—Sí, lo hace. Pero mis soldados también lo ven. Están empezando a pensar que eres algo más que un mortal. Creen que tienes que ser un dios, porque ningún hombre puede luchar de la forma que tú lo haces. Y eso puede crearme problemas, ¿entiendes? Es una gran cosa tener a un héroe entre nosotros cuando vamos a la batalla, sí; pero puede ser muy descorazonador tener a un dios en nuestras filas. Cada soldado espera realizar cada día milagros de valor, y esa esperanza refuerza su brazo en el campo de batalla. Pero cuando sabe que nunca podrá convertirse en el héroe del día, porque está compitiendo con un dios, eso mina su espíritu y pone un gran peso en su corazón. De modo que arroja tus jabalinas con la derecha, hijo de Lugalbanda, o con tu izquierda, pero con una o con la otra, no con las dos. ¿Has entendido?
—He entendido —dije. Y a partir de entonces intenté usar sólo mi derecha para arrojar la jabalina, en bien de los demás hombres. En el ardor de la batalla, sin embargo, no resulta siempre fácil recordar que uno ha prometido usar sólo una mano determinada para luchar. A veces, cuando cogía una jabalina lo hacía con mi izquierda, y hubiera sido una pérdida de tiempo pasarla a la derecha antes de arrojarla. De modo que, al cabo de un cierto tiempo, dejé de preocuparme por aquellos asuntos. Vencimos en todas las batallas.
10
El general no volvió a decirme nada. Al principio pensé muy a menudo en Uruk, luego no tan a menudo, y finalmente casi nunca. Me había convertido en un hombre de Kish. Al principio, oír en Kish informes de las gestas del ejército de Uruk contra las tribus del desierto o alguna ciudad de las montañas orientales me hacía sentir un cierto orgullo por lo que “habíamos” conseguido, pero luego me di cuenta de que estaba pensando en el ejército de Uruk como en ellos en vez de nosotros, y sus hazañas dejaron de interesarme por completo.
Y sin embargo sabía, cada vez que me molestaba en pensar en ello, que mi vida en Kish no conducía a ninguna parte. Vivía en la corte de Agga comió un príncipe, sí, y cuando llegaba la estación de hacer la guerra se me concedía una gran precedencia en el campo, casi como si fuera un hijo del rey. Pero no era un hijo del rey, y era consciente de que ya había subido tan alto como podía en Kish: un príncipes, un guerrero, quizá algún día un general, pero nada más. En Uruk hubiera podido ser rey.
Por otro lado, cada vez me sentía más turbado por la enormidad de aquel aterrador abismo que me separaba de los demás hombres. Tenía camaradas, sí, compañeros guerreros con los que podía beber o fanfarronear o ir con mujeres. Pero sus almas estaban cerradas para mí. ¿Qué era lo que me separaba de ellos? ¿Era mi gran estatura, o mi prestancia real, o la presencia del dios que flota siempre a mi alrededor? No lo sabía. Sólo sabía que aquí, como en Uruk, llevaba sobre mí la maldición de la soledad, y no había conjuro que pudiera borrarla.
También pensaba a menudo en mi madre. Me entristecía que se viera obligada ahora a envejecer sin un hijo a su lado. Le enviaba a veces noticias mías a través de mensajeros secretos, y recibía de vuelta mensajes con los sacerdotes que actuaban como correos entre las dos ciudades. Nunca me preguntaba cuándo iba a regresar, y sin embargo sabía que esta idea no debía apartarse jamás de su mente. También yo anhelaba arrodillarme ante el santuario de mi padre y efectuar los ritos necesarios en su memoria. Porque aunque sabía que su espíritu merodeaba en mi alma, y veía todo lo que yo veía, eso no era excusa para que yo no cumpliera con los ritos que merecía su fantasma. No podía realizar esos ritos en Kish. Ese fallo me atormentaba.
