Выбрать главу

—Me han llegado noticias de Uruk de que Dumuzi el rey está gravemente enfermo.

Me invadió una gran oleada de emoción, como el surgir de las aguas en un manantial. Sentí la realización de que mi destino estaba empezando a perfilarse. Esta es sin duda la confirmación del mensaje inscrito en imágenes en el sello cilíndrico, me dije. He leído correctamente el mensaje: ella ha empezado ya a trabajar con su mortal conjuro. Y Uruk será mía.

Pero a Agga me limité a decirle, encogiéndome de hombros:

—Esta noticia me causa muy poco dolor.

Agitó la cabeza, recién afeitada, cejas y barba y todo lo demás, calva como un huevo. Tiró de sus papadas y se inclinó hacia delante hasta el punto que los rosados pliegues de su desnudo estómago se amontonaron el uno encima del otro, y me miró con ceñudo desagrado, ignoro si fingido o real. Finalmente dijo:

—¡Ah, invitas a la ira de los dioses con palabras como ésas!

Noté que mis mejillas se encendían.

—Dumuzi es mi enemigo.

—También lo es mío. Pero es un rey ungido de la Tierra, que lleva sobre sí la bendición de Enlil. Su persona es sagrada. Su enfermedad debe apenarnos a todos: y especialmente a ti, un hijo de Uruk y por lo tanto súbdito suyo. Tengo intención de enviar una embajada a Uruk para aportar mis plegarias por su recuperación. Y quiero que tú seas mi embajador.

—¿Yo?

—Un príncipe de Uruk, de la estirpe de Lugalbanda, un valiente héroe…, no puedo enviar a nadie mejor, ni siquiera a uno de mis propios hijos.

Sorprendido, dije:

—¿Pretendes enviarme a la muerte, entonces? ¡Porque para mí no es seguro ni siquiera ahora regresar a Uruk!

—Lo será —dijo suavemente Agga.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Dumuzi sufre de una enfermedad mortal; ya no eres una amenaza para él. Todo Uruk te dará la bienvenida, incluso Dumuzi. Eso representa una gran ventaja para ti, muchacho: ¿acaso no lo ves?

—Si se está muriendo, sí. ¿Pero y si no lo está?

—Aunque no lo estuviera, un embajador tiene garantizado el salvoconducto. Los dioses destruirían cualquier ciudad que violara ese juramento. ¿Crees que Uruk se atrevería a poner las manos sobre el representante de Kish?

—Dumuzi lo haría. Si ese representante fuera el hijo de Lugalbanda.

—Dumuzi está muriéndose —dijo de nuevo Agga—. Pronto habrá necesidad de un nuevo rey en Uruk. Enviándote a ti en este momento, te sitúo en la posición más útil para ti. —Se alzó lentamente del trono y bajó hasta donde estaba yo, y puso pesadamente sus manos sobre mis hombros, como lo haría un padre; porque en realidad había sido virtualmente un segundo padre para mí. El sudor resplandecía en su cráneo. Sentí su presencia física casi como podría sentir la de un dios: era enorme, no solo corporalmente sino también en su profundamente asentada autoridad real. Pero su aliento olía a cerveza. No creía que Padre Enlil oliera a cerveza, ni An el Padre Cielo. Lentamente, me dijo—: Todo esto es completamente cierto. Mi información me llega del más alto poder en Uruk.

—¿Del propio Dumuzi, quieres decir?

—De más alto.

Lo miré fijamente.

—¿Estás en comunicación con ella?

—Tu diosa y yo nos somos muy útiles el uno al otro.

En aquel momento toda la verdad vino a mí, y me golpeó como el fuego de los dioses, de tal modo que por unos momentos me quedé sin aliento. Oí el zumbar del aura del dios dentro de mi cerebro. Vi, envolviendo a Agga y a todo lo que había en la estancia, un resplandor luminoso, dorado con profundas sombras azules en su interior: el signo de la tempestad en mi espíritu. Temblé. Apreté los puños y luché por permanecer erguido. ¡Qué estúpido había sido! Inanna me había estado gobernando desde un principio. Había maquinado la necesidad de mi huida de Uruk, sabiendo que yo iría a Kish y que durante mi exilio me prepararía para reemplazar a Dumuzi en el trono. Ella y Agga habían conspirado eso entre los dos; y Agga me había enviado a sus guerras y me había entrenado para ser un príncipe y un líder, y ahora yo estaba preparado; y ahora Dumuzi, que ya no era necesario, estaba siendo empujado a la Casa del Polvo y la Oscuridad. Yo no era un héroe, sino solo una marioneta, bailando a su melodía. Sería rey en Uruk, sí: pero la sacerdotisa tendría el poder, ella y Agga a quien yo había prestado juramento. Y el hijo que yo había engendrado a Ama-sukkul, hija del rey de Kish, sería rey en Uruk después de mí, si el plan de Agga funcionaba hasta su florecimiento final. Así, la semilla de Agga terminaría reinando en las dos grandes ciudades.

Sin embargo, podía volver todo aquello en mi propia ventaja, si iba con cautela.

—¿Cuándo debo partir para Uruk? —dije.

—Dentro de cuatro días, el día de la fiesta de Utu, que es un tiempo de buen augurio para el comienzo de grandes aventuras. —La mano de Agga seguía apretando aún fuertemente mi hombro—. Viajarás era majestad, y te recibirán con alegría. Y llevarás contigo espléndidos regalos de mi parte para el tesoro de Uruk, en reconocimiento por la amistad que existirá siempre entre tu ciudad y la mía cuando seas rey.

La víspera de la fiesta de Utu, la luna, cuando apareció, fue cubierta por un velo, que es un presagio interpretado generalmente como que el rey alcanzará el más grande poder. Pero la luna no dijo a qué rey se refería…, si Agga, el rey que ya era, o Gilgamesh, el rey que podía ser. Éste es el gran problema con los presagios, y con los oráculos de todo tipo: dicen la verdad, sí, pero uno nunca está seguro de qué verdad es realmente.

11

Mi viaje a Uruk fue como el de un rey ya entronizado, y mi entrada en la ciudad fue como la de un triunfante conquistador.

Agga puso a mi servicio tres de sus más espléndidos barcos de vela, del tipo usado para el comercio por mar a Dilmun, con grandes velas de tela escarlata y amarilla que atrapaban portentosamente la brisa y me empujaron río abajo rápida y majestuosamente. Llevaba conmigo gran riqueza de obsequios del rey de Kish: esclavos, vasijas de piedra llenas de vino y aceite, balas de finas telas, preciosos metales y joyas, efigies de los dioses. Iba acompañado por tres docenas de guerreros como guardia de honor, y por algunos altos funcionarios de la corte de Agga, entre ellos su astrólogo, su médico personal y su mayordomo de vinos, que velaba por mis deseos en toas las comidas. Mi esposa Ama-sukkul no vino conmigo, porque en aquellos momentos estaba a punto de dar a luz mi segundo hijo. Nunca volvería a verla; pero entonces no lo sabía.

A cada ciudad a lo largo del río la gente salía a saludarnos a nuestro paso. No sabían a quién estaban saludando, por supuesto —seguro que no sospechaban que aquel nombre de regio aspecto que les devolvía el saludo con austero gesto era el mismo muchacho fugitivo a quien habían dado hospitalidad hacía cuatro años—, pero sabían que una flota como la nuestra tenía que ser importante, y se apiñaban en las orillas gritando y agitando banderas hasta que estábamos fuera de su vista. Había al menos dos docenas de tales poblados, cada uno de ellos con un millar de habitantes o más, los más al norte prestando obediencia y lealtad a Kish, los más al sur a Uruk.

Por la noche el astrólogo me mostraba las estrellas y señalaba los presagios que había en ellas. Yo sólo conocía la brillante estrella matutina y vespertina, que es sagrada para Inanna; pero él me mostró la roja estrella de la guerra, y la blanca estrella de la verdad. Todas esas estrellas son planetas: es decir, vagabundos. También me mostró las estrellas del cielo septentrional que siguen el sendero de Enlil, y aquellas del cielo meridional que siguen el sendero de Enki, y las estrellas del ecuador celeste, que son las que siguen el sendero de An. Me enseñó a encontrar la Estrella del Carro, la Estrella del Arco y la Estrella del Fuego. Me mostró el Carro, los Gemelos, el Carnero y el León. Y me impartió el muy secreto conocimiento de los misterios de esas estrellas, y cómo conocer las revelaciones que ofrecen. Me enseñó también el arte de utilizar las estrellas para encontrar mi camino de noche, que me resultó de gran valor en posteriores viajes.