura de lapislázuli incrustada en oro, y una funda hecha con tiras de oro entretejidas en un calado que parecía de aplanadas hojas de hierba. Apilado ante él, en el suelo, había un inmenso montón de tesoros: pendientes y anillos de oro y plata, copas de plata batida, tableros para dados, cajas de cosméticos, jarras de alabastro con perfumes exóticos, arpas doradas y liras con cabeza de toro, un modelo en plata de su carro y uno de su esquife de seis remos, cálices de obsidiana, sellos cilíndricos, vasijas de ónice y calcedonia, cuencos de oro, y muchas más cosas semejantes cuya profusión no podía creer. De pie, alineados en torno al catafalco de mi padre, en los cuatro lados, estaban los grandes señores de la ciudad, quizá veinte de ellos.
Ocupamos nuestros lugares delante del rey, mi madre y yo en el centro del grupo. Los sirvientes de palacio se arracimaron a nuestro alrededor, y los guerreros con sus armaduras nos flanquearon por los dos lados. Desde el patio del templo nos llegó el gran retumbar hueco del lilissu, que es el timbal que en la única otra ocasión que suena es en el momento de un eclipse de luna. Luego oí el sonido más ligero de los pequeños tambores balag y el agudo chillido de los silbatos de arcilla cuando Inanna entró en el templo precedida por sus desnudos sacerdotes y sacerdotisas. Se dirigió hacia el lugar elevado al fondo de la nave, allá donde en un templo de An o de Enlil habría una efigie del dios; pero en el templo de Inanna en Uruk no son necesarias las efigies, porque la propia diosa mora entre nosotros.