Como tampoco podía borrar de mi mente el recuerdo de la sacerdotisa Inanna, sus brillantes ojos, su esbelto y elástico cuerpo. Cada año, cuando llegaba el otoño y el momento del Sagrado Matrimonio en Uruk, me imaginaba a mí mismo de pie entre la excitada multitud en la Plataforma Blanca, viendo al rey y a la sacerdotisa, al dios y a la diosa, mostrarse ante el pueblo; y una amarga angustia crecía en mi interior, al pensar que ella iba a compartir su cama con Dumuzi aquella noche. Me decía a mí mismo que me había traicionado, o al menos me había sido infiel; y sin embargo seguía resplandeciendo en mi mente, y la anhelaba. La sacerdotisa, como la diosa a la que servía y que encarnaba, era para mí una figura peligrosa pero irresistible. Su aura era de muerte y desastre, y sin embargo de pasión y de alegrías de la carne, y a veces más aún que eso, la unión de dos espíritus que es el auténtico Sagrado Matrimonio. Ella era mi otra mitad. Ella lo sabía y siempre lo había sabido, desde aquella vez cuando yo era un niño perdido en los oscuros corredores del templo de Enmerkar. Pero yo era un guerrero en Kish, y ella era una diosa en Uruk; y yo no podía ir a ella, porque mi vida estaba puesta a precio en mi ciudad natal por causa suya, o por imprudencia suya.
En el cuarto año de mi exilio, un sacerdote de cabeza rapada, recién llegado de Uruk, vino a mí en el palacio de Agga e hizo ante mí el signo de la diosa. Tomó de su túnica una bolsita de piel de cabra negra y la puso en mi palma diciendo:
—Es un signo para Gilgamesh el rey, de mano de la diosa.
Sólo había oído aquel extraño nombre, Gilgamesh, una vez, hacía mucho tiempo. Y el sacerdote, al utilizarlo, dejó muy claro la única persona que podía enviarme aquella bolsa.
Cuando el sacerdote hubo marchado abrí la bolsa en mis habitaciones privadas. Dentro había un objeto pequeño y resplandeciente, un sello cilíndrico, como el que empleamos en las cartas y otros documentos importantes. Estaba tallado en una pieza de olbsidiana blanca tan clara que la luz la atravesaba tan fácilmente como si fuera aire, y el dibujo era intrincado y muy elaborado, a todas luces la obra de un gran maestro. Llamé a un escriba y le pedí que me trajera su mejor tablilla roja, e hizo rodar cuidadosamente el sello contra la arcilla para ver la marca que dejaba.
Había dos escenas grabadas en el sello, ambas extraídas del relato del descenso de Inanna a la tierra de la muerte. En un lado vi a Dumuzi, vestido con atuendo noble, sentado orgulloso en su altivo trono. Ante él está de pie Inanna, vestida con tela de saco: acaba de regresar de su estancia en el infierno. Sus ojos son los ojos de la muerte, y sus brazos están alzadas para arrojar una maldición sobre éclass="underline" porque Dumuzi es el chivo expiatorio elegido cuya muerte la liberará del mundo inferior. El otro lado del sello reflejaba la secuela de aquella escena, un encogido Dumuzi rodeado por resplandecientes demonios que lo hacen pedazos con sus hachas, mientras Inanna lo contempla triunfante.
No creí que Inanna me hubiera enviado aquel sello simplemente para despertar en mi mente algún recuerdo de aquel gran poema. No. El sello tenía que ser un signo, una profecía, un claro mensaje. Alentó un fuego en mi alma: la sangre empezó a fluir en mi interior como un río turbulento, y mi corazón se alzó como un ave recién liberada de una trampa.
Pero la cautela volvió de inmediato, tras ese primer estallido de excitación. Aunque hubiera interpretado correctamente el mensaje, ¿podía confiar en él, o en ella? Inanna la sacerdotisa me había conducido ya una vez al peligro; e Inanna la diosa, como todo el mundo sabe, es la más mortífera de todos los dioses. Un mensaje que venía de la una, bajo los auspicios de la otra, podía ser muy bien una invitación a la condena. Debía actuar cautelosamente. Aquella tarde envié un mensaje a Uruk, por medio de uno de mis propios esclavos, diciendo simplemente: “¡Te saludo, Inanna, gran dama de los cielos! ¡Sagrada antorcha, llenas el cielo con tu luz!” Eso es lo que canta el recién entronizado rey, cuando entona su primer himno a la diosa: veamos cómo lo toma ella. Firmé la tablilla con el nombre que ella me había dado, Gilgamesh, y el símbolo real.
Un día o dos más tarde, Agga me llamó a la cámara del trono real, esa gran estancia de paredes de alabastro llena de ecos donde le gustaba sentarse con gran pompa hora tras hora, y dijo: